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ROBERTO RIVERA
Martes, 30 de junio 2009, 04:50
Sobre el papel, todos los elementos se posicionaron contra la Batalla del Vino que se libró en la mañana de ayer sobre los Riscos de Bilibio. Desde el aguacero que machacó la moral de la tropa en la noche previa, forzando la retirada a sus cuarteles de buena parte del personal que pululaba a eso de las diez y media por el casco urbano del Concejo, y situó en cifras inusuales el índice de asistencia a la verbena que se vio de principio a resguardo de los toldos de los locales de la Paz. Hasta la densa bruma que se apoderó de la corona de los Montes Obarenes en las primeras horas de la jornada y que se exhibió amenazante ante el gentío que decidió afrontar la refriega y abandonó la ciudad con el aliento del sol para zambullirse en un espacio imprevisible. También el hecho de que la festividad de San Pedro se situase, dentro del calendario en jornada laboral, y plantease un serio inconveniente para la estadística.
Nada pudo, a decir verdad, con la mejor de las batallas que se recuerdan desde hace años por estos lares. La lluvia, que castigó la noche previa, se convirtió en revulsivo para el desarrollo de la contienda porque descargó en medio del bochorno y permitió que, a diferencia de años en los que el cansancio minó su asistencia, buena parte del ejército jarrero pudiese descansar en sus hogares confiando en el paso de la borrasca. La niebla no planteó mayor inconveniente que el estético (preciosa desde lejos en medio de los claros) y el visual (la lucha se afrontó en principio en un clima más espeso). Y los jóvenes se convirtieron, sorprendentemente, en el segmento más numeroso de un ejército que acabó movilizando a más de 3.000 efectivos, la mayor parte de ellos infantes decididos a emplearse en el cuerpo a cuerpo como si en ello les fuese la vida.
Contienda soñada
Así es como se definió el escenario de una batalla impecable, casi soñada, en la que los contendientes recurrieron a todo tipo de artilugios para destripar sobre las campas de los Riscos de Bilibio, y aún la cresta de su ermita, mejor vino que nunca. De la panza de sulfatadoras, baldes, palanganas, cazos, regaderas, 'tetra briks', pistolas, rifles de feria y, en menor medida que en citas precedentes, botas, partieron litros y litros de caldo que se estrellaron como una sacudida de color sobre los lomos y las cabelleras de los presentes para deshilarcharse, primero, sobre las campas y convertirse, después, en una riada que se precipitó hacia el camino de acceso, avanzando a quienes llegaban al campo de batalla de forma progresiva en qué términos se planteaba la lucha.
Fue buena y fue, en realidad, larga. Para quienes allí estuvieron para asistir al empujón del norte y la apertura de los cielos, y luego se presentaron en la Plaza de la Paz para recibir honores del gentío, sin duda alguna la mejor de cuantas se han librado en la última década. Mejor por contenido y forma que por cifras y récords estadísticos. Un ejemplo del que esperan aprender para las batallas del vino que, seguramente, están por llegar.
El problema es que la más esperada de las citas de las fiestas de junio esconde, en realidad, el principio del fin; que con las 'vueltas' amenizadas por las charangas y el respaldo del municipio se adivina la quema de la traca. Sirva de consuelo que el verano está al caer. Para mayor gloria.
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