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LUIS HARANBURU ALTUNA
Domingo, 8 de marzo 2009, 03:32
«Durante su ya larga trayectoria histórica, el nacionalismo vasco no ha acabado de asumir que la sociedad vasca es una realidad plena, donde sus ciudadanos ejercitan con naturalidad su derecho a ser cada cual como es. El nacionalismo no acaba de hacer las paces con la Historia. Ni con el pluralismo de la sociedad real»
D ice Patxi López que el PNV no es una religión, ni tampoco un régimen, y la verdad es que no ha estado muy atinado al decirlo. Esperemos que sea mejor gobernante que teólogo. Porque lo cierto es que el PNV sí es el sustento de una religión de índole política y, desde luego, ha instaurado un régimen en Euskadi. Pero lo importante es que Patxi López ha dejado meridianamente claro que al PNV no le asiste más derecho a gobernar este país que el que sus votos le dan. Y ocurre que los votos han sido adversos a la fórmula del tripartito del que Ibarretxe era la cabeza. Los votantes hemos preferido el cambio.
El problema con los votos es que un buen nacionalista no acaba de asumir el que un voto suyo valga lo mismo que el de un ciudadano normal y corriente. El nacionalista piensa que su voto tiene un plus de valor, del que carece el del ciudadano normal. Por eso hablan de votos de oro quienes precisamente debieran de hablar de sufragios de plomo. En esto, el nacionalismo tiene un evidente déficit democrático, porque cuando formula su 'nosotros' no hace distinciones entre los votos de quienes se dedican a aniquilar al oponente político y los suyos propios. Según su ideología política los votos de quienes amparan a los que asesinan en nombre de la Euskal Herria soñada son tan válidos como los de cualquier otro ciudadano. No se apercibe de que es inmoral hablar de una mayoría política y sociológica si ésta incluye los votos vicarios de ETA.
Lo que ocurre, en el fondo, es que el nacionalista piensa que no todos los ciudadanos son iguales. Piensa que un ciudadano vasco que habla euskera no vale igual que el que no lo habla. Piensa también que quien posee una larga ristra de apellidos autóctonos no vale igual que quien se apellida López o García, a secas. Piensa, sobre todo, que el voto de quien se 'siente' nacionalista no vale igual que el del ciudadano que no lo es.
Afortunadamente vivimos en una sociedad política donde rige el principio de que el voto de todos los ciudadanos posee el mismo valor. Un hombre, un voto. Es el axioma que nos hace ciudadanos iguales y libres. La democracia parlamentaria, y nuestra democracia lo es, se basa en el principio de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, que la identidad no es un criterio político. Y, por eso precisamente, uno de los problemas más acuciantes de nuestra convivencia es que el nacionalismo vasco no acaba de asumir la primacía política de la sociedad sobre la propia comunidad. Es por eso que hablan de un pueblo en marcha o de construcción nacional. Piensan que nuestra sociedad es una entidad inconclusa que está lejos de obtener no se sabe qué perfección territorial o metafísica. Piensan los nacionalistas que vivimos en un estado permanente de excepción y alerta, en aras a la obtención del derecho a ser. Durante su ya larga trayectoria histórica, el nacionalismo vasco no ha acabado de asumir que la sociedad vasca es una realidad plena, donde sus ciudadanos ejercitan con naturalidad su derecho a ser cada cual como es. El nacionalismo no acaba de hacer las paces con la Historia. Ni con el pluralismo de la sociedad real.
Nuestra realidad moderna y actual como sociedad plural y madura, lejos de ser una virtud democrática, es para el nacionalismo vasco un vicio y una carencia que pretende corregir o reconstruir propugnando una comunidad cultural y políticamente homogénea.
La resistencia a abandonar la gestión del Gobierno vasco no es sólo la consecuencia del natural apego al poder tras su largo disfrute, es sobre todo el corolario de una conciencia política que ha patrimonializado Euskadi como una finca. Cuando en el año 1986 Txiki Benegas renunció a ser el primer lehendakari socialista, en nombre de la prudencia política y de la gobernabilidad, cometió un grave error precisamente porque el nacionalismo lo entendió como el reconocimiento de su derecho patrimonial de gobernar Euskadi. El desdén y el menosprecio con el que el PNV correspondió al gesto de los socialistas puso de relieve la sectaria mentalidad política del nacionalismo vasco. De nada sirvió la esplendida tarea política de hombres como Jáuregui, Buesa, Recalde y Marín, entre otros, ya que el nacionalismo continuó tratándolos como a intrusos.
