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'El garrote vil', cuadro en el que el pintor barcelonés Ramón Casas plasmó una ejecución en 1893.
Tiempo de Historias

De un triple asesinato a cuatro ejecuciones: el crimen de la venta del Grillo

Uno de los sucesos más sonados en el País Vasco de finales del siglo XIX se produjo en Betoño en febrero de 1879

Martes, 11 de junio 2024, 01:45

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Fue uno de los crímenes más sonados que se produjo en el País Vasco a finales del siglo XIX y, también, el que provocó un mayor castigo: cinco de los seis asesinos fueron condenados a muerte y cuatro fueron ejecutados al garrote vil, el mayor número que encontramos en Euskadi en aquella época. Sucedió en Álava, el territorio que, por otra parte, presenta más ejecuciones durante el periodo. Entre 1876 y 1936, esto es, entre la última guerra carlista y la guerra civil, hubo cuatro en Álava, por dos en Vizcaya y una en Guipúzcoa (la de Angiolillo, el asesino de Cánovas).

El crimen ocurrió en Betoño, la noche del 4 al 5 de febrero de 1879. Betoño era -y es- un concejo del municipio de Vitoria. Por entonces, tenía unos 200 habitantes. Había allí una venta, la venta del Grillo, muy conocida, por la calidad de la comida, el precio acomodado y la atención a los clientes. La regentaba José Sarría. Resultó asesinado en la fecha mencionada, junto a su esposa y a la chica que servía en la fonda.

El crimen múltiple fue el resultado de un intento de robo organizado, cometido por varias personas, que condujo al triple asesinato, sin que los criminales consiguieron el botín que esperaban. El asalto lo planeó e instigó Dominica Regúlez (a) La Regúlez, de 46 años, natural de Valdegovía y residente en el pueblo Margarita, a 11 kilómetros de la capital. Planificó el robo de la venta del Grillo y organizó la cuadrilla de asaltantes, compuesta en parte por familiares suyos: su hijo Juan Pérez Regúlez y sus cuñados Santiago y Venancio López Pérez. También estaba Juan Ángel Mateu Serra (a) el Catalán, que, para completar el número que se consideraba necesario, reclutó a última hora a Segundo San Nicolás (a) el Churrero. Al principio, contaban también con Lorenzo Abajo, que se echó atrás, comprometiéndose a guardar secreto.

«En boca cerrada no entran moscas»

Dominica la Regúlez pensaba que por el relativo aislamiento de la venta había poco riesgo y que el botín sería importante, dada la prosperidad del negocio. «Les animaba a todos repetidamente, diciendo que debía haber mucho dinero, que sólo vivían en la casa tres personas y que en boca cerrada no entran moscas». Cabe suponer que, con esto último, aseguraba que saldrían con bien si nadie decía.

El asalto fue brutal. Inmediatamente, Sarriá fue amenazado. Su negativa a entregarles el dinero enfureció a los malhechores; en un relato local, sobre todo a El Catalán, que fue el más sanguinario, pero tal hay que tomarlo con cautela. No figura así en la sentencia, que menciona globalmente a todos; además, Mateu era menor de edad, lo que no resultaba impedimento para que tomase la iniciativa, pero lo hace raro, en un grupo en la que varios tenían mayor relación entre ellos, por su parentesco. Sea como fuere, le hicieron a Sarriá una demostración de su amenaza apuñalando al caballo de la cuadra. Aún así el tabernero se resistió, por lo que fue degollado. Su mujer, Isabel Lafuente, no pudo decir dónde guardaba el dinero su marido y corrió la misma suerte. La siguiente víctima fue la criada (Agapita Zornotza, de 17 años), que dormía en el piso de arriba. «Dichas personas habían fallecido a consecuencia de profundas heridas que recibieron en el cuello, hechas con instrumento cortante de grandes dimensiones, mortales de necesidad», dictaminó la sentencia.

Al final, el botín se limitó a 185 pesetas, que se repartieron después entre los participantes, a razón de siete duros y dos pesetas. Entre los detalles sórdidos del crimen se contaba que la Regúlez preparó una cena en la cocina de la venta, junto al cadáver de la ventera y la sangre fría de uno de los delincuentes, que, para descansar, durmió junto a la cama donde estaba la sirvienta difunta. Lo primero no es totalmente cierto, puesto que, según la sentencia, la Regúlez no acompañó a la cuadrilla, quedándose en casa. Sin embargo, es cierto que los delincuentes comieron en la cocina.

