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'El alguacil', obra del pintor Anselmo Guinea. Fundación Iberdrola
Machín, el alguacil corrupto que acabó en una jota por borrachín

Machín, el alguacil corrupto que acabó en una jota por borrachín

El personaje de la popular canción fue en realidad un guardia de Bilbao propenso a la bebida y a los negocios turbios, cuya conducta le granjeó una insospechada inmortalidad musical

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Sábado, 17 de noviembre 2018

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La letra con la que hoy se suele cantar dice: «A la jota Machín/ que eres un borrachín/ que por no trabajar/ te has metido alguacil». La bilbainada es de mediados del siglo XIX y, aunque se haya perdido su memoria, se refiere a una persona que existió realmente. Los cantos populares de Bilbao recogían sucesos concretos, no eran recreaciones líricas más o menos imaginarias.

Nos ha llegado el nombre de Machín, pero con seguridad era Silvestre Macháin. La primera letra del cántico era algo distinta: «A la jota Machain/ que eres un galopín/ Y a las pobres aldeanas/ no les deja vivir, que les quitas los cuartos p´a beber chacolí». Es la versión que recogió Emiliano de Arriaga, que recordaba al protagonista del canto. Era «el astuto rezongador Machain», uno de los «cuatro y vetustos chineles», los alguaciles, que en su infancia representaban «el principio de autoridad», por lo que se ve una autoridad no del todo respetable. Macháin tenía el encargo de vigilar la plaza del mercado y arrastraba fama de «empinar el codo»: lo de «borrachín» está justificado.  Completa la imagen el significado de galopín: «pícaro, bribón, sin crianza ni vergüenza» y, de creer en su literalidad al cántico en su primera letra, sisaba a la aldeanas que acudían al mercado… y se lo gastaba en chacolí.

Algo había.

Curiosamente, aunque envuelto en esa bruma del Machín del canto, es uno de los bilbaínos más antiguos que han dejado una huella (imprecisa) en la imaginación popular, por mucho que no caigamos en la cuenta de que el borrachín, o galopín, al que se canta fue un alguacil con mando en plaza… en la plaza del mercado, donde hoy está el mercado de la ribera, el escenario en el que cometió algunos desmanes. El héroe de la canción popular fue más bien un antihéroe.

Hemos podido reconstruir algunos rasgos de su vida. De ellos se deduce que justificó los chismes por los que pasó a la canción y con ella a su peculiar posteridad, que se le recuerda más de dos siglos después de su nacimiento.

Rastro documental

Silvestre Macháin Bernaola nació en Bilbao el 31 de diciembre de 1809 –día de San Silvestre- y fue bautizado en la iglesia de San Antón. Su padre, Juan Ignacio, era guipuzcoano, natural de Itsasondo, casado en Bilbao cuatro años antes con María Luisa.

Silvestre fue alguacil y hombre conflictivo. Dejó un inusual rastro en la documentación municipal, que viene a confirmar las habladurías, pese a que los informes de la época solían emplear un lenguaje discreto.

En 1833 casó con María Josefa Jáuregui, bilbaína, con la que tuvo diez hijos, de los que al menos tres murieron con pocos años. Fue miembro de la milicia nacional –el cuerpo de ciudadanos armados cuya misión eran defender la constitución liberal- observando «buena conducta». En 1843 y 1844 debía de andar con apuros de dinero, pues solicitaba ayuda para la lactancia de sus hijos. No sabemos de qué vivió sus primeros años, pero sí que en 1843 solicitó y obtuvo un puesto en el Peso Público de Bilbao como corredor. No era un empleado del Ayuntamiento, sino un «agente» o «recadista» al servicio de los vendedores que confiaran en él. Como el corredor del Peso Público trabajaba en un edificio oficial se levantó un informe sobre su carácter y honestidad, que debió de superar con éxito.

En 1844 entró en la guardia municipal, con 35 años, no era ya un joven cuando empezó su carrera al servicio del orden bilbaíno. En 1845 le nombraron ayudante del inspector del mercado y más adelante inspector, encargado de poner y cobrar las tasas, un puesto delicado.

La antigua plaza del mercado, junto a la iglesia de San Antón, a finales del siglo XIX.
La antigua plaza del mercado, junto a la iglesia de San Antón, a finales del siglo XIX. E.C.

