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Detalle de 'El puente de Burceña', pintado por Aurelio Arteta en la segunda mitad de los años 20. Museo de Bellas Artes de Bilbao
El misterioso parricidio de Burtzeña: alcohol, cristales rotos y un tiro en la cara

El misterioso parricidio de Burtzeña: alcohol, cristales rotos y un tiro en la cara

Tiempo de historias ·

Las primeras noticias aseguraban que Joaquín Lastra había matado a su padre por error, al tomarlo por un ladrón que le estaba atacando, pero para esclarecer este suceso de 1915 acabaron haciendo falta dos autopsias y dos juicios

CARLOS BENITO

Martes, 3 de diciembre 2019, 01:05

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Las primeras noticias sobre lo que había pasado en Burtzeña el 28 de marzo de 1915 procedían de un comunicado oficial del gobernador civil. Pero, pese a ese respaldo institucional al relato de los hechos, todo sonaba un poco raro, hasta tal punto que 'El Pueblo Vasco' decidió encabezar su información con el antetítulo 'Suceso misterioso' y terminarla dejando en el aire una pregunta: «¿Se trata de una desgracia o de un crimen?». En realidad, acabaría resultando imposible encuadrar lo ocurrido en ninguna de las dos categorías, pero para llegar a esa conclusión hicieron falta dos autopsias y dos juicios.

Aquella primera versión presentaba a Joaquín Lastra, de 18 años, dormido en el caserío de su familia, en el barrio baracaldés de Burtzeña. Alrededor de la una y media de la madrugada, el joven se despertó sobresaltado por un ruido de cristales rotos. Cogió la escopeta -un arma vieja, de un cañón, que se mantenía operativa gracias a un alambre enrollado- y salió a la huerta, donde acertó a distinguir la silueta de un hombre. El individuo, amparado en las sombras, le arrojó un ladrillo al verse sorprendido, y entonces Joaquín abrió fuego contra él. Entró a buscar a su madre, Gregoria Castaños, y los dos juntos se acercaron a comprobar el estado del supuesto intruso: descubrieron, entonces, que Joaquín había descerrajado un tiro en la cara a su propio padre, Benito Lastra, un labrador de 50 años. Avisaron a los vecinos, metieron al herido en la casa y lo acostaron, pero sus lesiones eran gravísimas y falleció al cabo de media hora, antes de que llegase el médico. 'El Noticiero Bilbaíno' recogía dos hipótesis sobre lo ocurrido, en un intento de disipar las incómodas sospechas que parecía albergar todo el que reproducía la historia: según algunos, Benito «quiso dar una broma a su hijo, para probar su valor en caso de apuro, consecuencia de algunas discusiones que ambos habían tenido»; según otros, la víctima simplemente trataba de entrar en la vivienda sin hacer ruido, aprovechando el hueco de un cristal roto para descorrer el pestillo desde fuera, pero hizo caer los restos del vidrio y dio lugar a que el hijo lo confundiese con un ladrón.

Eso fue lo que declaró Joaquín aquella madrugada, cuando acudió al cuartel de la Guardia Civil, y así mismo lo difundió el Gobierno civil en su comunicado. Pero los recelos de los periodistas, que detectaban en la narración el sonido a hueco de la mentira, se verían confirmados muy pronto, en cuanto se interrogó a la madre. 'El Pueblo Vasco' publicó el 30 de agosto un completo reportaje, de extensión inusual para la época, en el que su redactor Jack trataba de discernir lo que era verdad y lo que era invención. Entre otras cosas, sus indagaciones sirvieron para trazar un perfil muy poco favorecedor de la víctima, sobre la que parecía existir unanimidad en el pueblo. El mismísimo secretario judicial declaraba lo siguiente al reportero: «Benito Lastra era un hombre que, desde hace unos años, se ha dedicado a la bebida. Había llegado ya a un estado lamentable. Se pasaba la vida de taberna en taberna, dispendiando el dinero, mientras su mujer y sus hijos trabajaban con gran afán en el laboreo de la huerta». En el caserío vivían, además de Joaquín y sus padres, las otras tres hijas del matrimonio (Joaquina, de 21 años; Juana, de 20, y Ángeles, de 16) y un sobrino (Antonio, de 20), con un ambiente doméstico trastocado por las costumbres y la agresividad de Benito. Según el secretario, el hombre se pasaba la vida «embriagándose con gran frecuencia y atormentando a su familia».

