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M. ARRATIBEL
Lunes, 11 de mayo 2009, 10:37
Los desórdenes alimentarios arrastran tras de sí una larga historia. Llegan testimonios de ellos desde la Grecia y la Roma antiguas. Pero sus causas no han sido desentrañadas hasta fechas recientes. Los estudios realizados en las últimas décadas los relacionan con la insatisfacción corporal y la búsqueda de modelos de perfección física.
La profesora de la facultad de Psicología de la UPV -con sede en San Sebastián- Aitziber Pascual detectó un vacío en el estudio del origen de estas patologías y decidió abrir una nueva vía de investigación: el campo emocional. Su trabajo, en el que han participado 433 mujeres de la comunidad autónoma vasca y Navarra de 18 a 33 años, lo ha plasmado en una tesis doctoral. Sus conclusiones relacionan las dificultades para manejar las emociones con el riesgo de padecer desórdenes alimentarios. Esta denominación engloba cualquier relación conflictiva con la comida y alcanza su expresión máxima en la anorexia y la bulimia.
El objetivo del trabajo, titulado 'Las emociones y la regulación emocional en los trastornos alimentarios' es, antes de nada, preventivo.
Los desórdenes alimentarios suponen una plaga que va en aumento en las sociedades desarrolladas. Y las emociones, asegura la profesora, «juegan un papel muy importante en el comienzo del proceso».
Necesidad de control
Pero no todas, matiza: sólo las que se perciben o resuelven de forma negativa. La ansiedad, la baja autoestima, la dificultad para identificar y expresar sentimientos, la huida de situaciones conflictivas y la necesidad de control constituyen síntomas de alarma.
Para el estudio se encuestó a un grupo de mujeres libres de trastornos alimentarios, otro grupo 'de riesgo', y un tercero con afectadas por este tipo de desórdenes. Contrastar los datos de los extremos -el primer y el tercer grupo- permitió determinar mejor los perfiles del grupo intermedio, el de riesgo. También se examinaron relatos autobiográficos de mujeres que han padecido estos problemas, incluidos los de alguna famosa, como la escritor vasca Espido Freire.
El primer grupo lo formaban mujeres con unas proporciones físicas normales y que no tienen dificultades para mantener su peso. Las del grupo de riesgo mostraban preocupación por la comida y el peso, y eran aficionadas a las dietas. En el tercer grupo, se encuadró a las afectadas de anorexia y bulimia. Todas ellas fueron escogida por sus hábitos. De entrada, no se tuvo en cuenta el factor emocional.
Las hipótesis, luego confirmadas, llevaron a la siguiente conclusión: lasque están en situación de riesgo y las que no presentan problema alguno son más parecidas en su desenvolvimiento exterior. Pero emocionalmente las del grupo de riesgo se identifican con las que padecen trastornos alimentarios. Con una salvedad: en estas últimas se acentúan más los rasgos negativos.
«Unas y otras presentan dificultades para identificar las emociones, ponerles nombres, expresarlas. Cuando sienten ansiedad, no la afrontan con estrategias positivas, sino que evitan el problema o niegan la emoción. Las personas con este perfil emocional tienen probabilidad de desarrollar trastornos alimentarios», advierte Pascual.
Las emociones se ocultan mejor que los hábitos, pero éstos ofrecen también indicios de lo que puede constituir en el futuro un desorden alimentario. «Jóvenes que empiezan con dietas o que no se gustan pueden estar en riesgo. También hay que prestar atención si tienen una lista de alimentos prohibidos, que luego van aumentando hasta pasar hambre, llegando a secuencias de privación/atracón. Esta dinámica, al final, se puede convertir en un hábito sin que se sepa bien dónde está el límite entre el riesgo y el trastorno grave».
Aitziber Pascual espera que su trabajo sirva para orientar futuras terapias para prevenir los trastornos relacionados con la alimentación. «Es necesario trabajar las emociones: aprender a ponerles nombre y no tener miedo a experimentarlas. No estamos acostumbrados, nos falta terminología emocional, pero se puede aprender», exhorta.
Reto educativo
Precisamente, cree que este vacío plantea un reto educativo. «Las nuevas generaciones de mujeres siguen identificando autoestima con el aspecto corporal y eso puede tener consecuencias muy graves», advierte.
Le secunda Espido Freire. En su libro 'Cuando comer es un infierno', señala algunas de estas implicaciones con toda crudeza: «Pienso en las barbaridades cometidas en nombre de la belleza, la virginidad o el papel de la mujer, y ninguna me parece más extrema, más dolorosa y grave que la actual obsesión por la delgadez y la juventud».
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