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El Museo Marítimo de Bilbao exhibe un mural del 'Habana', en el que Begoña y Antonio zarparon hacia Leningrado. / MITXEL ATRIO
Desde Santurce a Leningrado
ACTO EN BILBAO

Desde Santurce a Leningrado

Begoña Lavilla y Antonio Herranz han regresado a casa desde Moscú para unirse a los 'niños de la guerra' homenajeados esta semana

J. MUÑOZ

Domingo, 15 de junio 2008, 05:53

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«A la vejez, viruelas», dicen Begoña Lavilla, de 80 años, y Nicolás Herranz, de 81. Ella era una adolescente cuando contempló hileras de prisioneros alemanes vestidos con harapos, después de que Stalin doblegara a Hitler en Rusia. Él fue intérprete de un general soviético des-tacado en Cuba durante la crisis de los misiles de 1962, y llegó a tratar fugazmente a Fidel Castro y a su hermano Raúl, aunque también se cruzó con el Che Guevara.

Begoña y Antonio tienen varias cosas en común: ambos nacieron en Santurtzi -aunque Antonio vivió luego en Barakaldo- y residen en Moscú, donde se casaron con sendos ciudadanos rusos. Pero, sobre todo, zarparon juntos de Santurtzi en junio de 1937, a bordo de un barco que, premonitoriamente, se llamaba el 'Habana'. Esta semana han regresado de nuevo a Euskadi invitados por la Fundación Idi Ezkerra, para rememorar el periplo de los miles de menores que fueron evacuados durante la Guerra Civil a la extinta Unión Soviética, México, Francia, Bélgica y Reino Unido. Los organizadores han reunido a unos 50 'niños de la guerra' y, entre otros actos, han montado una emotiva exposición fotográfica en el Museo Marítimo de Bilbao, donde también han exhibido varias películas.

«Llama la atención lo obsesionada que está la gente con el dinero en Bilbao», confiesa Begoña, mientras intenta reconocerse entre los chavales que aparecen en las fotos expuestas en el Museo Marítimo, que están distribuidas por países de acogida. Ella se detiene en la sección 'Sobietar Batasuna'. «En los tiempos de la Unión Soviética -comenta- no teníamos mucho que ofrecer, pero si venía alguien de fuera, llenábamos la mesa como podíamos para que no se nos cayera la cara al suelo, como dicen los rusos cuando quieren expresar la vergüenza. Ahora, las tiendas de Moscú están llenas, pero no hay con qué comprar».

«La condición humana»

Begoña recita en voz baja una letanía de la era soviética, algo parecido a 'Lenin siempre está contigo'. Antonio Herranz, que estaba paseando por el museo, tercia en la conversación: «Se habla del pasado. Unos dicen esto y lo otro. Cuando llega una época nueva, desaparecen las placas de las calles, y llueven las críticas contra los que ya no están. Pero hasta ese momento nadie había abierto la boca. Es la condición humana. Hubo que vivir aquellos tiempos para saber lo que realmente ocurrió y lo que se sufrió».

Antonio se ha traído de Rusia un álbum de tapas rojas de plástico que contiene las fotos de su vida. La primera es una vista del monte Serantes, de Santurtzi, que se alza sobre el rompeolas del Abra y sobre las campas del barrio de Mamariga, hoy urbanizadas. En otra instantánea, Antonio posa junto a su hermano, que también fue evacuado a Rusia. Ambos están sentados respetuosamente en un pupitre, junto a un maestro de Barakaldo que viste traje y corbata. «Y este retrato es de mi madre -añade-. Me lo dio al despedirnos».

Cuando se marcharon a Rusia, hace 71 años, los niños del 'Habana' y sus padres pensaban que iban reencontrarse al cabo de unos meses. Eran muy pequeños para intuir por dónde les llevaría la vida. Hicieron escala en Francia y navegaron rumbo a Leningrado, la ciudad que fundó Pedro el Grande sobre unas marismas del río Neva y que ha vuelto a llamarse San Petersburgo.

