El joven tuberculoso que mató a su padre en una carpintería de Ledesma
Tiempo de historias ·
Andrés Pardo deseaba irse a La Rioja para mejorar de los pulmones, pero su familia no quiso o no pudo darle las tres mil pesetas necesarias. En abril de 1918, las discusiones por esta causa acabaron a tirosCARLOS BENITO
Sábado, 23 de febrero 2019, 00:57
Estaban a punto de dar las dos de la tarde, la hora a la que Maximino Pardo cerraba su carpintería de Ledesma 18 para irse a comer, cuando desde la calle se escucharon varios tiros. Dos niñas, Visitación Zabaleta y Eladia Aguirre, que estaban leyendo delante del vecino Teatro Trueba, se acercaron a escudriñar a través del cristal y lograron distinguir a dos hombres ensangrentados. Un cliente del ebanista, Pascual Martínez, intentó entrar en el negocio, pero uno de los cuerpos había caído al suelo de tal manera que bloqueaba la puerta. Era el 1 de abril de 1918 y en el interior del taller se había producido el desenlace trágico de un conflicto familiar que estremeció al Bilbao de hace un siglo, muy acostumbrado a las armas de fuego pero no tanto a que los hijos las empleasen contra los padres.
Los dos policías municipales que acudieron al lugar lograron abrir la puerta, con gran esfuerzo, y comprobaron que el carpintero estaba muerto, tendido sobre un gran charco de sangre. Maximino Pardo, de 53 años, de origen burgalés y residente en Somera, vestía su blusa de trabajo y llevaba en la mano la americana, que solía ponerse por encima cuando se marchaba a comer. El otro hombre, sentado sobre una caja al fondo del local, solo estaba herido: se trataba de Andrés Pardo, de 29 años, hijo del carpintero y domiciliado con su mujer y su niño de 3 años en las Calzadas de Mallona. En medio de una gran aglomeración de curiosos, los dos hombres fueron trasladados a la Casa de Socorro del Ensanche. Los médicos comprobaron allí que el fallecido había recibido un tiro en el cuello que le había seccionado la yugular. El hijo, por su parte, presentaba dos balazos, uno en la cabeza y el otro en el dedo medio de la mano izquierda, pero su estado no revestía particular gravedad e incluso podía prestar declaración.
Semblante pálido
Todavía estaba recibiendo atención sanitaria cuando se presentó en la casa de socorro su hermana mayor, Natividad. La mujer se encaró con él: «¿Qué has hecho, desgraciado?», le preguntó. Y el joven respondió con chulería: «¡He hecho lo que he querido!». No obstante, a partir de ese tenso intercambio de palabras, su ánimo decayó de pronto y empezó a mostrarse apesadumbrado. «Cuando se le condujo al hospital, estaba sumamente abatido. Su semblante trasmutado y pálido así lo delataba», describía la crónica de 'El Pueblo Vasco'. El juez de instrucción le interrogó durante un cuarto de hora, pero los contenidos de la conversación no trascendieron.
Aun así, todos sus allegados estaban al tanto de las tensiones en el seno de la familia Pardo que habían desembocado en el parricidio. Andrés, casado desde hacía cuatro años con una sastra llamada Felisa Nieva, había aprendido el oficio de carpintero con su padre, pero padecía una enfermedad pulmonar que en los últimos tiempos le impedía trabajar. La pareja y su hijito iban tirando gracias al empleo de Felisa y a las ayudas económicas que les prestaban Maximino y su mujer, que durante el verano de 1917 habían sufragado la estancia de Andrés en un pueblecito de La Rioja, un cambio de aires recomendado por los médicos. A lo largo de esos meses, el joven había mejorado mucho de su afección, pero el invierno bilbaíno había provocado una recaída que puso en marcha de nuevo la rueda de préstamos, peticiones y rencores. Maximino y su esposa entregaron algo de dinero a su hijo para atender emergencias domésticas, pero, cuando les requirió nuevas ayudas, se las negaron: según argumentaba el matrimonio, el taller de carpintería producía cada vez menos beneficios y, además, también tenían que velar por el sostenimiento de Natividad y otros dos hijos, todos ellos solteros.
Una mente «bastante perturbada»
Andrés llegó a enviarles una carta llena de amenazas, pero el matrimonio no pudo o no quiso ceder a su chantaje. El 1 de abril, a la hora del cierre, el hijo se presentó en la carpintería para pedir de nuevo a su padre que le diese tres mil pesetas para viajar a La Rioja. Maximino, que estaba descolgando la chaqueta para marcharse, volvió a decirle que no, y entonces el joven sacó su pistola Browning y abrió fuego cuatro veces contra su padre. A continuación, se apuntó a la cabeza y realizó otros dos disparos.
El juicio, ante un jurado popular, se convocó para mayo de 1919. Tanto el fiscal como la defensa calificaron los hechos como parricidio, pero el abogado de Andrés contemplaba la eximente de enajenación: argumentaba que «la enfermedad provocó en él un estado mental bastante perturbado» y que, el día de los hechos, «el interfecto se dirigió hacia su hijo blandiendo un serrote, lo que provocó en Andrés la explosión enfermiza de su dolencia mental». La vista no llegó a celebrarse, porque a esas alturas Andrés se encontraba ya en la enfermería de la cárcel, con una tuberculosis avanzada. Falleció en noviembre sin haber sido juzgado.
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