Tres jarrones por el castillo de Arteaga
En 1856 las Juntas de Gernika reconocieron como vizcaíno y le cedieron la torre al hijo de Napoléon III que, en agradecimiento, obsequió a la Diputación con un juego de piezas de Sèvres
Los cerca de 6.000 visitantes que cada año recibe el palacio de la Diputación Foral de Bizkaia, en la Gran Vía de Bilbao, ... recorren sus estancias y pasillos deslumbrados por su abigarrada decoración. Al llegar al Salón Rojo se encuentran con tres llamativos jarrones de Sèvres, dispuestos sobre una mesa sostenida por un águila imperial. Cada uno está iluminado con un pequeño retrato. En el de la izquierda se ve a Napoléon III; el de la derecha refleja a su esposa, Eugenia de Montijo; entre ambos, en el jarrón más bajito, se ve a un niño, apenas un bebé. Es el malogrado príncipe Napoleón Eugenio Luis Juan José Bonaparte, Napoleón IV para los partidarios más fervientes de la familia imperial francesa. Se trata de tres obras de artesanía de lujo de puro estilo Segundo Imperio. ¿Pero qué hacen ahí? ¿Cómo llegaron al Palacio foral? ¿Acaso la Diputación sufrió un acceso de bonapartismo a mediados del siglo XIX?
A la última pregunta se podría responder que, en cierto modo, sí. Porque estos tres jarrones fueron el regalo que Napoléon III envió a la Diputación como agradecimiento porque las Juntas habían decidido reconocer como vizcaíno originario –o 'bizcaíno', como también se escribía entonces– al pequeño Napoléon Eugenio Luis, de remotos ascendientes de Busturialdea a través de su madre, Eugenia de Montijo. Un reconocimiento que llevó aparejada la entrega del castillo de Arteaga al príncipe imperial.
«Gautéguiz de Arteaga, que vale tanto en nuestro idioma como en castellano Paraje claro del Encinar, dista seis leguas de Bilbao y una escasa de Guernica». Así localizaba el impresor Juan E. Delmas la anteiglesia en la que se alza el castillo de Arteaga en la monografía que dedicó al monumento en 1890. La publicación vio la luz cuando ya habían pasado 34 años de la entrega de la fortaleza y su receptor había muerto sin llegar a verlo. En 'El castillo de Arteaga y la Emperatriz de los franceses', Delmas describe la felicidad que embargó a los apoderados en Juntas cuando descubrieron que Eugenia era «heredera del antiguo solar de Arteaga» y medio paisana suya. Un 'medio' algo rebuscado, porque había que explorar la frondosidad del árbol genealógico de la aristócrata granadina Eugenia María Palafox Portocarrero, condesa de Teba, marquesa de Ardales, XII condesa de Mora y de Baños, dos veces Grande de España, marquesa de Moya y de Osera, condesa de Santa Cruz de la Sierra y de Ablitas y vizcondesa de la Calzada, para dar con la antigua rama originaria de Busturialdea-Urdaibai.
El impresor e historiador bilbaíno daba por hecho que Eugenia, «hermosa ricahembra», era vizcaína como la que más. Y por lo tanto, su hijo recién nacido (en París), era 'bizcaíno originario'. Como escribía Delmas, «vino a las mientes de los bizcaínos que el niño descendía de aquella cepa plantada por el primer Arteaga en la angosta planicie de Gautéguiz y que, por lo tanto, era bizcaíno de la más limpia raza». Esta feliz realidad llevó a los apoderados en Juntas, reunidos en Gernika, a tomar una importante decisión. En la sesión celebrada el 17 de julio de 1856 se presentó la siguiente proposición, «suscrita por casi todos» los apoderados –no se detalla la identidad de los disidentes–: «La venida al mundo de un vástago imperial en la vecina Francia ha sido un suceso que asegura una dinastía de raza altiva y valerosa. La sangre de los ilustres Ezquerras y Arteagas y Guzmanes corre por las venas de este infante, y la raza mezclada de estos varones insignes forzosamente debe producir también un héroe. La penetración del Congreso Bizcaíno reconocerá fácilmente que quien procede de las torres del ilustre caudillo de Arteaga y Montalbán, cuyas ennegrecidas y vetustas paredes tenemos a la vista, y cuya historia levanta los hechos belicosos de los bizcaínos por encima de los hechos más limpios y esforzados, es BIZCAÍNO ORIGINARIO, de noble y antigua estirpe, aunque nacido en la populosa ciudad que baña el Sena».
Señor de las Torres de Arteaga
Por tal razón, «los apoderados que suscriben, ganosos de perpetuar los recuerdos históricos y de conservar en el seno de la gran familia bascongada un nombre de gloria verdadero, cuyo porvenir, oculto tras del tiempo, está llamado a figurar en el libro de los caudillos más famosos», piden a las Juntas «que el Príncipe Napoléon sea declarado bizcaíno originario de preclara raza y que, como señor de las Torres de Arteaga, de Montalbán y de una gran parte de nuestra infanzona tierra, goce y disfrute de todos los derechos y prerrogativas inherentes a los bizcaínos». Lo que en su caso incluía disfrutar del castillo, entonces transformado en caserío y no en muy buen estado.
