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Unamuno es aplaudido a la salida del Casino Republicano, en la calle Nueva de Bilbao, en 1930. E. C.

Miguel de Unamuno o un alma luchadora

Tiempo de historias ·

Hoy en día el escritor y filósofo bilbaíno tendría una enorme fila de curiosos, bien y malintencionados, en las redes sociales, que le recriminarían sus cambios de postura

esteban goti bueno

Jueves, 29 de septiembre 2022, 01:39

Esteban Goti Bueno es archivero de la Sociedad El Sitio

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El 29 de septiembre de 1864 nacía Don Miguel de Unamuno y Jugo en la calle Ronda de Bilbao. Bien pudiera ser septiembre un mes dedicado a estudios unamunianos, y ojalá tuvieran lugar en la villa que le vio nacer y crecer. Salamanca ha hecho y hace maravillas con su figura; quisiéramos muchos que ese espíritu de saludable exageración que tanto nos retrata a los de Bilbao, se esmerase con Unamuno. El pasado mes de mayo, algunas asociaciones de signo cultural, entre ellas El Sitio, apoyamos la propuesta del Grupo Municipal Popular, a fin de contar en el Museo Vasco con un espacio permanente para don Miguel, pero el pleno del Ayuntamiento no lo hizo posible.

Recordaba Julián Marías en una conferencia sobre Unamuno que, al morir éste (31 de diciembre de 1936), Ortega y Gasset escribió un artículo en el periódico 'La Nación', de Buenos Aires, en el que mencionaba que «La voz de Unamuno sonaba sin parar en España desde hace un cuarto de siglo, temo que ahora, al cesar, España entre en una era de atroz silencio». Marías creía que, en cierto modo, fue así. Sin embargo, Miguel de Unamuno ha seguido transmitiendo su pensamiento hasta el presente, desde un más allá que siempre le resultó problemático y que, desde su tránsito por los umbrales del mundo futuro, a buen seguro descansa en él.

Para una parte importante de los estudiantes de Historia de la Universidad de Deusto, la figura de Unamuno se nos descubrió significativamente a través de las clases del profesor José Antonio Ereño Altuna, gran escudriñador de sus artículos, relaciones epistolares y obras. El temario habitual se le mostraba irrelevante, si se cruzaba la posibilidad de traer a colación a don Miguel. Al igual que él, también fue profesor de griego. Gracias a ese enamoramiento que Ereño Altuna nos dejaba entrever hacia su admirado Unamuno, muchos de nosotros conservamos detalles, frases y cotidianeidades de nuestro insigne autor.

Unamuno con Valle Inclán en 1932. EFE

Sobre Unamuno se ha dicho mil veces que ha sido el bilbaíno –o bilbaino– más universal, pero, siendo esto verdad, quizá deba entenderse, consecuencia de mayor conocimiento suyo, que Unamuno fue un universo de problemas y preguntas nacido en Bilbao, y alimentado por los avatares de esta. A pesar de que se ha mencionado tanto que don Miguel fue un hombre contradictorio, lo cierto es que se trataba de una personalidad que se tomaba la vida, en sus aspectos más excelsos o más nimios, con apasionamiento, y eso no entendía, no podía entender, de enunciados inamovibles. Ciertamente fue hombre, en ocasiones, de juicio encendido, pero también rectificaba ante sus propias injusticias, signo inequívoco de honestidad y valentía. Hoy en día tendría una enorme fila de curiosos, bien y malintencionados, en las redes sociales, que le recriminarían sus cambios de postura, como si se tratase de un elemento antinatural o reprochable.

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Un hombre adusto que jugaba en el suelo con sus hijos

