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A finales del siglo XIX, cuando el boom minero e industrial, la violencia se incrementó en Bilbao y alcanzó una intensidad desconocida en la villa tradicional. La prensa de 1890 daba diariamente cuenta de incidentes delictivos. «Los agentes de vigilancia condujeron ayer a la cárcel ... a los ocho maleteros de los treinta y seis que fueron detenidos». También a cinco sospechosos de «los que se dedican por ahí a timar a los incautos por medio del consabido juego de las bolitas».
El periódico advertía que en la calle Gordóniz (por entonces, poco más de una senda hacia Rekaldeberri), junto a las cocheras del tranvía de Santurtzi, cerca de la Casilla «viven en unas casuchas varias personas, hombres y mujeres, dedicadas a la mendicidad», a la que se veía peligrosa. Entre ellos había algunos ancianos, «dignos de ser socorridos por las gentes caritativas», con derecho a ser mendigos, por tanto. Pero también «varios jóvenes» que podían trabajar, no lo hacían y preferían vivir pidiendo limosna. Además, alquilaban «criaturas» para mover a la compasión. Este era un ardid inadmisible, aseguraban: la sociedad se tenía por caritativa, pero aquello privaba «a los verdaderos pobres del socorro de las almas nobles y generosas».
Los «sospechosos» venían a ser una categoría en sí mismos. Este parece ser el caso de María García, alias Morrotorcido, que fue detenida y llevada a juicio oral por hurto de 2.500 pesetas -una buena cantidad- a Tomás Gandarias, con quien mantuvo una breve conversación, intrascendente, a las diez de la noche del 31 de julio de 1891. Gandarias notó luego que le faltaba la cartera y, aunque no sabía si María se la había quitado, la acusó. No debía de estar claro, pues en el juicio sólo se alegó que era «mujer de medianos antecedentes» y que unos días antes, junto a San Nicolás, se acercó a Felipe Revuelta, con el pretexto (falso) de que le había conocido en Madrid. Como pruebas no eran gran cosa, por lo que la mujer quedó libre y absuelta. Le pedían dos años, once meses y un día. Es posible que el denunciante fuese el empresario Juan Tomás Gandarias, por la elevada cantidad que portaba y porque no se presentó al juicio y el juez decidió que fuesen todos (fiscal, abogados, acusada, etc.) a su casa a tomarle declaración, deferencia sólo comprensible si era una persona destacada.
Los principales delitos, los crímenes, se caracterizaban en Bizkaia por su relativa espontaneidad. Con frecuencia sin ánimo de lucro, solían arrancar de venganzas o malquerencias y estaban provocados o avivados por el alcohol. La gran mayoría los cometían y sufrían gente humilde.
Un homicidio característico de aquella época tuvo lugar en una taberna de Erandio el 1 de setiembre de 1890. En la trifulca participaron ocho hombres. Enrique Rendueles aseguró que bailaría con un vaso de vino en la cabeza sin verter su contenido. Bailó, pero no consiguió su propósito. «Hombre, eso lo hace cualquiera «, ironizó Manuel Fernández, que estaba en otra mesa, junto a su amigo Ángel Vidal. El comentario dio lugar a una reyerta de cuidado, difícil de reconstruir.
Enrique agredió con un puñal a Manuel y se inició una confusa pelea entre todos. Resultó muerto Ángel Vidal. Murió por golpes recibidos con un objeto contundente, seguramente un bolo. Lo raro es que fue acusado del homicidio Manuel Fernández, su amigo. No debía de estar bien instruido el caso, pues todo resulta incongruente. En el juicio, Manuel aseguró que actuó en defensa propia. El fiscal lo admitió. El crimen no fue premeditado, arrancó por una nimiedad y estuvo influido por el alcohol, lo que provocaría una pelea en la que participaron todos, sin rencores previos (conocidos) y sin propósitos definidos, pero con resultado mortal.