La resolución «se vertió al bascuence para conocimiento de los apoderados de la tierra llana». Después, se decidió enviar a París «una comisión de dos individuos» para presentar el pergamino que la contenía a los Emperadores. Los enviados fueron el síndico López de Calle y el cónsul del Consulado de Bilbao, José Salvador de Lequerica. Salieron el 5 de agosto hacia París y al llegar descubrieron que Napoléon y Eugenia no estaban. Se habían ido de veraneo al País Vasco. Al vascofrancés, claro. A Biarritz.
Con lo que sí se encontraron fue con un rumor que se había extendido entre los españoles afincados en la capital francesa. Se murmuraba que los vizcaínos llegaban con la pretensión de pedir la protección del Imperio para Bizkaia. «Falsedades y extravagancias» que se apresuraron a desmentir en la embajada española. Aclarado el equívoco, el propio embajador español citó a los dos enviados forales con el Emperador en Biarritz.
Los comisionados vizcaínos fueron recibidos por Napoleón III el día 13 de agosto. Apenas les dio tiempo a hacer una reverencia, porque él, «con afabilidad», les dijo «id a la Emperatriz». Ella les recibió con el príncipe –el 'bizcaíno originario'– en brazos. Lequerica habló en francés y entregó el documento con la resolución de las Juntas. El Emperador respondió que «recibía con el mayor agrado el recuerdo del Congreso Bizcaíno, y que viviría siempre muy agradecido a la delicada y honrosa declaración que había hecho en favor de su querido hijo».
En la sobremesa de un banquete, los dos representantes vascos fueron llamados en un aparte por el Emperador, que había dispuesto en un salón un gran mapa de la costa cantábrica. La Emperatriz quería saber dónde estaba exactamente el castillo de Arteaga. Preguntó Eugenia por «la significación de Gautéguiz Arteaga, por las leyes y gobierno de Bizcaya, por el libro de sus Fueros, del que la Emperatriz manifestó su deseo de poseer un ejemplar, que le fue prometido, y por sus costumbres e idioma», narra Delmas.
Porcelana y azur
Por su parte, Napoléon III encargó a la Fábrica nacional de Sèvres la elaboración de tres «grandes y artísticos jarrones de porcelana y azur con los retratos del Emperador, de su hijo y de ella, para ser regalados a la Diputación de Bizcaya». En cuanto a «la vieja torre de Arteaga, que estaba a punto de desaparecer, quedaba desde aquellos momentos bajo el amparo de las primeras dignidades de Europa».
En 1857 la Emperatriz envió a un arquitecto, un jardinero y sus respectivos equipos a Arteaga. El arquitecto era Louis-Auguste Couvrechef, que proyectó «una nueva construcción, aprovechando cuanto se conservaba de la antigua», sirviéndose de la pericia de los canteros de Ereño. Pero se murió en plena obra y tuvo que ser sustituido por Gabriel-Auguste Ancelet, que remató el proyecto en 1860.
En el mes de julio de 1861 iban a estrenar los Emperadores su castillo, explica Delmas, y así lo esperaban «nuestras autoridades superiores y el pueblo bizcaíno de aquella comarca». Pero no pudo ser. Se complicó el panorama internacional, Francia reclamaba la presencia de sus augustos soberanos en París y los sucesos, «rodando unos sobre otros», acabaron desembocando en la guerra franco prusiana, la caída del Segundo Imperio, la captura de Napoléon III en Sedán, la proclamación de la III República, la revolución de la Comuna y la brutal represión de la misma. Todo ello en menos de un año.
El Emperador murió en 1873. Delmas dice que su deceso causó «mucha menor sensación que la que se esperaba, porque el espíritu humano, que es siempre mezquino, olvidadizo y desagradecido, no pudo o no quiso recordar que Napoleón III fue el gran regenerador de Francia, y sobre todo de París; el contenedor infatigable de los principios anárquicos y revolucionarios, y el árbitro de los destinos de naciones muy importantes de Europa».
En cuanto a Napoleón IV, el 'bizcaíno originario', no acabó bien. El joven heredero, que se había establecido en Inglaterra tras la caída de su padre, se vio lanzado a una campaña colonial contra los zulúes, cuyo fin era enseñarles a «respetar los tratados que se celebran con los pueblos europeos», según escribe Delmas. Los zulúes tenían sus propias opiniones al respecto y acabaron con el príncipe imperial a lanzazos, en una emboscada, el 1 de junio de 1879. Murió a los 23 años. Su madre, la emperatriz Eugenia, viviría hasta los 94 años. Falleció en 1920.
Hasta que fue adquirido por sus actuales propietarios en 2000, el castillo de Arteaga fue pasando de mano en mano a través de la familia de la Emperatriz, lo que supuso que durante un tiempo estuviera en poder de la casa de Alba. Hoy, es un hotel restaurante que conserva la apariencia que le dieron los arquitectos enviados por Eugenia de Montijo. En cuanto a los tres jarrones de Sèvres, pueden ser admirados por todos los visitantes en el Salón Rojo del palacio foral en Bilbao.
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