La mujer enterrada viva y otras atracciones
Tiempo de historias ·
Las barracas de hace un siglo combinaban tiovivos y circos con números de ilusionismo y la exhibición de 'fenómenos' como La Gigante PortuguesaMuchas características del Bilbao de hace un siglo suscitan en nosotros sensaciones encontradas de reconocimiento y extrañeza. Por un lado, en aquellos primeros años del siglo XX se afianzaba un mundo moderno y tecnificado que acabaría siendo el nuestro. Pero, a la vez, permanecían rasgos de una sociedad más primitiva con la que nos cuesta identificarnos. Si pudiésemos darnos un garbeo por las barracas de feria que animaban los veranos de la villa, desde mediados de agosto hasta mediados de septiembre, experimentaríamos de manera particularmente acusada esa curiosa confusión entre lo viejo y lo nuevo, hasta tal punto que no está claro si lograríamos pasar un buen rato o nos quedaríamos noqueados por el choque cultural.
Los reporteros de 'El Pueblo Vasco' tenían la sana costumbre de pasearse por el recinto y dejar constancia escrita de lo que se iban encontrando por allí. Las crónicas que publicaron en 1915 (cuando las atracciones se instalaban en Campo Volantín) y en 1918 y 1921 (cuando estaban ya en La Casilla) nos permiten hacernos una idea de aquellas barracas que estaban pensadas tanto para niños como para adultos: de hecho, en las fotos de época no suelen faltar señores bigotudos que, por ejemplo, mantienen el equilibrio en el tubo de la risa sin sacarse siquiera el cigarrillo de la boca.
Las estrellas de la feria eran los circos, como el Reina Victoria, que traía «gimnastas, acróbatas y troupe mímica de ambos sexos» (la entrada general se vendía a 60 céntimos, con un 50% de descuento para menores de 7 años y militares sin graduación), o el Gran Circo de Fieras, con el domador Darius Steil y un imponente elenco animal que no solo incluía los indispensables leones, sino también «veinticinco caballos liliputienses» y una «colección de perros amaestrados y monos sabios». Además, en su recinto funcionaba La Plataforma Infernal, donde podía ganar cien pesetas quien fuese capaz de aguantar de pie dos minutos.
Para gente menos audaz estaban los numerosos carruseles y tiovivos: los había a vapor, como el de Manuel Jiménez, descrito por el periodista como «una monada» con «hermoso órgano» que daba la opción de montar en «preciosos caballitos, coches de balanceo y cerdos muy robustos» (era, añade, «el preferido de las señoritas»), y también los había eléctricos como el de Francisco Ferrer, un «tren rápido» que prometía emociones más intensas. «No ofrece ningún peligro para el público», garantizaba la crónica.
Entre juegos de habilidad y funciones de variedades, lo que más nos llama la atención desde nuestro presente son los espectáculos de ilusionismo y la exhibición de 'fenómenos' humanos. Eran dos campos que se solapaban con asiduidad, ya que a veces no quedaba claro dónde acababa el truco y empezaba la singularidad física. Por Bilbao pasaron la Mujer-Pez («grandes eminencias médicas aseguran que es un caso nunca visto», se anunciaba), Stela Viviente (conocida también como la Mujer Misterio, que aparecía como un busto sin cuerpo pero después tranquilizaba al impresionable público mostrándose 'entera'), la Bella Adila (que dormía suspendida en el aire por obra del mago Mr. Poper) o Don Paquito, que se presentaba como el hombre más pequeño del mundo y hacía imitaciones de los ídolos del momento, es decir, de toreros como Joselito, Belmonte o Cocherito. «Mide 72 centímetros de altura –constataba el reportero–. Distrae al público con su humorismo. Se ríe, se ríe mucho, no hay tristeza oyendo a Don Paquito».
Dos metros y pico
Dentro de este terreno con tanta competencia, las dos estrellas de aquellos años en la capital vizcaína fueron La Gigante Portuguesa y Mademoiselle Garnier. Sobre la primera, escribió el cronista: «Contemplamos con asombro la magnitud de esta señora, declarando ingenuamente que no las hemos visto más gordas. Es un monumento». Según se publicitaba, la artista medía «dos metros y pico» y pesaba unas catorce arrobas y media, es decir, en torno a los 170 kilos. «Se presenta con lujoso traje bordado en oro y lleva más alhajas que una sultana», describía el diario.
Bilbao, 1918
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Treinta mil pesetas Una treta publicitaria muy común en aquellos tiempos era ofrecer una importante suma de dinero a quien lograse reproducir el número de un artista. Mademoiselle Garnier, por ejemplo, prometía 30.000 pesetas a la persona que aguantase doce días enterrada sin comer ni beber. Desde luego, por tentadora que fuese la recompensa, parece improbable que nadie lo intentase.
La señorita Garnier, por su parte, era una reputada 'artista del hambre', una ayunadora y «experimentadora» que debutó en Bilbao en 1918 tras cosechar un tremendo éxito en Vitoria. Su espectáculo, 'La mujer enterrada viva', consistía exactamente en eso: la dejaban 'sepultada' durante doce días en una tumba a un par de metros de profundidad, sin comida ni bebida, y al término del plazo salía debilitada pero viva. Al reportero de 'El Pueblo Vasco', este número le resultó muy inspirador: «La señorita Garnier es un privilegio –escribió–, un fenómeno de la naturaleza, pues, en estos tiempos en que las subsistencias andan por las nubes, no es nada poderse pasar los días a dieta. Lo que hace la señorita Garnier, de seguir así las cosas, lo tendremos que hacer la mayor parte de los españoles».