El alcohol estuvo también presente en el homicidio cometido en Sestao, calle la Vizcaya, el 10 de abril de 1892. De nuevo empezó el asunto en una taberna, la de Manuel García, alias Pombo. Conocemos el nombre de seis clientes y sabemos que había más. Estaban «en estado de embriaguez muchos de ellos», lo que explica que otra insignificancia acabase en tragedia. Uno de los bebedores, Francisco Acebo, cogió un vaso de vino y lo fue pasando sucesivamente a los demás para que bebiesen. Todos echaron un trago, salvo Baltasar Sotelo, que se negó porque «no tenía ganas de beber o no quería». Francisco le pegó un fuerte golpe. Baltasar reaccionó airado, dándole de bofetadas. El incidente, una nimiedad, dio lugar en la calle a una pelea entre siete hombres, con palos y armas blancas. Cuando Baltasar Sotelo cayó «de dos puñaladas» los demás huyeron. Los serenos sorprendieron a dos hombres mal heridos, José Díaz y Baltasar Sotelo, que murió inmediatamente.
La riña entre Nicolás Estébanez y Cenón Mendoza acabó con la muerte del primero. Ambos eran huéspedes en casa de Isidoro Zudaire, en el Desierto de Sestao, cerca de la siderurgia. El juicio no determinó la razón de la riña, pero sí que ambos salieron desafiados de casa, a las diez y media de la noche. Mendoza admitió haberle dado una puñalada a Estébanez y aseguró que luego se marchó, pero no parece verosímil, pues Nicolás recibió 32 puñaladas, de modo que hubo ensañamiento. Después, el muerto fue arrastrado por dos personas, por lo que otro huésped fue considerado también homicida y, como Mendoza, condenado a 16 años. En el juicio a Mendoza le dio «un síncope» y se lanzó a morder a quienes tenía cerca.
Con frecuencia la miseria era una amenaza real para muchos trabajadores. Lo que le pasó a Benito Idárraga Azpitarte demuestra que todo dependía de poder trabajar. Lo había hecho en la mina El Morro, de Santutxu, y vivía en Ollerías Bajas, 14. Tuvo un accidente en la cantera, que le dejó en casa durante un tiempo. Cuando se sintió recuperado, volvió a la mina, pero el encargado le indicó que no podía admitirle, por sus condiciones de salud. A la postre, el accidente en la cantera le resultó fatal. Volvió a casa a la tarde, con «síntomas de desesperación y tristeza». Contó a su mujer lo sucedido y le pidió la cena. Cuando ella fue a la cocina se tiró por la ventana -vivía en el tercero-. Dio con una farola y cayó a la acera. Aún pudieron llevarlo al cercano Hospital Civil, pero murió esa noche. Tenía 39 años, era de Mallabia y dejó mujer y dos hijos de corta edad. Un drama más, que no provocó sorpresa. La noticia incluía una anotación chusca: el «digno señor instructor» y el alguacil se personaron en el Hospital «pero no pudieron tomar declaración al suicida por encontrarse agonizando».
Resultan muy escasos los delitos sexuales que llegaban a la prensa. Quizás se evitaba su difusión. De hecho, el probable parricidio que se descubrió en abril de 1892 no fue seguido por la prensa con la atención de otros crímenes, pese a que resultaba sórdido y tenía preocupantes implicaciones sexuales.
Se tituló como «Suceso grave en Las Mimbres», un paraje que estaba (y está) en la parte alta de Miribilla. Allí vivía Evaristo Ortiz, de 28 años y natural de un pueblo de Cantabria. Estaba casado con una mujer mayor que él, que tenía dos hijas de un matrimonio anterior. Pues bien: se descubrió que el hombre maltrataba «cruelmente» a su mujer y a sus hijastras. Se supo además que había tenido un hijo con la hijastra mayor y que la criatura había desaparecido. A su mujer e hijastras les dijo que había llevado el niño a su pueblo, donde le cuidarían, pero el recién nacido ni siquiera estaba registrado. Acabó confesando que lo había enterrado entre Mirivilla y el hospital militar que se estaba construyendo. Alegó que el niño había muerto por causas naturales, pero no resultaba creíble, por lo que fue acusado de parricidio. Se supo que quería también abusar sexualmente de la segunda hijastra.
La prensa, que relató esto con contenida indignación, parecía considerarlo un incidente más de la sociedad violenta que se había gestado en la periferia de Bilbao.
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