Los asesinos volvieron a Margarita antes del amanecer, sin que nadie los viese. Al día siguiente encontró los cadáveres un cliente de la venta y pronto se extendió por Vitoria el horror del crimen. Se buscó a los culpables entre los forasteros, y como la noche anterior se había visto merodear dos soldados del regimiento de artillería de montaña, salió una batida para localizarlos. Fueron detenidos cerca de Laguardia y llevados a Vitoria en tren: tuvieron que sacarlos antes de llegar a la estación, para evitar la agresión de la multitud. Los soldados resultaron inocentes del crimen, aunque siguieron detenidos, pues habían desertado.

Se asegura que la exaltación de Dominica Regúlez en el entierro de las víctimas, pidiendo a gritos que se descuartizara « a los desalmados asesinos» llamó la atención de la policía, que debía de conocerle antecedentes. Fue detenida dos días después, junto a otras seis personas. Como resultado de los interrogatorios o porque en realidad denunció al grupo y lo de la exaltación de la Regúlez fue para desviar la atención, quien delató a los criminales fue Lorenzo Abajo, que, junto a su hija Marta, alegó haber oído conversaciones preparando la incursión en la venta.

El ritual de las ejecuciones

Cuatro de los seis cómplices fueron ejecutados «en lo más florido de su edad» el día 27 de julio de 1882. Habían sido condenados antes, pero les comunicaron el día anterior que iban a ser llevados al garrote vil. «Todos esperaban este resultado… pero como había trascurrido tanto tiempo desde su prisión, alimentaban a veces sus esperanzas». Dominica fue indultada, seguramente por su condición femenina; y Segundo San Nicolás se libró por ser declarado loco e ingresado en el hospital de dementes de Valladolid.

Se cumplió el ritual que acompañaba a las ejecuciones, que seguían habitualmente una misma secuencia: la solidaridad última de la población con los condenados, la espera del indulto, el repudio del verdugo, el auxilio espiritual de los detenidos, la ejecución ante una multitud expectante, con frecuencia el arrepentimiento del criminal, la exposición pública de los cadáveres durante 24 horas...

Vitoria se mostró consternada, «conmovida y llena de compasión». Los sacerdotes exhortaron a los condenados a prepararse para la muerte. Ellos mostraron su arrepentimiento, así, como «entera calma y resignación». Quien más entereza demostró fue el Catalán, conclusión a la que llegaron porque fumó un cigarro antes de oír la sentencia; también porque mostró su resentimiento hacia Juan Pérez Regúlez y su madre, a quienes culpaba de lo sucedido.

Extrañamente, pasó por la capilla, a visitar a los condenados, cantidad de gente: miembros del juzgado, alcalde, tenientes de alcalde, concejales, diputados «y demás autoridades de la localidad», se supone que para reconfortarlos. También estuvo el obispo de Vitoria, «prodigándoles palabras de consuelo y caridad y resignación cristiana». ¿Se sentirían satisfechos los condenados por tal despliegue de las fuerzas vivas?

Tomaron chocolate

Por lo demás, oyeron misa, fueron asistidos por los hermanos de la cofradía formada para esta función y por médicos; y se supo que tomaron chocolate y comieron «buena sopa», cocido y «dos principios» con moscatel o jerez. Sólo Juan estaba casado y le visitó su hija de ocho años, que estaba en el hospicio y le trajo un escapulario del Carmen. También la prensa confirió emoción al relato de la reunión de los dos hermanos, que se daban ánimos; y a la que mantuvieron Dominica y su hijo Juan, de la que aquélla habría salido «al parecer satisfecha por la alegría que recibió al saber se la había perdonado la vida», sin que se le consignase dolor por la inminente muerte de su hijo y de sus cuñados.

Después, se imponía la emoción de la ejecución, que se consideraba siempre ejemplar. Castigaba el delito pero que a la vez venía a ser una demostración del triunfo de la moral cristiana. En esto el modelo lo constituyó Venancio, que «ha suplicado el perdón del público y rogado que para él le imploren».

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