El milagro Cavadas
El cirujano español más arriesgado relata la historia de su vida y los preparativos de su nuevo reto: el trasplante de cara. Ya tiene candidatos «Todo vale en el quirófano si el fin es mejorar la calidad de vida del paciente»
FERMÍN APEZTEGUIA
Domingo, 30 de noviembre 2008, 10:25
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A Pedro Cavadas, África le cambió la vida. Estaba acostumbrado a recorrer las calles de Valencia en su tercer 'Porsche', con Supertramp y Alan Parsons pasados de revoluciones, cuando el continente negro se cruzó en su camino. «Habíamos ido a Kenia a hacer turismo de adrenalina, con la idea de salvar a unos cuantos negritos y volvernos a casa. Pero después de aquel viaje nada fue igual». Tras muchos años comportándose «como un quinceañero, intentando mear más lejos que los demás», el reconocido cirujano descubrió en la frontera entre Kenia y Uganda que «el mundo real está en África, no es el nuestro». No se lo pensó dos veces. Regresó a su ciudad, malvendió el «carromato» -que es el término con el que él se refiere al 'Porsche'- y el dinero que obtuvo con la operación se lo envió a un africano que había puesto en marcha un programa de educación de niños. Después, se compró «un 'jeep' barato, el más económico» que encontró, y comenzó a construir, sin quererlo, la leyenda que desde entonces le rodea.
Convencido de que en el quirófano «todo es lícito si el fin es mejorar la calidad de vida del paciente», Pedro Cavadas se ha convertido con 43 años en el cirujano plástico más popular de España gracias a sus operaciones al límite de lo imposible. Su nombre es noticia tanto por la espectacularidad de su trabajo como por su capacidad para resolver lo que para el resto de la especialidad ya no tiene remedio. Ha trasplantado con éxito manos perdidas veinte años atrás; ha reconvertido un brazo derecho en izquierdo; ha salvado el de otro paciente cosiéndoselo durante días a una pierna; ha recompuesto penes, cráneos... Y ahora, el más difícil todavía, se prepara para un trasplante de cara.
Con semejante tarjeta de presentación, no es de extrañar que su consulta, lo más parecido que hay al santuario de Lourdes, esté siempre a tope. «Que conste que soy agnóstico por la gracia de Dios», puntualiza. Cada tarde que recibe, atiende a una media de unos 50 pacientes, desde las cuatro hasta las «nueve, las diez o las once de la noche». Cientos de personas, más bien miles, llaman a su puerta conscientes de que se trata de la última esperanza. «Eso para mí es muy gratificante, no lo niego. Es todo un reto, pero también una responsabilidad muy importante, que me obliga a estar siempre al día de los últimos tratamientos. Si yo les digo no, ellos saben que se acabó, no hay más».
Infancia perdida
Pedro Cavadas dirige en Valencia una clínica privada y una fundación con su nombre, que le sirve para agradecer a África el sentido que un día dio a su vida. Amante de la aventura y la naturaleza, tiene en marcha varios programas de salud en Kenia y Tanzania, que visita cuatro veces al año durante quince días. La mayor parte de su tarea allí consiste en curar heridas abiertas. «En África, las peores fieras son las personas. Las disputas por un simple pozo de agua se resuelven a machetazos o a tiros».
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La atención a los niños también forma parte de su misión humanitaria. En algunas zonas, muchos menores son víctimas de rituales contra el sida que acaban en salvajes mutilaciones de pene. Cuando la atención a los chavales requiere un cuidado mayor que el que la expedición puede propiciarle, el cirujano se los lleva a su casa de Valencia, donde la terapia comienza por enseñarles cómo funciona un interruptor de luz o cómo se abre y cierra un grifo. La cirugía de campaña que practica en Kenia y Tanzania es el reverso de las grandes operaciones, con tecnología punta, que practica en su clínica y en el hospital La Fe, donde se forjó. Aquí, como allí, su filosofía de trabajo es la misma: «nadie que requiera de mí un tratamiento se va a quedar sin él por falta de dinero». He ahí el sentido de su fundación.
El especialista valenciano fue el tercero de cinco hermanos en una familia de clase media, que le educó en la constancia, la solidaridad y, sobre todo, en el valor del estudio. Creció entre 'El hombre y la Tierra' y 'Mazinger Z', pero fue de los niños que jugaba poco, ni siquiera a médicos, y veía menos televisión. «Muchas veces he sentido que he perdido la infancia y la juventud de tanto estudiar, pero no me arrepiento», afirma. Animales, minerales y fósiles le fascinaban tanto de crío que lo lógico hubiera sido que estudiara «Biológicas, Veterinaria o Paleontología». Pero como todo en su vida, según cuenta, una carambola hizo que terminara en la Facultad de Medicina, «sin saber de qué iba ni por asomo».
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Su primer día de quirófano tuvo lugar en cuarto de carrera, en el Clínico de Valencia. «Lo recuerdo bien. Estaba calladito, quietecito, no me atrevía ni a respirar. Hubo que hacerle a un paciente un legrado, que es un raspado en la superficie de un hueso. Está claro que para eso no me necesitaban a mí, pero aquella experiencia me encantó», dice pronunciando con énfasis las dos últimas palabras. Terminó la carrera con las mejores notas, se doctoró cum laude y culminó su formación en La Fe, después de haberse colado por varios quirófanos de Estados Unidos en San Francisco, Detroit, Dallas y Alabama. Sólo iba a mirar. Quería saberlo todo.