Precisamente, porque el acontecer de la existencia, interior y exterior, le era sumamente importante, Unamuno tuvo opiniones y juicios cambiantes, una línea de variación que es consustancial a los hombres libres que no temen el dictamen del tribunal circundante. Insistamos en que fue un hombre valeroso, entre otras razones, porque varios temas de los que se ocupó, como, por ejemplo, las cuestiones religiosas, le podrían haber desacreditado ante la intelectualidad de su tiempo, pero ello no era un freno para él. Con diez años de edad vivió el sitio de Bilbao de 1873-74, ¡qué podría impresionarle en tal modo que lo amordazara sin remedio! Su familia fue de gran importancia para él, lo más decisivo, su esposa y sus ocho hijos. El hombre adusto con que dejaba traducirse al público, se echaba en el suelo a jugar con ellos. Su gran prole le provocó un cierto carácter avaro, y así lo reconocía él mismo. Las obras que escribió, en realidad, no suponían grandes ingresos, y, esto era habitual para los autores de la época. Las ediciones de los libros podían alargarse en el tiempo. Así, Paz en la guerra, uno de sus libros más relevantes, tuvo su primera edición en 1897 y la segunda no llegó hasta 1923. Lo que ciertamente ofrecía una modesta ganancia, pero pronta, eran los artículos periodísticos. El origen de la demanda social de periódicos no sólo estaba en el seguimiento de la actualidad y la opinión, sino en la utilidad del papel, ya fuese para envolver o para avivar el fuego de las chimeneas. Unamuno llegó a escribir en diarios de gran relieve en el extranjero, como el citado bonaerense La Nación, donde también escribieron Rubén Darío, Ortega o Gregorio Marañón.

Desde el punto de vista político, Unamuno navegó en diversas naves, pero la madera de la que estaban hechas no era muy distinta una de otra, al menos por la personalización que hizo de ellas. Para Unamuno, la libertad política, la de conciencia y la defensa de los humildes fueron siempre líneas maestras. Un liberal en sentido completo. Sufrió tres destituciones como rector de la Universidad de Salamanca, desde que se le nombró para este cargo en 1900. La primera en 1914, bajo el reinado de Alfonso XIII, siendo ministro de Instrucción Pública, Francisco Bergamín. Fulminante. Más tarde, y, aunque la II República le nombró rector vitalicio, en 1936 le destituyó Manuel Azaña, en nombre de la República, y Francisco Franco, en el de la España nacional. Si alguien podía concitar esa doble situación era Unamuno. En la base de estas medidas siempre estuvo su verbo y conciencia de Unamuno; crítico con lo que pensaba que debía serlo: el Rey, la II República ante la sublevación militar del 36 o, poco después, la praxis bélica y política del llamado bando nacional. En don Miguel se aprecia España con gran amplitud. Las únicas estrecheces evidentes en él fueron sus angustias particulares, pero su pensamiento aborda hasta lo que le alcanzaba el entendimiento. Hombre polémico, sin duda, pero capaz igualmente de abrazar aquello a lo que se oponía. Incluso, durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera (1923-1930), los juicios contrarios al dictador y el monarca, daban paso a impresiones en las que admitía que en el fondo los quería, tal y como mencionaba el antedicho Julián Marías. De ahí que denominase a su perspectiva como «agónica», en el sentido griego que tiene la palabra agonía: lucha. Siempre estuvo acompañado de una decepción que, sin embargo, estaba ilusionada.

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Con el presidente de la Repúblcia, Niceto Alcalá Zamora, en 1931. E. C.

En su más pronta juventud se adhirió –si este verbo era posible para él– al partido de los euskalerriacos que lideraba Fidel de Sagarmínaga. Esta corriente tenía un carácter liberal y fuerista, que no aceptaba la supresión foral y se distinguían, por tanto, de los liberales que asimilaban dicha eliminación, parcial o entera. Entre 1894 y 1897 militó en el PSOE. El socialismo de Unamuno, fiel al ideal de dejar impresionado al burgués –'épater le bourgeois'– tuvo un sentido altamente revelador de su personalidad y del estilo con que dominaba el lenguaje. Unamuno parecía superar la lucha de clases para otorgar al socialismo un aura de bondad universal, y así sostenía que esta ideología era para todos, pues al rico le redimía de su riqueza y al pobre de su pobreza. Sencillo en la expresión, hondo en su significado.

Único entre los intelectuales de su tiempo

El año en que abandonó su militancia socialista, 1897, padeció una gran crisis. La enfermedad y muerte de su hijo, junto a sus luchas internas, fueron las causas mayores. Entre las guerras civiles que experimentó, sin duda tiene un lugar especial su preocupación religiosa. Probablemente esto le hacía sinceramente único entre los intelectuales de su tiempo. La muerte, la inmortalidad del alma, así como la resurrección, fueron puntos álgidos de su intelecto. Él creía que el hombre concreto era insustituible, deseaba pervivir y quería merecerlo. Para Unamuno, la condición de persona se asentaba en el amor, de tal manera que el aislamiento no permitía ser persona. Unamuno escribió con sentido religioso, y leyó con éste obras de la teología católica y protestante, siendo de gran simpatía para él, el protestantismo liberal. Con todo, él se mantuvo dentro del catolicismo, incluso con signos de devoción. Aquel 1897, el año de su gran crisis, acudió a los oficios de la Semana Santa en el Oratorio de Alcalá de Henares, leía a diario el evangelio de San Juan y a Thomas Kempis, entre otros libros de espiritualidad.

