La triste herencia del Burro, matón bilbaíno: un apodo, un carácter pendenciero y un final violento
TIEMPO DE HISTORIAS ·
Las vidas de Félix Picaza y su hijo Fermín, así como sus muertes con solo dos años de diferencia, permiten atisbar los bajos fondos de la capital vizcaína a principios del siglo XXEn el Bilbao de principios del siglo XX no escaseaban los personajes ilustres: de hecho, buena parte de nuestro callejero actual se nutre de los ... próceres y potentados de aquella ciudad que se modernizaba a paso rápido y rondaba ya los cien mil habitantes. Pero había otros ilustres que nunca tendrán placas a su nombre y apenas han dejado huellas individualizadas en la historia, aunque en su momento eran ampliamente conocidos por la ciudadanía. Aquel Bilbao portuario y pujante, al que llegaban miles de menesterosos en busca de una oportunidad en la minería y la industria, había desarrollado unos bajos fondos muy activos por los que deambulaban personajes temibles y brutales. Eran lo que entonces se solía llamar 'gente del bronce', sujetos que frecuentaban las tabernas y burdeles de los 'barrios altos' (Cortes, Miribilla...) y que no se echaban atrás ante la violencia, más bien todo lo contrario.
Los Picaza, padre e hijo, fueron dos de esos individuos poco recomendables, con la peculiaridad de que su dimensión pública nos permite echar un vistazo a ese esquivo universo a través de la hemeroteca. Ambos (Félix, el padre, y Fermín, el hijo) están unidos por tres rasgos principales, como elementos de una lamentable herencia familiar: cargaban con el mismo apodo, ya que a los dos los conocían por el significativo mote de Burro; exhibían también un carácter similar, bravucón y pendenciero hasta el disparate, al que daban salida a través de ocupaciones turbias e incontables conflictos cotidianos; y, en fin, las vidas de ambos terminaron de forma violenta con solo un par de años de diferencia. En realidad, también compartían alguna cosa más: en 1902, por ejemplo, una sentencia los condenó a ambos a un mes y un día de arresto mayor por un delito de lesiones, además de imponerles el pago de una indemnización conjunta de 32 pesetas a su víctima.
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Félix, el padre, es un viejo conocido de esta sección a través de su protagonismo en 'el caso de la mujer desaparecida', que tuvo en vilo a los bilbaínos de 1897. El Burro, que entonces trabajaba de carretero para un almacén de vinos, fue el principal sospechoso del asesinato de Rafaela Pérez, una riojana de vida desgraciada cuyo cadáver apareció en una alcantarilla de la calle Fernández del Campo. Rafaela había sido pareja de Félix, un tipo al que las crónicas de la época describen como un auténtico coloso de fuerza hercúlea y carácter intratable. El juicio terminó con una discutida sentencia absolutoria, pero la vista pública permitió comprobar hasta qué punto la víctima había sido sometida a un maltrato sistemático por parte del Burro: tres caseras echaron a la pareja de sus viviendas, incapaces de soportar más palizas de Félix a Rafaela, y todos los conocidos de la mujer se habían acostumbrado ya a encontrársela con la cara amoratada, con marcas de dedos en el cuello o con rotos recién zurcidos en la ropa. Félix Picaza volvió a aparecer en la crónica negra en 1904, cuando tenía 50 años, estaba empleado como capataz en los muelles y era amante notorio de Carmen 'La Castañera', una mujer hermosísima que regentaba un puesto de castañas en la Plaza Vieja. El 18 de febrero de aquel año, se oyeron cinco tiros en el domicilio de Carmen y su marido, en Miribilla: la castañera salió a la calle ensangrentada y el Burro apareció muerto en la cama, en paños menores, con un disparo en la sien. Años después se seguía discutiendo si había sido un suicidio o si su amante lo había matado en defensa propia.
Con ganas de bronca
Por mucho que conociesen bien las andanzas de los Picaza, los bilbaínos se quedaron atónitos cuando, dos años casi justos después, fue el hijo quien falleció en otro suceso confuso y atroz. El 27 de febrero de 1906 era Martes de Carnaval y las fiestas habían transcurrido con una rara tranquilidad, sin grandes incidentes más allá de alguna anécdota: por ejemplo, los periódicos informaban de que, en las tradicionales batallas de confeti, serpentinas y perfume, algunos jóvenes no habían rociado a las damas con las preceptivas fragancias, sino con «vino, aguardiente y otros líquidos» que, a veces, no procedían de un pulverizador sino directamente de botas y botellas. Fermín Picaza, de 25 años y begoñés, había pasado la tarde en el baile de La Casilla y allí ya había comentado que tenía ganas de bronca, un impulso que en él era algo parecido a una necesidad fisiológica. Fue a buscar pelea al número 12 de la calle Cortes, donde estaba la taberna de Vicente Prieto, un tasquero de 40 años nacido en Zamora. En sus crónicas de los hechos, los periódicos describían con unas breves pinceladas el ambiente que reinaba en el establecimiento. «Se hallaban allí varios individuos, algunos de ellos de carácter díscolo y pendenciero, quienes, siguiendo su costumbre, discutían sobre asuntos baladís», comentaba 'El Porvenir Vasco'. Y 'El Nervión' incluso citaba con nombres y alias a algunos de los parroquianos congregados allí: «Estaban cenando en una mesa una mujer llamada Avelina Martínez, un famoso licenciado de presidio llamado Ladislao Ugalde, conocido por 'Estanis' y muy temido entre la gente de bronce; otro sujeto conocido por 'Juanero', llamado Juan Cianco, y otros dos o tres individuos más».