Historia de dos princesas
«Tengo habilidades innatas, como mi capacidad para el estudio y otras que me enseñaron de pequeño, como el esfuerzo y la constancia, pero el 90% de mi éxito se debe a las horas que he dedicado y dedico a estudiar». El día que tuvo que elegir especialidad se inclinó por la cirugía plástica y reparadora, pero se prometió a sí mismo no gastar su conocimiento en la estética. «No me gusta, cero patatero». Luego buscó un campo propio. «En la Residencia aprendí que si quieres tener trabajo hasta hartarte, tienes que dedicarte a lo que no se dedica nadie. Y como se trataba de eso, elegí la microcirugía».
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Alto, bien parecido, con un rostro que recuerda inevitablemente a Adrien Brody, el actor de 'El pianista', de Roman Polanski, Pedro Cavadas (1965) es un hombre divorciado, que se deshace en elogios hacia su ex esposa y que hace malabares para dedicar el mayor tiempo posible a sus hijas. Son dos princesas que llegaron de China con «un añito» y ahora tienen ya 8 y 4. La mayor se llama Ruolan, la pequeña Xiaodan y las dos «están para comérselas».
No le gusta el fútbol, ni el tabaco. Tampoco lleva bata blanca, ni es amigo de trajes y corbatas porque, según dice, eso de «disfrazarse de médico» no va con él. Su jornada de trabajo es tan larga, desde las ocho y media de la mañana hasta más allá de las nueve de la noche, que a menudo se le puede ver por la clínica sin comer, mordisqueando mendrugos de pan. Tiene claro que lo primero es atender el dolor de sus enfermos, el físico y el emocional. «Los pacientes son, para él, más importante que cualquier otra cosa en la vida», anota su hermana Virginia, que dejó veinte años como promotora inmobiliaria para sumarse al proyecto de Pedro y ser su contable, su agenda, su relaciones públicas.
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Lo que dice no es amor de hermana. La Sociedad Americana de Microcirugía quiso reconocer su trabajo «como referencia mundial en el campo de los trasplantes» entregándole un premio a su carrera en Nueva York; a última hora se negó a acudir porque tenía que atender una urgencia. Al presidente de Colombia, Álvaro Uribe, le pasó lo mismo. Un paciente le robó a su invitado. «Trabajo con muchos profesionales, todos muy buenos, pero lo de Pedro Cavadas es un caso único», subraya el anestesista José Rodrigo, un valenciano de 41 años que forma parte de su equipo desde hace tres y que comparte su profesionalidad entre el hospital La Fe y la Clínica Cavadas.
Sus detractores, los menos, le llaman 'doctor Frankenstein' por su capacidad para cortar y pegar brazos y piernas; por su don para devolver la vida donde no la había. El especialista valenciano, un hombre al que no le cuesta reconocer que «era la persona más vanidosa del mundo, pero ya me he curado», las críticas le importan un bledo. «En todas las profesiones hay recelos y envidias, no puedo evitarlo», responde quitando importancia al comentario.
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Como David Copperfield
No se considera un mago. Dice que lo suyo es el resultado de la unión casual de tres circunstancias. A la habilidad especial de sus manos, seguramente innata, se suman la puesta en práctica del conocimiento médico anterior y el riesgo que, como profesional, asume cada vez que un afectado le pide que valore los riesgos de su intervención y ambos apuestan por tirar adelante. «Si fuera mago, mi trabajo estaría más próximo al de David Copperfield que al de Juan Tamariz porque, para bien o para mal, la mía es una cirugía muy vistosa».
Habla de sus operaciones como un padre de sus hijas y, claro, le cuesta elegir. La que le convirtió sin quererlo en una estrella mediática fue la del brazo del camionero cosido a su pierna durante nueve días con el fin de mantenerlo vivo. Ocurrió en 2004 y su nombre pasó a la historia de la Medicina por ser la primera vez que se hacía algo así. Hace unos días, vivió una de las intervenciones más largas y que más le han hecho sudar. Era un hombre con un cáncer en la base del cráneo, «y una operación con mucho riesgo y de incierto resultado». «Fue una magna cirugía. El paciente está bien», dice orgulloso.
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El nombre de Pedro Cavadas estará para siempre ligado al de Alba Lucía, una colombiana que perdió sus dos manos con 19 años y que el cirujano valenciano se las devolvió con 48. Pero ya es el pasado. Ahora, el experto sueña con un trasplante de rostro. Se han hecho dos en Francia con buenos resultados y otro en China, con peores. Tiene varios candidatos. «Estoy convencido de que no tendrá problemas de identidad porque, está claro, la que le pongamos no será su cara. Pero ni esa, ni ninguna otra -razona- porque su rostro se perdió. A nosotros nos toca darle un aspecto humano, que no genere rechazo y le ayude a socializarse con normalidad y llevar una vida psicológica aceptable».
Todos los pacientes tienen un hueco en su corazón. Los que han pasado y los que llegarán. «Mi trabajo, de momento, me divierte mucho. Cuando deje de hacerlo me iré». Lo tiene decidido. «Me marcharé a vivir al sur de Kenia. Me gusta el orgullo de aquella gente, los masais. La historia del hombre, nuestra historia, empezó allí. De alguna manera, siento la necesidad de volver al sitio donde comenzó todo. Me provoca una sensación de respeto enorme». Cavadas ya está estudiando suajili.
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