El jornalero despedido que mató a su capataz en Miribilla
Antonio y Pedro compartían cuarto y trabajaban juntos, sacando tierra en Miribilla para hacer tejas, pero todo se torció: «Uno va a tener que emigrar»
Carlos Benito
Sábado, 5 de marzo 2022, 23:17
En el Bilbao de principios del siglo XX, las minas tenían algo de Salvaje Oeste. Eran un territorio violento y sujeto a sus propias normas donde los conflictos –laborales, políticos o personales, aunque los tres ámbitos solían solaparse– se solucionaban a menudo con revólveres, navajas o cualquier herramienta contundente que quedase oportunamente a mano. En las páginas de sucesos abundaban las noticias sobre enfrentamientos brutales ocurridos en estas explotaciones: unas veces, la chispa saltaba entre compañeros, por motivos que podían parecer nimios; en otras ocasiones, el encontronazo tenía un componente jerárquico, de rebelión contra un encargado o de castigo desmedido a un trabajador.
En el suceso del camino de Los Mimbres confluyeron las tres motivaciones que mencionábamos antes: el desencuentro laboral alimentó un encono personal que se envolvió vagamente en ideología. Los protagonistas del suceso fueron dos de aquellos hombres llegados de otras tierras para trabajar en la Bizkaia industriosa de la época: Antonio Calleja, de 48 años, procedía de Nueva, una parroquia de la localidad asturiana de Llanes, mientras que Pedro Treviño, de 29, era natural de Aranda de Duero, en Burgos. Los dos estaban empleados en la tejera de Los Mimbres, Antonio como capataz y Pedro como jornalero, y se dedicaban a la extracción de tierra para ladrillos y tejas en el entorno de la mina Abandonada, en Miribilla. Además de ser compañeros de trabajo, Antonio y Pedro compartían habitación en una casa de huéspedes de la calle Zabala: pasaban juntos, por tanto, casi toda la jornada, de día en el tajo y de noche, durmiendo en camas enfrentadas.
Pero Antonio no estaba contento con «la indolencia y el carácter díscolo» de su subordinado, según recogió la prensa, y a mediados de febrero de 1912 lo despidió de la cuadrilla. La relación se agrió al momento y, ya cuando acudió a cobrar los jornales que se le debían, Pedro pronunció una frase que sonaba inequívocamente a amenaza: «Uno de los dos va a tener que emigrar». En días posteriores, el joven se dedicó a «recorrer los terraplenes de la mina» para vigilar las rutinas de su detestado compañero de cuarto. El 27 de febrero, puso en práctica lo aprendido en dos semanas de acecho y salió llevando en la faja su pistola de dos cañones y un puñal. «Sabía Treviño que Calleja permanecía algunos momentos en la mina, después de terminadas las faenas, para arreglar sus cosas. Caminando por las sinuosidades del terreno, se presentó de improviso ante este», relató 'El Noticiero Bilbaíno'.
Donativos para el preso
A las seis, desde la ladera opuesta, el guarda de la Abandonada oyó tiros. No le extrañó, porque en aquellos tiempos era habitual que la gente acudiese a descampados para probar sus armas de fuego, pero decidió acudir para averiguar de quién se trataba. Llegó a ver a un joven con pelliza y pañuelo blanco al cuello que se alejaba hacia La Peña, tranquilo pero a paso vivo. El vigilante se acercó más y encontró el cadáver de Antonio Calleja, tendido junto a la caseta donde solía guardar la chaqueta y el calzado de calle. Presentaba dos balazos en el lado izquierdo de la cara, uno cerca de la boca y el otro en el ojo. En conversación con los periódicos, la patrona de la pensión dibujó un sentido retrato del fallecido: Antonio enviaba casi todo el salario a su mujer y sus cuatro hijos, que seguían en Nueva de Llanes, y con lo poco que se quedaba había auxiliado a algún compañero en apuros.
La Policía registró las escasas posesiones de Treviño, entre las que se encontró un número del semanario anarquista 'Tierra y Libertad', y fue reconstruyendo sus movimientos posteriores al suceso. En primer lugar, Pedro había pasado por casa de unos amigos y les había entregado la pistola y el cuchillo. Después, a eso de las nueve, se había presentado en la posada de Bilbao la Vieja donde estaba de criada su novia, una zaragozana de Villalengua. Le pidió 25 pesetas, que la mujer le dio, y se despidió de ella con un solemne «hasta que Dios quiera». Cenó en Puente Nuevo y se alejó de Bilbao: a la una y media estaba en Durango, donde abandonó las carreteras y echó a andar por el monte, pero aun así acabaron capturándolo en Bergara.
La noticia del arresto suscitó una tremenda expectación en Bilbao, donde algunos interpretaban el crimen en términos de justicia social y no ocultaban su solidaridad. «Por la tarde, desde las tres, la cuesta de Zabalbide estaba intransitable, viéndose gentío ávido de esperar a que pasara el preso», recogía 'El Noticiero'. De hecho, coincidió que la Guardia Civil trasladó a la cárcel de Larrinaga a un sujeto reclamado por un juzgado aragonés y la multitud creyó identificarlo como el reo al que estaba esperando: «Muchas mujeres e individuos que allí había dieron en decir que el preso era Pedro Treviño, autor de la muerte del capataz. La gente corrió detrás y muchas personas le entregaron dinero y lo arrojaban a su paso, siendo recogido el dinero por el preso, que por lo visto ignoraba las causas del obsequio. ¡Como que recogió varias pesetas!», contó el diario. Aquel hombre debió de quedarse muy impresionado por la generosidad de los bilbaínos.
El juicio se celebró en mayo de 1913. El jurado absolvió a los amigos y la novia de Treviño, que estaban acusados de encubrimiento, pero declaró al jornalero culpable de homicidio. Fue condenado a catorce años, ocho meses y un día de prisión.