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Los dogmas, su gran losa. Y, precisamente, una renovación de su perspectiva en cuanto a ellos, le hizo ir aliviando esa crisis finisecular. Felipe-José de Vicente Algueró, en su revelador libro 'El catolicismo liberal en España', transcribe una carta en la que el propio Unamuno manifiesta su proceso personal hasta aquel momento: «Voy quebrando la costra, y se me va apareciendo mi hombre interior y a la luz de éste la obra del exterior. Cuando vuelvo la vista atrás y repaso mi obra se me aparece la nueva luz, y descubro todo el sentido de cosas que escribí sin entenderlas a fondo, por vislumbre, que sin duda alguna me hace Dios esta merced para probarme que fui un instrumento suyo. Gran parte de mi obra será en adelante comentar en sentido cristiano y católico lo que he escrito sin sentido alguno. Perdí mucho la fe en el credo y los dogmas, como tales dogmas, y tratando de racionalizarlos, de entenderlos de modo más racional, y más útil que al vulgo de los creyentes, que los sencillos. Y hoy, a medida que más medito en los misterios más hondas enseñanzas saco de ellos. ¿Cabe mayor mostración del dedo de Dios? Me hace recobrar lo que perdí recorriendo el mismo camino por donde lo perdí, sólo que si perdí mi fe pensando en los dogmas, en los misterios en cuanto dogmas, la recobro meditando en los misterios, en los dogmas en cuanto misterios. Hay una gran diferencia entre pensar y meditar. Se medita rezando, la oración es la única fuente de la posible penetración del misterio. No sutilizarlos ni escudriñarlos sobre los libros, sino meditarlos de rodillas; éste es el camino».

Miguel de Unamuno en la Universidad de Salamanca, en 1934. E. C.

Unamuno no fue un espíritu semejante a una balsa de aceite, y mucho menos en el ámbito religioso, como él mismo escribía por carta un año después: «Vino la crisis que usted conoce, y hoy asisto a la reconstrucción de mis conocimientos sobre la base religiosa de mi niñez (…). Y puedo decir que sin renunciar a las convicciones que he logrado en estos últimos 12 o 14 años de estudio resurge mi fe primera en lo que tuvo de más puro y menos dogma, pero no en el sentido corriente».

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Verdaderamente, como señala aquí don Miguel, el sentido en que él transitaba por las turbulencias de su alma, no es extrapolable a lo común, ni él lo pretendió. Unamuno fue un intelectual personal y subjetivo, ése era el tamiz por el que pasaban todas sus cosas, y he ahí su valor frente al juicio ajeno, el regalo de darnos a conocer sin trucos lo que pensaba. De este texto se deduce que, sobre el suelo de sus investigaciones y lecturas, volvía su niñez religiosa, un resurgir que le apartaba de manifestarse con soberbia frente a lo que su corazón le iba dando. Unamuno se resistió a la tiranía de las masas –grandes o pequeñas– que pretendieran gobernar su conciencia.

Cerca del modernismo

Miguel de Unamuno fue el autor español más cercano al modernismo, el de cariz intelectual, no el literario o artístico. El modernismo fue una línea liberal-racionalista, influida por el positivismo científico. Aquí estuvieron presentes diversos católicos. Del modernismo surgió el krausismo y la Institución Libre de Enseñanza (la ILE) en España. En síntesis, el krausismo es una posición filosófica, que amparó una conciliación entre el teísmo y el panteísmo. Dios no era identificado como el mundo (panteísmo), ni era ajeno a él (teísmo), sino que contenía en sí el universo y, al mismo tiempo, lo trascendía. A esta doctrina se le denominó panenteísmo. De igual modo, el krausismo quiso un nuevo impulso para el liberalismo que repercutiera en la regeneración que necesitaba el país. El liberalismo, igualmente, había de estar dotado de un elemento espiritual de carácter altruista. El término krausismo se debe al filósofo post-kantiano Karl Krause, cuya obra referencial fue 'Ideal de humanidad para la vida' (1811). En España, el krausismo se inició en la década de 1840. Uno de sus principales impulsores fue Julián Sanz del Río, así como Francisco Giner de los Ríos al frente de la ILE, con quien Unamuno mantuvo correspondencia. Como hemos reflejado, entre los modernistas se hallaban los católicos en consonancia con el liberalismo racionalista, que se sumergieron en el terreno de las relaciones entre la razón y la fe. Esta corriente en España, sin embargo, no gozó de gran interés, no tuvo articulación, ni identidad definida. En el caso de Unamuno, además, hubo un posterior alejamiento de lo racionalista. De ahí que llegase a entender la literatura como método de conocimiento.