Su carrera muncipal estuvo llena de sobresaltos, aunque a los primeros no se les dio mucha importancia. En 1846 tuvo un juicio por ofensas y en el 47 le llamaron la atención por los repartos de dinero que hacía en el mercado. Recibía «regalos» de lancheros y comerciantes de pescado fresco. Se le prohibió «taxativamente cualquier regalo derivado de su servicio en la plaza» y le forzaron a repartir la gratificación correspondiente con los demás guardias, que se habían quejado. No era de moralidad estricta, podríamos concluir.

Pese a ello, durante sus primeros años de servidor municipal debió de estar bien considerado, pues lo recompensaron por servicios extraordinarios y en 1848 se le ascendió a cabo de los municipales, un puesto importante en la vigilancia del orden. ¿Iban bien las cosas? No podemos asegurarlo. Era funcionario municipal, con un sueldo fijo y derecho a comisiones, pero eso no impedía pedir la declaración de pobreza para el ingreso de sus hijos en la escuela de párvulos.

Corruptelas y deudas

En los siguientes años su comportamiento fue irregular: corruptelas, deudas, faltas en el trabajo... En 1852 le quitaban el complemento que estaba cobrando, por algún problema en los repartos. Las cosas se le estaban torciendo y tampoco debía de ser un dechado en su administración personal. En 1854 pidió al Ayuntamiento un anticipo altísimo -1500 reales, que los devolvería primero a razón de 125 reales mensuales y desde el año siguiente a 60-. Alegó que el dinero era para «la adquisición de herramienta y demás efectos necesarios para su hijo aprendiz de ebanista». El Ayuntamiento le conminaba a que el dinero lo dedicase precisamente a tal fin: tenía dudas sobre Silvestre.

Desde entonces las cosas le fueron a peor: en 1857 se le cesó como cabo, aunque «permaneciendo como guardia municipal» y se intuye que había alguna falta grave. Incluso se cambió la normativa, exigiendo «a los guardias municipales exactitud y celo en el cumplimiento de sus deberes advirtiéndoles que los que incurran en falta notable serán separados de su cargo». También se le bajó el sueldo.

Fuese por un uso distraído de los recursos, por costumbres etílicas o por ambas cosas, en 1858 las cosas estaban ya fatales. El alcalde aseguró en el pleno municipal que eran continuas las quejas que tenía de Silvestre por no atender debidamente a sus deberes; que llegaba tarde al trabajo; y que, lo peor, tenía a su familia en «estado de miseria y abandono». Un desastre. Se le daba un corto plazo, ocho días, para que rectificase, y que atendiese «a las necesidades de su familia», además de prestar adecuadamente a sus servicios. De lo contrario, sería cesado. No lo fue.

Tampoco parece que cambiase su conducta. En 1861 reconocía deudas a un tal Zarauz. El Ayuntamiento las pagaría con la cuarta parte del sueldo de Silvestre, hasta liquidarlas. Por entonces, le apartaban del cobro de la recaudación, quizás para evitar males mayores.

Por fin, en 1862 Silvestre Macháin pidió la baja, alegando que tenía otro trabajo. Unos días después se le dio lo que le correspondía de las multas, si bien le obligaban a devolver el traje negro que le habían entregado para las funciones de la Iglesia y que solicitó quedárselo.

No acabó ahí la historia municipal de Silvestre, que debía de tener sus asideros en el Ayuntamiento, pese a su fama de borrachín y gruñón (rezongador), pues en 1867 le nombraron guardia municipal para la inspección del Paseo del Arenal y la vigilancia de jardines. Desconocemos cómo le fue en el puesto y cuánto tiempo lo tuvo. Tampoco hemos podido localizar en los registros bilbaínos su acta de defunción.

La imagen que nos ha quedado de Silvestre Macháin es la de un alguacil de moral laxa, costumbres irregulares y sin muchos escrúpulos a la hora de quedarse con las tasas y percibir regalos de comerciantes y tenderos… hay que suponer que a cambio de algún favor.

No lo explicita la documentación municipal, pero los abandonos de su familia y sus desórdenes encajan con la fama de galopín y borrachín con la que ha pasado a la historia. Fueron sus aspectos negativos lo que le aseguraron la notoriedad que se ha transmitido generación tras generación, bien que sin establecerse la relación entre el Machín de la jota y un alguacil que lo fue realmente, menos aún con un tal Silvestre Macháin, que a su manera marcó época.

La jota demuestra que los bilbaínos tendían a ser indulgentes –como lo fue el Ayuntamiento con Macháin varias veces-, capaces de cantar conductas irregulares, que a la postre convirtieron a Silvestre Machain en un tipo popular.

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