Aquel era el entorno ideal para que el Burro montase una buena. Según las crónicas que publicó la prensa local, hizo dos visitas seguidas al local, aunque el detalle pormenorizado de los hechos resulta a veces un poco embrollado, como corresponde a las circunstancias. Se contó, por ejemplo, que el bravucón Fermín se puso a cantar «coplas mortificantes» que hacían mofa de alguno de los presentes. También que «se dirigió resueltamente a la mesa» donde estaban cenando 'Estanis' y compañía, la golpeó ferozmente con un paraguas y desafió al expresidiario a salir con él a la calle, algo a lo que el otro se negó. «Entonces el sujeto comprometedor se creció, desatándose en improperios contra todos», relata 'El Nervión'. Empezó a arrojar botellas, jarras y platos al suelo, incluso se acercó al lugar donde se guardaba la cristalería y empezó a destrozar metódicamente los vasos. El tabernero –que, como se puede imaginar, tampoco era una tierna florecilla– sacó un revólver y puso en fuga al alborotador: según algunos testimonios, intentó dispararle varias veces, pero le falló el arma.
«Te voy a hacer salchicha»
Picaza, insatisfecho por el resultado de su primera tentativa, no tardó en volver a eso de las nueve. Pero, esta vez, las cosas iban a salirle todavía peor. Sobre esta nueva visita, la definitiva, circularon dos versiones discrepantes. Según la primera, el Burro estampó una moneda de diez céntimos sobre la barra y, retador, pidió que le sirviesen un txikito. Según la segunda, irrumpió con una navaja en la mano y amenazó al tabernero con la frase «te voy a hacer salchicha». En cualquier caso, para entonces todos en el bar se habían hartado ya de él. En vista de que el revólver no le había respondido, el hostelero echó mano de un cuchillo y salió del mostrador para acometer a Fermín, con el apoyo de unos cuantos de sus patibularios clientes. El provocador decidió salir por piernas una vez más, perseguido por Prieto y algunos hombres más, que le arrojaban vasos y otros objetos. En un primer encontronazo, logró derribar al tasquero de una tremenda bofetada. En el segundo corrió peor suerte, y Vicente Prieto le hundió la hoja del cuchillo entre dos costillas hasta alcanzarle el corazón. «Un momento vaciló 'El Burro', cayendo pesadamente al suelo, donde quedó tendido, mientras que el matador regresó a la taberna», recogía sucintamente 'El Nervión'. Lo trasladaron minutos después al Hospital de Basurto en una camilla de la Policía Municipal, pero falleció cuando lo introducían en el centro médico, al que habían acudido su amante, Gloria, y su madre, «una desgraciada anciana llamada Manuela». Algunos periódicos, sin más rodeos, titularon la noticia 'Muerte de un matón'.
La opinión pública estuvo muy pendiente del caso. En julio, cuando el juez de instrucción acudió a la calle Cortes para realizar las diligencias necesarias, «infinidad de público presenció desde la calle» el movimiento de policías y funcionarios. Y, en febrero de 1907, la celebración del juicio sacó de sus guaridas a los sectores menos edificantes de la población bilbaína: «Desde mucho antes de la hora fijada, numeroso público, compuesto en su mayoría de la más 'brillante sociedad' de los barrios altos o bajos, se agolpaba junto al edificio de la Audiencia», ironizaba a base de cursivas la crónica de 'El Nervión'. El fiscal consideraba que la muerte del Burro constituía un delito de homicidio con agravante de reincidencia (el tabernero tenía antecedentes por lesiones) y atenuantes de provocación y arrebato. La acusación particular calificaba lo ocurrido de asesinato con agravantes. Y, finalmente, el abogado defensor de Vicente Prieto tipificaba los hechos como homicidio, pero con las eximentes de defensa propia y miedo insuperable. La deliberación del jurado fue muy larga y, finalmente, su veredicto apreció la legítima defensa, por lo que el tribunal absolvió al hostelero. Pero al caso todavía le quedaba un último giro: el letrado de la familia recurrió al Supremo, que en noviembre estimó sus argumentos y condenó a Vicente Prieto a doce años de prisión.
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