Delibes, en los ochenta. :: ARCHIVO FAMILIAR / CÍRCULO DE LECTORES
CULTURA

Delibes, al final del camino

El autor vallisoletano falleció ayer a los 89 años, dejando tras de sí un puñado de obras maestras Muere el escritor que mejor retrató Castilla con un lenguaje de una precisión inigualable

CÉSAR COCA c.coca@diario-elcorreo.com

Sábado, 13 de marzo 2010, 03:45

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La hoja roja en el librillo de la vida de Miguel Delibes apareció el 22 de noviembre de 1974, cuando Ángeles de Castro, su esposa, falleció a la temprana edad de 51 años. Unos meses después, al leer su discurso de ingreso en la Real Academia, un domingo de primavera extrañamente gris, en su expresión había más tristeza que satisfacción, más melancolía que emoción, porque no se había repuesto de la pérdida. No se repuso nunca. El escritor murió ayer, a los 89 años, tras haber sufrido una grave enfermedad con la serena dignidad de su personaje Eloy, el jubilado que consciente de su próximo final, de que le quedan muy pocas hojas en su librillo de papel de fumar, se dispone a consumirlas sin aspavientos.

Nacido en Valladolid el 17 de octubre de 1920, Delibes parecía predestinado a una carrera académica, como su padre, catedrático de la Escuela de Comercio. Y en su juventud dio los pasos debidos para seguir su trayectoria. Tras alistarse, ya en los últimos meses de la Guerra Civil, como voluntario en la Marina del Ejército de Franco para poder elegir arma -estuvo en el crucero 'Canarias'-, estudió Comercio, más tarde Derecho y se matriculó también en la Escuela de Artes y Oficios. Durante unos años, simultaneó la docencia en la Escuela de Comercio con su labor de periodista: primero como caricaturista y más tarde como redactor, siempre en 'El Norte de Castilla', periódico del que sería director entre 1958 y 1963.

Antes, en 1947, escribiendo, como lo haría siempre, en las cuartillas amarillentas que entonces se usaban en los diarios, terminó su primera novela: 'La sombra del ciprés es alargada', que le supuso el premio Nadal, por aquel entonces el más prestigioso de España. Era una obra inaugural, pero ahí está su estilo, ese «humor seco, castellano» que él mismo reconocía, y el escenario de casi todas sus obras. «Cada artista ha nacido para alumbrar el pedazo de mundo que le ha caído en suerte, y en mi caso ha sido la vieja Castilla», explicaba.

En ese libro muestra ya otra característica que lo hará inconfundible: el manejo del idioma, ese castellano preciso y expresivo que lo ha convertido en el escritor más respetado e influyente de la segunda mitad del pasado siglo. Nunca ocultó la fuente de su inspiración: el manual de Derecho Mercantil de Joaquín Garrigues. Leyéndolo, dijo, se aprende «a valorar los adjetivos y a escribir con frases justas, claramente y con sencillez». La marca de agua de su literatura.

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Un autor imprescindible

En los cincuenta se convirtió en un autor imprescindible de las letras españolas, siempre discreto y en el polo opuesto del modelo de «escritor bufonesco que era Cela en sus comienzos». 'El camino', su tercera novela, la historia de un niño en el momento de descubrir la vida, consolidó su prestigio. A partir de ahí, con regularidad, fue publicando una serie de obras notables: 'Mi idolatrado hijo Sisí', 'La hoja roja', 'Diario de un cazador'... Siendo aún director de 'El Norte de Castilla', cargo del que dimitió tras varios enfrentamientos con el ministro de Información, Manuel Fraga, publicó 'Las ratas'. Es otro de sus títulos mayores, en el que ofrece una visión de gran dureza y sin la menor concesión de la realidad rural de Castilla, centrada en Nini, un niño de once años que pesca ratas de agua para sobrevivir.

«No hace falta ser comunista para escuchar el clamor de los débiles y luchar por ellos», diría a modo de justificación y de guía de muchas de sus obras, en las que este escritor «poseído por la compasión» tomó partido por los indefensos. Años más tarde, 'Los santos inocentes' ratificaría ese impulso moral que de una o de otra forma se encuentra en todas sus páginas.

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Tras dejar la dirección de 'El Norte de Castilla' vivió durante unos meses en EE UU y a su regreso publicó 'Cinco horas con Mario', el largo monólogo de una mujer que rememora su vida junto a su esposo mientras vela su cadáver. La novela tuvo un éxito extraordinario y su versión teatral, protagonizada por Lola Herrera, aún mayor. Delibes era ya en ese momento el autor español más leído, por más que Cela, en parte por sus extravagancias, hubiese alcanzado una mayor popularidad.

La etapa final

Pero esa trayectoria personal y profesional de éxito se quebró con la muerte de su esposa. Fue como una mutilación. Quienes han tenido trato con él en todos estos años recuerdan que nunca volvió a ser el mismo. Incluso sus novelas se hicieron aún más oscuras, más pesimistas, y sólo la caza, su gran afición -también plasmada en un puñado de libros- parecía concederle unas horas de paz interior.

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Tras 'Los santos inocentes', comenzó a publicar con menos frecuencia. Con la Transición, además, cambiaron los gustos literarios y Delibes pareció quedar un poco al margen de las nuevas corrientes. Recibió el Príncipe de Asturias en 1982 y el Cervantes en 1993, pero muchos consideraban que su carrera estaba terminada. Cuando recogió el premio, como dándoles la razón, reconoció que un día, «al levantar los ojos de las cuartillas» y mirarse en el espejo se dio «cuenta de que era un viejo». Justo en el final de su discurso explicó que su mayor aspiración era conservar la cabeza suficiente para darse cuenta de cuándo debía frenar, detenerse «al borde del abismo y no escribir una letra más».

Ese momento no había llegado, porque en 1998 publicó 'El hereje', el más hermoso epílogo a una impecable trayectoria literaria. El mismo día que terminaba de corregir las pruebas de esa novela recibió el diagnóstico fatal: cáncer. «Eso me serenó, me dejó muy tranquilo, y acepté lo que venía, que no ha sido demasiado agradable», reconocía en una entrevista. La historia de ese libro agarra con tanta fuerza, el lenguaje es de una belleza tal, que muchos le reclamaron que siguiera escribiendo. Pero no fue posible. «Quedé tan tarado después de las operaciones a que fui sometido, tan disminuido en todos los sentidos, que perdí las ganas de rebuscar en mi cabeza las cosas que me quedaban por decir», afirmaba años después. «No me quejaba. Otros tuvieron menos tiempo. Le di las gracias a Dios y me dediqué a la vida contemplativa».

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Su biografía, que ahora se cierra, es también la de Azarías, el señor Cayo, Pacífico Pérez, el Mochuelo, los personajes con los que se identificaba porque en el fondo eran él mismo puesto en diferentes momentos y circunstancias de su país. «Ellos iban redondeando sus vidas a costa de la mía. Eran ellos los que evolucionaban y, sin embargo, el que cumplía años era yo», decía, y es inevitable no ver en la filosofía de esos personajes, en su lucha por la vida, la voz del propio autor. En esa voz está el uso del idioma como si fuera un cristal, de puro transparente, y ese impulso ético, esa defensa de los más débiles, a quienes convirtió en protagonistas. Como dice Carmen, el personaje central de 'Cinco horas con Mario', en su obra hay «decencia para exportar».

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