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La guerra ruso-japonesa de principios del siglo XX, vista por la prensa europea.

El samurai y el oficial zarista. El último combate a muerte que marcó una guerra

Tiempo de historias ·

El duelo a muerte entre dos combatientes ha resuelto batallas a lo largo de toda la historia. Pero nadie esperaba que se recuperara esta tradición iniciado ya el siglo XX, en la guerra ruso-japonesa

Miguel Gutiérrez-Garitano

Viernes, 25 de febrero 2022, 00:46

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Miguel Gutiérrez-Garitano es escritor, aventurero y presidente de la Sociedad Geográfica La Exploradora

El clímax del canto XVIII de la Ilíada, describe el duelo entre Héctor, «domador del caballos» y Aquiles, «el de los pies ligeros», frente a la mítica ciudad de Troya. La guerra no había ido bien para los troyanos y Héctor, hijo del rey Príamo, quiso jugarse el todo por el todo y enfrentar al formidable campeón griego Aquiles, que según la tradición helena, era invulnerable en todo su cuerpo excepto en el talón. La suerte esquivó al troyano, que fue muerto frente a las murallas de su ciudad y cuyo cadáver terminó arrastrado por el carro de su enemigo. La muerte de Héctor resultó la puntilla para los desmoralizados troyanos, que pronto perdieron su ciudad y su libertad.

Desde que los hombres aprendieron a acometerse en grupo, se tienen noticia de combates singulares. Los campeones o mejores guerreros de cada bando, combatían por ganar fortuna y fama y también para decantar la guerra; ya fuera por la decisión de los contrincantes de basar la batalla a un combate singular -algo que reducía la mortalidad- o como manera de desmoralizar al bando rival, venciendo a su mejor hombre enfrente de las tropas enemigas.

Pero según se iban creando ejércitos más disciplinados y reglados, los guerreros daban paso a los soldados; y el combate singular fue cayendo en desuso. Los romanos, por ejemplo, a menudo desdeñaban los desafíos que les lanzaban de vez en cuando los guerreros bárbaros: aunque hubo excepciones, como cuando el tribuno Escipion Emiliano, más tarde destructor de Cartago y de Numancia, en su primeras campaña en Hispania, aceptó el reto a muerte de un guerrero celtíbero, a quien finiquitó en combate singular.

La Edad Media trajo los valores caballerescos y con ellos un renovado brío en este sentido. Surgió el juicio de dios u ordalía, como forma de evitar grandes batallas, mediante el combate de dos caballeros. Cuando tenía 18 años, Rodrigo Díaz de Vivar, más tarde conocido como El Cid, venció en Pazuengos al campeón navarro Jimeno Garcés -que había matado a 30 hombres-, ganando la villa para su señor, además del mote imperecedero de 'Campeador'.

La costumbre se extendió hasta las campañas de los Tercios españoles en Italia, a caballo entre los siglos XV y XVI; en esta época sobresalió Diego García de Paredes y Torres, conocido como 'El Sansón de Extremadura', que según el doctor cacereño Juan Sorapán de Rieros, «en desafíos particulares, contra los más valientes de todas las naciones extrañas, mató sólo por su persona, en diversas veces, más de trescientos hombres, sin jamás ser vencido».

El último combate singular

Con la llegada de la Ilustración, el duelo a muerte entre campeones en el seno de una campaña cayó poco en desuso por considerarse una costumbre antigua, rústica y poco refinada. Y así pasaron varios siglos. Hasta que estalló la Guerra Ruso-Japonesa en 1904, un conflicto por la posesión de Corea y Manchuria y sus puertos de salida al Pacífico.

El soldado montenegrino Aleksandar Lekso Saidic.
Imagen - El soldado montenegrino Aleksandar Lekso Saidic.

Tras encadenar una serie de derrotas a manos de los japoneses, el ejército del zar se encontraba desmoralizado. Corría el segundo año de guerra cuando, dice la leyenda, un emisario japonés se acercó a las líneas rusas con bandera blanca. Proponía un combate a muerte entre un conocido samurai y un campeón del ejército zarista antes de la batalla en ciernes. Los generales rusos dudaron. Apenas podían creer que en pleno siglo XX, alguien planteara un combate a la antigua usanza. Gracias al Emperador Meiji, Japón se había modernizado en un sentido económico y militar, pero su mentalidad medieval, basada en el bushido, estaba intacta. El orgullo ruso, no obstante, se impuso finalmente y decidió a los jefes zaristas a buscar un voluntario. Sin duda pensaron que, de vencer, podrían darle la vuelta a una guerra que hasta el momento les era adversa. Pero sólo un hombre respondió a la llamada: y no era, como se esperaba, uno de los legendario cosacos, sino un oficial de caballería montenegrino -que había servido en los ejércitos turco, balcánico y ruso- llamado Aleksandar Lekso Saidic.

Duelo al amanecer

Delgado y ágil, Saidic era un consumado esgrimista de sable, que había llegado a vencer a un famoso maestro italiano. Cuando se corrió entre las filas rusas el reto japonés, no dudó en presentarse frente a sus oficiales y aceptar el reto. Eligió al instante un sable bien equilibrado, pero tardó algo más encontrar una montura que supiera requebrar en ambas direcciones.

El momento del combate llegó con gran ruido. Con los ejércitos presentes, la banda militar rusa tocaba marchas triunfales, mientras los japoneses cantaban apoyando a su campeón. Pero cuando llegaron los contendientes se hizo el silencio. Y quedaron ambos jinetes frente a frente. Saidic contó después que el samurai, una figura imponente cubierta de cuero negro, le pareció como un cuervo salido del infierno. Después se embistieron una y otra vez, sable contra katana. «Volaron el uno hacia el otro como dos águilas, balanceando sus espadas hacia el sol», escribió después un poeta desconocido. El samurai, cuyo nombre no ha trascendido, consiguió herir de un tajo en la cabeza al montenegrino. Pero esto le hizo mostrar el flanco, momento que aprovechó Saicic para ensartar a su rival.

Aunque en la guerra que siguió, no les fue bien a los rusos, Saicic fue ascendido a capitán y condecorado con la medalla de las Órdenes de Santa Ana y San Estanislao, además de recibir una retribución económica de por vida. En su tierra natal de Montenegro, recibió más honores si cabe. Falleció en 1911 en el palacio real de Cetinje, cuando, en el seno de un incendio que devastó el edificio, saltó de un segundo piso tratando de salvar algunos libros de gran valor cultural que allí se guardaban. Una muerte algo absurda para quien había sobrevivido a varias batallas y un duelo a muerte. Pero si lo piensan...¿Qué puede ser más heroico que morir defendiendo la cultura?

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