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PEDRO LARREA
Lunes, 22 de marzo 2010, 03:55
Colegial de Orduña como Sabino, abogado por Deusto, jugador del Athletic, dirigente de Acción Católica, empresario chocolatero, alcalde de Getxo, diputado a Cortes y, desde el 7 de octubre de 1936 hasta su muerte repentina acaecida ahora hace cincuenta años, primer lehendakari vasco de la historia. Corresponde a José Antonio Aguirre, sin olvidar a Irujo y otros jóvenes de su generación, el mérito de intentar superar el canon nacionalista sabiniano y presentar una opción política modernizada. En el momento de proclamarse la Segunda República, el nacionalismo jeltzale, bajo la dirección ideológica de Kizkitza, permanecía anclado en los tres postulados básicos de partida: integrismo religioso, antiliberalismo y antiespañolismo. ¿En qué medida se logró el intento?
Su visión de la imbricación religión-política evolucionó desde el tradicionalismo integrista, inspirador del fracasado Estatuto de Estella, apoyado por nacionalistas y carlistas, hasta concepciones tolerantes, propias del Gobierno 'de concentración' surgido del Estatuto de 1936. Tal proceso culminaría en 1947, cuando el PNV formó parte del grupo fundador de la Internacional Demócrata-Cristiana. Paralelamente a esta evolución, fue discurriendo el abandono de posiciones antiliberales y antidemocráticas. Todavía en los años treinta el PNV proponía una democracia orgánica sustentada en la familia y el municipio, no en el individuo. No obstante, el diputado Aguirre intervino en sede parlamentaria con pronunciamientos inequívocos a favor del régimen democrático-liberal encarnado por la República.
Dejadas las cosas de Dios aparte, como quería Sota, y asumidos los postulados personalistas y democráticos de la nueva Internacional, se podría esperar que la estrecha convivencia con los compañeros 'españoles' en las fatigas de la guerra, la derrota y el exilio facilitasen algún 'giro españolista' de acuerdo con el postrer y confuso deseo del Maestro. No ocurrió así. José Antonio, como Sabino, aspiraba a la reintegración foral. ¿Para recuperar la independencia originaria de Euskadi perdida en 1839 o para reformular su inserción en España? Ambas interpretaciones han sido sostenidas. En todo caso, la Ponencia Política del Partido de 1949 hacía una manifestación expresa de soberanismo: el Pueblo Vasco tiene derecho a expresar libremente su libertad, siendo ésta la única fuente jurídica de su estatus político.
En resumen, y con el riesgo que entraña toda simplificación, el nacionalismo vasco, de la mano de Agirre, se sacudió el integrismo, avanzó en una dirección cada vez más democrática y se estancó en el modo de enfocar el antiespañolismo originario. La política de alianzas del PNV en los años treinta y cuarenta ilustra las disfunciones y titubeos de esta incompleta evolución. Primero fue el carlismo reaccionario, luego el Frente Popular progresista, se llegó a pensar en una Euskadi bajo protectorado de la Gran Bretaña liberal, o de la Italia fascista luego, se jugó a fondo la carta anticomunista de Estados Unidos con vistas a derribar al régimen, y se asistió con estupor e impotencia al reconocimiento internacional de la España franquista. Sería injusto cargar tantos y tan erráticos bandazos en la cuenta del lehendakari, víctima de las peculiaridades idiosincrásicas de su partido. Mencionemos dos de ellas.
Se exagera al afirmar que el PNV es un movimiento (el pueblo vasco en marcha) y no un partido, una comunidad de fieles y no una asociación de afiliados, una organización con metagrama pero sin programa (dicho en la jerga de Unamuno), una ambigüedad calculada oscilante entre radicalismo y pragmatismo. Más atinado es el reproche de que carece de un proyecto estratégico definido, origen de planteamientos irrealistas y de oportunismos tacticistas. Porque un proyecto no consiste en señalar una meta y enfilar después cualquier vía de aproximación, sino que requiere articular un esquema preciso donde objetivos, valores, entorno, capacidades y limitaciones, líneas estratégicas y programas tácticos estén armónicamente entrelazados. Una estrategia explicitada permitiría comprender, por ejemplo, cómo se viaja desde el Arriaga hasta Lizarra, si un partido 'españolista' puede ser algo más que un aliado táctico, o por qué es injusto sostener que para el PNV la democracia tiene un valor sólo instrumental al servicio de otros fines. El lehendakari Aguirre se habría evitado igualmente la acusación inmerecida de hacer ostentaciones de republicanismo por mero interés nacionalista.
Pilar dogmático dentro de la organización peneuvista fue y es la dualización partido-gobierno, con la consiguiente política de incompatibilidades. En el fondo subyace la visión de un partido depositario de las esencias ideológicas (los principios y los objetivos últimos), al abrigo de las corruptelas y miserias del poder; incluidas las penurias tácticas que el pragmatismo impone. Semejante postulado ha sido fuente de tremendas tensiones, siendo la más grave la escisión de 1986. José Antonio Aguirre tuvo que soportar, frente al partido, descoordinaciones inexplicables en situaciones críticas; así las vacilaciones en el 18 de julio, las gestiones con el Vaticano, la posición tras el desastre de Villarreal, las negociaciones con los italianos o el plan de traslado de las tropas al frente del Este. Se ha aventurado la hipótesis de que todos los progresos democráticos y modernizadores realizados por el PNV, a lo largo de la historia, han sido obra de sus políticos y no del 'aparato', de los Aguirres e Irujos, que creían luchar contra el fascismo y no de cuantos pensaban, desde la retaguardia, que la guerra era cosa de españoles. La dialéctica entre ambos polos se ha mantenido hasta el día de ayer. Imaz e Ibarretxe intercambiaron suicidamente los papeles, el primero moderando el nacionalismo desde el partido, y el segundo radicalizándolo desde el Gobierno. Ambos fracasaron en el intento, a uno lo decapitaron los suyos y al otro lo apearon las urnas.
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