El socialismo vasco le gana al PNV en abolengo histórico y legitimidad democrática. El socialismo de Perezagua, Meabe, Prieto, Buesa y Onaindia tiene mejores credenciales históricas y democráticas que todas las cacareadas ensoñaciones del nacionalismo sectario, incapaz de vertebrar una sociedad de personas iguales y libres. Basta ver, tras casi tres décadas de poder ininterrumpido, la herencia que el PNV nos deja en lo político: una sociedad dividida en la que la violencia abertzale ha logrado entronizar sus quimeras en el seno del resto del nacionalismo.
En lo económico, la herencia es la de un país empobrecido donde la Administración pública alcanza unas dimensiones grotescas por su tamaño y su ineficacia. La crisis económica no hará sino acentuar las graves carencias estructurales de la economía vasca. La tan cacareada bonanza económica de los vascos ha de contrastarse con el 'lucro cesante' que ha supuesto la ensoñación abertzale. Si a Euskadi le ha ido bien en lo económico, lo ha sido a pesar del nacionalismo y gracias al trabajo e impulso de sus ciudadanos más emprendedores que han tenido que sortear la inercia nacionalista.
En lo cultural, la herencia nacionalista es más bien raquítica: si obviamos las franquicias logradas a golpe de talonario, poco hay de novedoso y sólido. Nuestros artistas se ven abocados a crear en la más desnuda intemperie e incluso la cultura euskaldun no acaba de lograr su afianzamiento y desarrollo pese a la pretendida munificencia de la política de subvenciones. La literatura vasca en su conjunto es un campo yermo en el que tan sólo descuella algún que otro tótem institucional.
Pero la peor de las herencias que el nacionalismo nos deja es la miseria moral y ética en que la sociedad vasca se halla inmersa. La tremenda desolación que las víctimas del terrorismo nacionalista de ETA han padecido hasta ayer es una evidencia que clama la pobreza moral de un nacionalismo que para mayor sarcasmo lleva en sus siglas el nombre de Jaungoikoa. La Historia habrá de juzgar a quienes desde el poder hicieron la vista gorda al terror y al fanatismo, y que incluso en algún momento los utilizaron en beneficio propio. La cobardía moral de quienes callaron ante la barbarie jamás tendrá justificación ni acomodo.
Afortunadamente nuestra democracia liberal y parlamentaria nada tiene que ver con la democracia orgánica que en el pasado nos subyugó, ni con aquella democracia vasca censitaria que Aitzol proclamaba. En nuestro sistema democrático donde cada ciudadano vale un voto, la mayoría parlamentaria es la que habilita al gobierno; Patxi López es capaz de suscitar una mayoría que Juan José Ibarretxe no es capaz de sumar y desde esa legitimidad, está no sólo autorizado, sino incluso obligado, a formar un gobierno que cambie el régimen instaurado por el PNV durante tres décadas.
Se ha dicho que la mayoría parlamentaria de Patxi López no se corresponde con la mayoría social del país, que sigue siendo nacionalista. Tal afirmación, sin embargo, oculta la realidad de que no toda la comunidad nacionalista comulga con los mismos principios. Afortunadamente, frente a lo que afirman los cuarteles generales de los partidos políticos nacionalistas, existen muchos votantes nacionalistas que anteponen a su credo político la decencia moral y ética del repudio al terror y al sectarismo. Existen muchos nacionalistas que se resisten a ser incluidos en el 'nosotros' que acoge a los que matan y destruyen en nombre de Euskal Herria. Afortunadamente, también en el seno del nacionalismo vasco, la pluralidad es una realidad incuestionable y son muchos los que se pretenden demócratas y ciudadanos antes que nacionalistas: ellos son la evidencia de que la supuesta mayoría sociológica del nacionalismo no es más que una entelequia interesada.
Patxi López se está enfrentando con entereza y decisión a la presión política de quienes quieren que nada cambie en este país que tanto necesita de la reforma y del cambio. Patxi López no es, tal vez, un líder carismático pero posee la mejor de las virtudes políticas: es un hombre sensato y es capaz de concitar el concurso de los mejores. Suerte.
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