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Miguel de Unamuno interiorizó el cristianismo, vivió con gran profundidad espiritual. Se apartó de la dogmática, por considerarla excesivamente racionalista, un fruto de la teología escolástica. Unamuno entendió que la razón congelaba al ser humano, lo hacía hierático. Su deseo era volver a un cristianismo auténtico, al que se accede por una experiencia propia. Por esta razón, admiraba a los históricos místicos castellanos, y así lo puso de relieve en su obra 'En torno al casticismo' (1902). Cristiano, para Unamuno, era todo aquél que invocase con amor y respeto el nombre de Cristo, y rechazaba a todos los ortodoxos, católicos o protestantes, que negaban la condición cristiana a quienes no interpretaban como ellos el Evangelio. En su anhelo se hallaba la españolización del cristianismo; creía que en lo más hondo del catolicismo latino habitaba el cristianismo español. De esas honduras comenzaron a sacarlo los místicos hispánicos, «(…) delanteros de una reforma que no llegó a cuajar». Se sentía atraído por la empresa de éstos: la búsqueda de la libertad interior, la eliminación de los deseos para que la voluntad se mostrase en potencia respecto de todo.

Atrapado entre dos visiones del mundo

El cristianismo de Unamuno era parte de su perspectiva regeneracionista para España. Al igual que los krausistas, él creía que el Estado debía ayudar a esta regeneración. Sin embargo, se distanciaba de ellos, de la ILE y de Ortega, en cuanto a la concepción de la Iglesia. Para la mayor parte de la ILE, así como para Ortega, la Iglesia era entendida como un impedimento al proyecto de cultura para España. Por esto, creían en la necesidad de un Estado y una educación laicas, con la consiguiente supresión de las escuelas confesionales. Unamuno, por el contrario, se distinguía de esta visión, tanto en lo concerniente al concepto de cultura, como al papel de la religión. Puso de relieve las limitaciones de la ciencia, el efecto paralizador del cientificismo para con la vertiente trascendental de la existencia humana.

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El escritor se dirige al público en Mallona el 2 de mayo de 1931. E. C.

El cristianismo que él preconizaba -renovado, místico, adogmático- sería la única alternativa capaz de despertar a los españoles. Comprendía la religión como un fundamento claro de cohesión social, más que la moral de la ciencia que albergaba Ortega y la ILE. Deseaba, pues, una reforma religiosa, y entendía que el liberalismo era lo que podía traerla. ¿Por qué? Miguel de Unamuno entendía el liberalismo como instrumento para «desamortizar el catolicismo». Él quiso que España descubriera un cristianismo popular, íntimo y cordial, que sirviese de plataforma para la regeneración. Don Miguel se encontró solo en este empeño; a causa de su cristianismo, no fue acogido por la ILE y los laicistas. A causa de su personalización del cristianismo, era visto como un heterodoxo para los católicos ortodoxos. La historia del siglo XX quizá haya disuelto matices e incompatibilidades que se consideraban insalvables hace más de cien años, signo inequívoco de la limitación humana a la hora de definir con aspiraciones absolutistas.

El final de la vida de Unamuno, la bélica Nochevieja de 1936, reflejó muy bien la paz por la que suspiró en su interior: confinado –qué importaba a fin de cuentas ya el relumbre del mundo sin doña Concha Lizarraga, su esposa– dormido, con su zapatilla quemada en el brasero, gastada la vida en la búsqueda de lo verdadero. Tal vez, de todos los epitafios posibles, el que figura en su tumba, corresponde a su alma luchadora:

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«Méteme, Padre eterno, en tu/ pecho, misterioso/ hogar, dormiré allí, pues vengo/ deshecho del duro bregar».

Así llegó Unamuno al infinito, descanse en paz.

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