Las tierras descuidadas

Joaquín, de hecho, había querido emigrar a América, donde podía acogerlo un tío bien situado, pero el padre le había negado el preceptivo consentimiento. Acarició también el plan de navegar como marino mercante, todo con tal de alejarse del domicilio familiar, y también lo vetó el inflexible Benito. El periodista pudo hablar con Gregoria, enferma y angustiada: «Mi marido, desde hace unos años, no se dedicaba a otra cosa sino a beber y a gastar el dinero -le dijo-. Todas las noches venía borracho. Yo siempre estaba despierta y bajaba a recibirle, y peleaba muchas veces con él para conseguir que subiera a acostarse, pero, cuando venía muy embriagado, se tiraba en el portal y allí se dormía (...). Cuando venía así, no discutía con él. Era muy fuerte y de un golpe podía matarme. Pero, por las mañanas, sosteníamos grandes peleas, pues yo le echaba en cara la mala vida que nos daba a todos». El hombre «se había vuelto borracho» hacía unos años y había descuidado por completo sus tierras, que quedaron a cargo del resto de la familia: «Yo siempre le aconsejaba que se apartase de los amigachos, que solo le querían para gastarle el dinero (...). Mis pobres hijas, que saben bordar, tuvieron que dejarlo todo para dedicarse al campo». Gregoria había acudido incluso al juzgado para consultar la posibilidad de separarse de su marido, pero le dijeron que estaba prohibido «mientras uno de los esposos no quisiera».

¿Qué había ocurrido en realidad aquella aciaga noche de sábado? Ya en sus primeras declaraciones ante los investigadores, la pobre mujer se apartó radicalmente de la versión de su hijo. Según explicó, ella estaba despierta, como tantas otras madrugadas, esperando que su marido regresase de una taberna de Cruces. Lo oyó llegar a la una y media («contra su costumbre, entró en silencio»), pero, en vez de subir al dormitorio, el hombre volvió a salir a la huerta y empezó a romper con un palo los cristales de los viveros. Cuando la mujer se acercó y le suplicó que parara, él respondió: «Deja que acabe con esto, que luego haré lo mismo contigo». Levantó el palo para golpearla y, en ese momento, sonó un disparo y se escuchó la voz de Joaquín: «No se asuste, madre, que soy yo».

Jack, el reportero de 'El Pueblo Vasco', preguntó a Gregoria por el carácter de Joaquín, que había quedado preso en la cárcel de San Vicente. «No hay hijo más cariñoso ni obediente», le respondió. También un vecino quiso dar su opinión sobre el detenido: «Apuesto todo cuanto tengo a que en los alrededores no hay un muchacho mejor que Joaquín. No salía de su casa más que para ir a misa todas las fiestas y a Bilbao, con su primo, cuando había alguna novillada. Siempre estaba en casa, trabajando como un negro», insistió.

En busca de los perdigones

El caso pareció dar otro vuelco cuando se difundieron los resultados de la autopsia: según los forenses, Benito no había muerto de un tiro, sino que le habían golpeado ferozmente la cabeza. «El cadáver presenta toda la parte izquierda de la cara destrozada. Todos los huesos están convertidos en esquirlas pequeñísimas, como si hubieran sido machacados. Es indudable que el matador se ha valido de un instrumento contundente muy pesado, de hierro quizás, que destrozó todos los huesos», afirmaba el doctor Erraiz, además de añadir que no se había encontrado ni «un solo perdigón» y que la herida no dejaba «lugar a dudas». El suceso, que había arrancado como un homicidio accidental y había pasado a ser un acto en defensa de la madre, pasaba así a conceptuarse como un crimen perpetrado con saña y tremendo despliegue de violencia. Hizo falta una segunda autopsia para localizar por fin algunos perdigones y confirmar que, efectivamente, las lesiones del rostro eran el resultado de un disparo de escopeta a poca distancia.

En el juicio, celebrado a mediados de noviembre en la Audiencia, el juzgado declaró no culpable a Joaquín, al considerar que su acción tuvo por objeto proteger la vida de su madre frente a una agresión. El fiscal solicitó la revisión de la causa, que condujo a un segundo juicio, con distinto tribunal popular, en marzo de 1916. El joven resultó absuelto de nuevo y quedó libre. Joaquín todavía aparece dos veces más en la hemeroteca. La primera fue en 1919, cuando la camioneta que conducía atropelló en Sodupe a los hermanos Luis y José Plágaro, de 8 y 6 años de edad, y causó lesiones de pronóstico reservado al primero y leves al segundo. La otra mención de su nombre corresponde a su esquela: falleció en noviembre de 1990, con 94 años.

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