Así sonaba la información en las calles medievales
Lejos de ser un remanso de silencio, las villas en la Edad Media eran muy ruidosas, incluso de noche. Buena parte del bullicio se debía a los gritos de pregoneros y vigilantes
igor santos salazar
Lunes, 26 de diciembre 2022, 01:16
Igor Santos Salazar es doctor en Historia medieval por las universidades de Salamanca y Bolonia, y profesor de la Universidad de Trento (Italia)
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Nuestro caminar ... cotidiano por las calles de las ciudades significa vivir en contacto continuo con sonidos (mejor, ruidos) y mensajes informativos que nos asedian por doquier. Se diría que vivimos hostigados por el fuego graneado de los cláxones, la publicidad, las obras, las notificaciones en el móvil, las televisiones en los bares, la música machacona en todo lugar e, incluso, pero esto es cada vez más raro, por la oferta escrita que podemos encontrar en los quioscos. Todo ello favorece que se imagine un pasado idílico, una tierra mítica en la que las gentes vivían en un remanso de silencio, alejados del mundanal ruido. Y no. Basta leer los versos de Fray Luis de León para entender que el tósigo del mundo asediaba también a nuestros antepasados.
Las pruebas de la falta de sosiego en la que vivían los habitantes de la Edad Media las encontramos fuera de la reflexión literaria, en los archivos de las villas del Señorío (y de toda Europa). Dejando de lado el clamor de las cinco bocinas que se hacían sonar de modo protocolario antes del inicio de la reunión de Juntas en Gernika –su extensión a sistema de aviso para la guerra y las asambleas generales se debe a una mala interpretación de las fuentes y, sobre todo, a las creaciones literarias de Lope García de Salazar y de Antonio de Trueba; este último fue más allá e inventó de sana planta la identificación de los montes bocineros a mediados del siglo XIX... –, si nos adentramos en los cantones y las plazas de los núcleos urbanos observaremos una realidad acostumbrada al rumor de las actividades de decenas de artesanos, al resonar de las campanas, al grito del pregonero y al fragor de la guerra, muy a menudo indeseable invitada que paseaba su siniestro manto por las villas y torres del mundo rural (recuerden los frescos de la iglesia alavesa de Alaiza). Incluso de noche podían oírse, agigantados por la quietud de las sombras, los gritos de los veladores encargados de la vigilancia nocturna de las calles, fundamentalmente para impedir incendios.
Las campanas tenían en ese mundo un papel fundamental, por ello eran piezas tan costosas y queridas, a menudo decoradas con inscripciones propiciatorias y dotadas de 'apodos' que caracterizaban su 'personalidad'. El tañer de sus badajos era el medio más rápido, y el más seguro también, para informar a la población de asambleas, muertes, eventos y peligros, desde un incendio a un ataque militar. En las actas notariales de los ayuntamientos los escribanos daban cuenta de cómo el concejo había sido reunido a «campana repicada» y los funerales de los cofrades de las muchas asociaciones se abrían a «campana tañida». Los alardes que debían realizarse en las zonas más amplias de las villas, que involucraban a la mayor parte de la población masculina, se anunciaban también con el sonido metálico de las campanas.
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Novedades a voz en grito
Los alcaldes tenían otro potente instrumento de comunicación para hacer saber las principales resoluciones del gobierno municipal, así como para informar a la población de las novedades legales del reino: el pregonero, un oficial público, bien pagado, tan importante como el carcelero o la partera, recorría las calles, plazas, mercados y arrabales de las villas para, acompañado por un escribano, decir a voz en grito todo aquello que debía ser hecho público. Un sistema al que recurrían también las cofradías para hacer saber sus capítulos. La documentación lekeitiarra recuerda un caso muy interesante de comunicación bilingüe. En 1509, un escribano hizo gritar a Martín Ochoa de Heloraran, pregonero público en la villa, las ordenanzas de la cofradía de pescadores, y a petición de los mayordomos de la misma, el pregón se hizo «relatar en bascuençe». Los pregoneros se encargaban también de anunciar subastas, almonedas y todo negocio que tuviese interés público y tuviera que realizarse respetando la legalidad entonces vigente.
Las formas de la comunicación de noticias no terminaban ahí. Un método, menos ruidoso pero no por ello menos eficaz, se documenta también en la difusión de sentencias y otras buenas y malas nuevas a través de la copia escrita del acto original. Esas copias se clavaban –«cosidas con clabos de fierro» es la bonita y expeditiva expresión en los documentos– en las puertas de las iglesias, de las casas, de las torres y de las murallas para hacer notorias sus conclusiones (quizás el documento más famoso clavado en una puerta fuera el de las tesis de Lutero en las del castillo de Wittemberg en 1517...).
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Un caso sensacional de los peligros de la comunicación escrita en un mundo sin fax, sin correo electrónico y sin cartas certificadas pero muy habituado a la escritura –olviden el cliché de los vascos y el apretón de manos– nos lo regala el archivo de la villa de Balmaseda. En 1476, en el curso del pleito surgido a raíz del asesinato de Lope García de Salazar perpetrado por sus hijos ese mismo año, se instó a Juan de Salazar para que acudiese a los tribunales. Por ser el de Salazar «hombre poderoso y violento», se decidió que el emplazamiento judicial no le fuese leído ante las puertas de su casa, como era costumbre, para que recibiesen noticia también sus familiares y amigos. Nadie tuvo el valor para hacerlo. De ese modo, la instancia fue leída y notificada en la villa de Balmaseda, «que es logar çercano donde vosotros estades, y puesto el traslado [la copia] della fixo en las puertas de la iglesia de la dicha villa, que la tal lectura y notificaçion valiese y fisiese tanta fe como si en vuestras presençias fuese leyda y notificada».
Qué lejos quedaba de aquellas plazas la paz y el sosiego, la «escondida senda» cantada por Fray Luis.
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