La doble tragedia de doña Juana: asesinan a su marido y se ahogan dos de sus hijos
Hace un siglo. ·
En menos de diez meses se vino abajo la vida entera de esta mujer, que además vio cómo su intimidad se aireaba durante un juicioSu nombre se menciona muy pocas veces en todo lo que se publicó entre agosto de 1923 y junio de 1924, pero resulta imposible leer ... aquellas informaciones sin pensar en la insoportable carga de sufrimiento que se fue acumulando sobre los hombros de Juana Ibáñez. En solo diez meses, esta mujer se quedó viuda por culpa de un oscuro asesinato, vio cómo los trapos sucios de su intimidad se aireaban en un juicio que no condujo a nada y, como cruel jugarreta del destino, terminó perdiendo a dos de sus tres hijos en circunstancias dramáticas. Lo del 'annus horribilis' se queda corto en el caso de doña Juana.
Todo empezó a torcerse el 15 de agosto de 1923, el día de la Virgen, cuando buena parte de la población bilbaína disfrutaba aún de la romería de Begoña. A eso de las ocho de la tarde, dos tiros en la cabeza acabaron con la vida de Eladio García, un hombre muy conocido y muy bien relacionado que trabajaba como oficial de prisiones en la cárcel de Larrinaga y regentaba un estudio de fotografía en la planta baja de la casa donde residía, el número 67 de la calle San Francisco. Eladio, de 38 años y nacido en la localidad guipuzcoana de Tolosa, iba armado pero no tuvo ocasión de defenderse, ya que lo atacaron por sorpresa cuando subía de la plaza de la Cantera a la plazuela de la Concepción.
¿Por qué lo mataron? En un momento de gran conflictividad social, las primeras hipótesis se centraron en su trabajo en prisión. Al parecer, Eladio era un funcionario «probo, celoso y cumplidor», según la descripción de 'El Pueblo Vasco', y en más de una ocasión había recibido anónimos amenazadores. Recientemente, se decía, había contribuido a desbaratar un plan secreto de varios reclusos comunistas. Los encargados del caso tenían la suerte de contar con un valiente testigo: el joven de 18 años Crescencio Maroto declaró que se había cruzado con dos sujetos que empuñaban sendas pistolas y que, de malos modos, le espetaron un «apártate, chaval». Los identificó como Heliodoro Lozano, de 56 años, y su hijo Félix 'el Churrero', de 23, que tenía antecedentes penales. La Policía se las prometía muy felices: lo que habría podido ser un caso embrollado y trabajoso se les presentaba ya prácticamente resuelto.
Crescencio hizo aquellas imputaciones escoltado por su hermana Potenciana, de 25 años. Los investigadores no tardaron en darse cuenta de que su tarea estaba muy lejos de resultar tan sencilla, ya que se vieron obligados a escoger entre dos vías: por un lado estaban los Lozano, que habrían matado a Eladio por algún motivo carcelario más o menos impregnado de ideología política; por otro, cada vez parecían más sospechosos los Maroto, que no resultaron ser testigos casuales, sino que mantenían un duradero vínculo personal con la víctima. Al final, se impuso esta segunda posibilidad y fueron Crescencio y Potenciana quienes se sentaron en el banquillo.
Una hija viva, cuatro muertos
En el juicio, con 62 testigos llamados a declarar, quedó claro que Eladio y Potenciana eran amantes de largo recorrido. «Desde hace unos once años», puntualizó la joven ante el juez, además de explicar entre sollozos que tenía una hija viva del oficial de prisiones, ya que «los cuatro restantes habían fallecido». La Fiscalía basaba su acusación en que la pareja mantenía frecuentes disputas, pero Potenciana lo negó: relató que ella había pasado la jornada de los hechos en la romería y, minutos después de las siete, se había encontrado con Eladio para ir a merendar juntos. «Acostumbrábamos a merendar todos los días de fiesta», aclaró. Además, aseguró que había presenciado el asesinato, cometido por «un hombre regordete, con gafas negras y gorra de visera» al que volvió a identificar como Heliodoro Lozano.
En realidad, no parece que existiese ninguna prueba seria contra Potenciana y su hermano. «Ni el menor atisbo de culpabilidad», resumió su abogado defensor, que se permitió ironizar sobre el voluntarismo del ministerio público: «Si en el banquillo se encontrasen Félix y Heliodoro, el fiscal acusaría de la misma manera». El 17 de junio de 1924, el tribunal absolvió a los dos acusados.
Tan solo diez días después, el 27, la tragedia volvió a golpear a la misma familia, cuando los hijos Aurelio y Alfredo García, de 17 y 16 años, se ahogaron en la playa Salvaje de Sopela. Junto a ellos falleció un amigo, Ángel Guinea, también de 16. Los chicos, en compañía de otros dos hermanos Guinea, habían hecho la excursión desde Bilbao para celebrar el final del curso en el Instituto Vizcaíno, donde estudiaban todos menos Aurelio, el mayor, que se había hecho cargo del estudio fotográfico a raíz del asesinato de su padre. «El agua nos cubría la cintura y estábamos muy contentos, muy contentos, haciendo tiempo para comer. De pronto, oí que Alfredo decía acongojado: '¡Guinea, Guinea, que se ahoga mi hermano!'», lloraba uno de los supervivientes.
Alfredo acudió en ayuda de Aurelio y también sucumbió a la fuerza de la resaca y el oleaje. Después, Ángel Guinea corrió la misma suerte. Fue el orientador espiritual de los chicos, el sacerdote Basterra, quien transmitió la noticia a doña Juana, que se quedó sola con una hija, Dolores. «Cuando la viuda del señor García supo toda la verdad –recogió el diario 'La Noche'–, estuvo a punto de perder la razón».
Aguas traidoras
«La tal playa Salvaje está haciendo honor a su triste y justa celebridad», publicó 'El Nervión' tras la muerte de los adolescentes. La prensa local recordó que, el verano anterior, sus «traidoras aguas» se habían cobrado las vidas de un religioso y de un bañista alemán.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión