Las palomas de todos los bilbaínos y el fabuloso Pichón Palace de El Arenal
En los años 20 del siglo pasado, tomó fuerza la campaña para construir un refugio a las aves de la Plaza del Arriaga
Solemos dar por hecho que las palomas siempre han estado en las calles de nuestras ciudades, como si hubiesen acudido en bandadas a afincarse allí ... en cuanto se urbanizaba una parcela de terreno. Pero, en realidad, nuestros antepasados de hace un siglo contemplaban su presencia con cierta sorpresa. Así lo comentaba 'El Noticiero Bilbaíno' el 1 de abril de 1922: «El curioso observador puede presenciar estos días en la Plaza de Arriaga un espectáculo interesante. Unas palomas, cuya procedencia se desconoce, han sentado sus reales en medio de aquella barahúnda y, como se han acostumbrado ya a que el público las respete y aun las dé de comer –los socios del Club Náutico les arrojan trigo–, paséanse sin temor entre autocamiones, carros y transeúntes. Este espectáculo nos recuerda el de la Plaza de San Marcos de Venecia, donde millares de palomas se confunden con los paseantes y hasta se posan en sus hombros; y, sin ir más lejos, el de La Florida de Vitoria, donde hay un palomar que es de todos y no es de nadie».
Ahí empezó la campaña en favor de las palomas del Arriaga, como se las solía llamar. Una impetuosa corriente de opinión abogó por construirles un cobijo, para resguardarlas de las inclemencias meteorológicas, y el debate se prolongó durante tres años. Uno de los principales partidarios de la idea, y su difusor más activo, fue el cronista local del 'Noticiero', Chimbito, que contaba con unos poderosos aliados: los niños pronto se movilizaron y organizaron colectas para brindar una casa a las avecillas callejeras. Comisiones de escolares acudían al Ayuntamiento para entregar lo que habían recaudado y ejercer un poco de presión, pero a finales de 1923 y principios de 1924 parecía ya una causa perdida. La junta del Arriaga, desde luego, había rechazado afear la fachada del insigne edificio con un palomar, por lo que el emplazamiento lógico parecía ser El Arenal, pero los técnicos municipales objetaban que las ordenanzas de la villa prohibían la cría de aves dentro de la población.
«Ninguna de nuestras autoridades ha tomado con interés ni cariño esta cuestión», lamentaba Chimbito, que en sus artículos solía elogiar a ciudadanos que destacaban por su pasión colombófila: era el caso de un par de concejales, el jefe de la guardia municipal, que había comprado un saco de maíz para las palomas del Arriaga, o el peluquero Gustavo Zalbidea, con establecimiento en la propia plaza, que se ocupaba de recoger a las aves enfermas o heridas y las cuidaba «con una solicitud digna de los mayores encomios». El incansable cronista planteaba enfoques inesperados: «En cuanto a los gastos de construcción del palomar, que serían sufragados en su mayor parte por las cantidades recogidas en suscripción pública que están en poder del Ayuntamiento, se compensarían en algunos meses subastando el aprovechamiento del abono llamado palomina, que se paga a precio de oro». Qué curioso resulta hoy leer la mención a los excrementos de paloma como un argumento a su favor.
Para la merienda
Pese a que el proyecto parecía condenado al fracaso, la mayoría de los bilbaínos habían cogido cariño a sus palomas y las fuerzas del orden las defendían. La guardia municipal, quizá alentada por su jefe, arrestó a dos vecinos de la calle de Hernani que habían incorporado a sus propios palomares treinta y tres ejemplares 'de los de todos', aprovechando el momento en el que se acercaban a buscar comida en la huerta del convento de La Merced. «Uno de ellos, que por cierto se ha merendado algunas, según confesión propia, declaró que se servía de tres palomas amaestradas para atraer a las nómadas», recogió 'El Noticiero'. En el verano de 1923, un transeúnte propinó un puntapié a una de las aves en plena Plaza del Arriaga: no está claro si fue adrede o de manera accidental, pero se convirtió en destinatario de las iras populares. «Instantáneamente cayeron sobre él los más duros denuestos. La indignación pública llegó a tanto que la autoridad tuvo que intervenir, llevándose denunciado al irascible señor y por descontado, como cuerpo del delito, a la desvanecida paloma», relató 'El Pueblo Vasco'. La noticia tranquilizaba a los lectores: al animal (el de pico y plumas) se le aplicó «una pincelada de yodo» en los párpados, para después confiarlo al atento peluquero Zalbidea, y todo indicaba que iba a sanar.
Con el retorno de Federico Moyúa a la Alcaldía en febrero de 1924, el plan de construir el palomar se retomó con renovados bríos. Y se hizo, claro que se hizo: en 1925 se inauguró en El Arenal lo que se bautizó castizamente como Pichón Palace, una estructura de fantasía diseñada por el arquitecto Pedro Ispizua, tan ambiciosa que parecía concebida para fines más elevados que el de albergar a unas humildes aves. «Opinen lo que opinen las palomas, está muy bien», aprobaba 'El Pueblo Vasco'. La llamativa edificación fue derribada en los 40 –todavía quedan bilbaínos que atesoran su recuerdo como una maravilla de la infancia–, pero medio siglo después, en los 80 y los 90, había voces que reclamaban su reconstrucción para concentrar en un mismo punto toda la suciedad de esas palomas que, cosas de la vida, de pronto se veían como una indeseable plaga.
El 'guía' Hainovich
Según contaba el cronista y 'bilbainólogo' K-Toño, en la mudanza de las aves al palomar tuvo un papel crucial Carlos Hainovich, un comerciante de origen austriaco que regentaba una tienda de impermeables en San Francisco. Hainovich solía alimentar a diario a las palomas y, poco a poco, fue trasladando el punto de avituallamiento hacia el nuevo palomar. Incluso se solicitó para él el título de Marqués de la Paloma.
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