Las autoridades rusas los alojaron en la soleada Crimea, a orillas del Mar Negro, pero cuando el Ejército de Hitler invadió la Unión Soviética, en 1941, fueron a trabajar a las fábricas de armamento de Sarátov, una ciudad situada junto al río Volga, a 858 kilómetros al sureste de Moscú, que es la cuna del legendario astronauta Yuri Gagarin y del magnate petrolero Roman Abramovich, propietario del Chelsea y gobernador del distrito diamantífero de Chukotka.

«Las rusas y nosotras éramos diferentes. Ellas hacían ganchillo y nosotras, punto», comenta Begoña. Estudió para enfermera, pero en Sarátov tuvo que ensamblar piezas de aviones de combate cuando apenas tenía 13 años. Su fábrica estaba casi pegada a la de Antonio, un adolescente que producía las cajas de cambios de los tanques soviéticos. A los chicos españoles los reclutaron porque Stalin se había llevado al frente a todos los hombres que encontró y se quedó sin trabajadores. Fueron unos tiempos difíciles, pues Sarátov fue duramente castigado por los alemanes. «Las llamas envolvían la fábrica después del bombardeo», recuerda Begoña.

Las personas mayores que han respondido esta semana al llamamiento de la Fundación Idi Ezkerra son la historia viva del siglo XX, el más inhumano de todos. Begoña y Antonio abandonaron el País Vasco para huir de los incursiones aéreas de la contienda española, las primeras dirigidas expresamente contra la población civil; pero a lo que realmente sobrevivieron fue a una guerra de exterminio entre alemanes y eslavos. «Tuvimos que educarnos solos en aquellos tiempos difíciles, y no ha estado tan mal», concluye Antonio Herranz.

Cuando Hitler fue derrotado, él y Begoña Lavilla estudiaron, se casaron y criaron dos hijos cada uno. «Me gradué como ingeniero de construcción -cuenta Antonio-. Encontré una rusita guapísima de Moscú. Resultaba difícil establecerse allí, pero ella tenía un metro cuadrado de vivienda. Era el espacio de que disponíamos».

Destinado como jefe de obra, Antonio supervisó la construcción de cientos y cientos de pisos en la capital rusa; sobre todo, en el distrito de la estación Kievskaia. «Cuando Stalin obligó a los prisioneros alemanes a dar la vuelta entera a Moscú en 1943 -relata-, sólo había un cinturón alrededor de la ciudad. Hoy existen tres circunvalaciones y están construyendo la cuarta».

El deshielo

La capital se ha enriquecido con el auge del crudo y de las materias primas, pero muchos supervivientes de los niños de Rusia llegan a fin de mes gracias a las ayudas oficiales de España. Begoña aconseja viajar al Moscú de los 'nuevos ricos' en julio. «Tenemos doce meses de invierno y el resto, de buen tiempo», bromea. «La peor época es el deshielo entre marzo y abril, con esos días tan tristes de eternas nubes bajas».

Antonio, en cambio, recuerda el cálido Caribe, los días febriles de 1962, en los que su misión consistía en traducir los mensajes rusos a la cúpula militar de Fidel Castro, mientras la Administración de Kennedy y el régimen de Khrushchev parecían precipitarse a una guerra nuclear. «Quienes estábamos en Cuba no teníamos una idea clara de lo que ocurría fuera», asegura el 'niño de la guerra', que había logrado salir vivo de la Segunda Guerra Mundial y se encontró en el epicentro de la tercera.

«Todos los días sobrevolaba la isla un avión americano que la fotografiaba palmo a palmo. Los cubanos no le podían acertar porque iba demasiado alto, de modo que preguntaron a los rusos si tenían algo para darle. Así empezó todo», razona Antonio.

El secretario norteamericano de Defensa en aquella época, Robert S. Macnamara, hoy nonagenario, afirma que el planeta estuvo a un paso del holocausto atómico -suele alzar la mano y unir las yemas de los dedos pulgar e índice para componer un elocuente 'a esto'-. «Me parece excesivo -replica Antonio-. Antes los americanos tenían que haber invadido Cuba».

La crisis se resolvió, pero lo más importante es que Antonio y Begoña están vivos para contarlo.

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