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El pretendiente Carlos VII visita a sus tropas en Azpeitia en 1874. Charles Monney

Diciembre de 1872: los carlistas se echan al monte contra «el huracán revolucionario»

Para el tradicionalismo vasco la revolución liberal era una traición histórica, a combatir por todos los medios

Viernes, 13 de enero 2023, 09:59

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En diciembre de 1872, hace 150 años, estalló la guerra civil que duró hasta 1876. Unos meses antes un levantamiento carlista había terminado con el Convenio de Amorebieta, firmado el 24 de mayo, pero persistía la agitación tradicionalista frente al régimen democrático salido de la revolución de septiembre de 1868, la Gloriosa. Amadeo de Saboya había estado en Gipuzkoa y Bizkaia en agosto y se había podido comprobar que levantaba pocos entusiasmos. Aun así, los liberales estaban bien situados en las principales poblaciones del País Vasco. En diciembre se produjo la sublevación carlista.

Tenían que «emprender un movimiento general que libre a España de la esclavitud en que la tiene un extranjero, hijo del carcelero del Papa, el inmortal Pío IX», contra «este ateo Gobierno»: así se expresaba las primeras semanas de la sublevación el carlista Lizárraga, al mando de la facción en Gipuzkoa. «Quien sea católico español ante todo, que obedezca mis órdenes. Es que ama a su Patria». En 1872, dentro del lema 'Dios, Patria, Rey', se resaltaba la cuestión religiosa y estaba también presente la causa de los fueros.

El carlismo había estado políticamente muy activo desde la revolución del 68. El nuevo régimen, de aspiraciones democráticas, estaba en las antípodas del tradicionalismo. Carlos VII, nieto del Carlos V de la primera guerra, estaba reorganizando su partido cuando la revolución le convenció de su oportunidad política, al no haber «rey ni gobierno». La salida de España de Isabel II hizo que aumentaran sus partidarios, atrayendo a católicos y liberales conservadores, que le veían como un instrumento para detener la revolución.

El cambio político, progresista, despertó la hostilidad de quienes añoraban las formas de vida tradicionales. La Diputación Foral de Gipuzkoa insistía en el carácter anticatólico del nuevo régimen político. Repudiaba el concepto de libertad de los revolucionarios. «El huracán revolucionario invadió también las religiosas, las pacíficas, las laboriosas provincias vascongadas», «al grito de viva la libertad, fueron perseguidos el bien y la verdad y protegidos el mal y el error». Para el órgano foral, el liberalismo democrático era el caos, y la tradición católica el orden y la virtud.

6 millones de retratos del Pretendiente

Al principio Don Carlos propuso un combate legal, a llevar a cabo dentro de las Cortes. Esta táctica disgustó a las bases carlistas, que añoraban las partidas armadas y repudiaban los procedimientos parlamentarios. El carlismo desarrolló desde 1869 una intensa campaña publicitaria en toda España, una táctica novedosa. Unos 160 periódicos o revistas, decenas de folletos y seis millones de retratos del Pretendiente propagaban la causa carlista. Las elecciones a Cortes Constituyentes las saldó con resultados satisfactorios en toda España, incluyendo toda la representación de Gipuzkoa y Bizkaia. Encabezados por el canónigo Manterola, donostiarra, constituyeron una combativa minoría. Manterola presagiaba todo tipo de desastres si triunfaba la revolución. Acabaría con España y sobre su sepulcro se escribiría el epitafio: «Aquí yace un pueblo apóstata que renegó de los bienes eternos por alcanzar los temporales y se quedó sin éstos después de haber perdido aquellos». Para el tradicionalismo la revolución liberal era una traición histórica, a combatir por todos los medios.

La táctica legal no estuvo reñida con tentativas de sublevación, fracasadas, que tuvieron lugar en 1869. Una junta foral carlista Vasco-Navarra se dirigía a Don Carlos en los términos siguientes: «Esta Junta tiene fundados motivos para esperar que, suficientemente armadas Navarra, Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, el triunfo de V.M. es seguro». El carlismo estaba deseoso de lanzarse a la insurrección.

La constitución de 1869 creó una Monarquía Constitucional, incompatible con la monarquía católica del tradicionalismo. Cuando la corona recayó en Amadeo de Saboya, los carlistas se indignaron, pero optaron por la prudencia, al no contar con medios suficientes para un alzamiento. En las elecciones de 1872 disminuía su representación. Ganó en el País Vasco y Navarra, pero en el resto de España bajaban sus parlamentarios. Una Junta carlista preparaba ya la sublevación militar Se acababan las vías legales.

El levantamiento de primavera duró hasta el Convenio de Amorebieta. Don Carlos señaló el 15 de diciembre de 1872 como la fecha para un nuevo levantamiento, aunque luego accedió a la petición de que se retrasase unos días. Tendría que ser una guerra de guerrillas, «para sostenerse siempre rehuyendo combates inútiles e inciertos».

Proliferaban los rumores de que el día 20 «se habría de verificar el nuevo alzamiento carlista». Unos días antes se levantaban ya pequeñas partidas guerrilleras, sobre todo en Gipuzkoa, entre las que destacaría la del cura de Santa Cruz, que sería conocido por su temeridad y crueldad. Era proclive a acciones violentas y no muy dispuesto al encuadramiento militar. Se definía a sí mismo como «un hombre que […] «al salir a campaña no ha tenido otro móvil que el amor a la santa causa de Dios, de la Religión, del Rey, de la Patria y de sus prójimos», pero destacó por su radicalidad, que le llegaría a enfrentar con la dirección del carlismo.

El primero de Bizkaia

A mediados de mes la agitación llegaba a Bizkaia. Según se dijo, hacia el día 10 se reunieron en Abando entre 25 y 30 hombres que salieron de Bilbao y otros pueblos. Se disolvieron, al ver que no tenían armas, recursos ni jefes para lanzarse a una insurrección.

El primero que se levantó en Bizkaia fue Timoteo Maidagán, alcalde de Otxandiano: tenía 53 años, algún negocio relacionado con la herrería y realizó labores de proselitismo entre los de este oficio. Simultáneamente se sublevó en Gernika Francisco de Goiriena, llamado «El jesuita» por haber pertenecido a la compañía.

Componían la partida de Maidagán personas que no se habían presentado a indulto tras el convenio de Amorebieta. Fue sorprendido en los montes de «Inurgana», que no hemos podido localizar, donde resultaron tres carlistas muertos y Maidagán resultó gravemente herido. Debió de recuperarse, pues hizo la guerra en el batallón de Bilbao y en 1875 mandaba el batallón de Orduña como teniente coronel.

Francisco de Goiriena, de Arrazua, había sido capellán de las tropas carlistas que dirigía León Iriarte. No aceptó el convenio de Amorebieta. Al frente de su partida, entró dos veces en Bermeo, el único pueblo de la zona donde había voluntarios liberales que apoyaban al Gobierno. El 26 de diciembre del 72 ocupó Mundaka, «requisando muchachos, exigiendo recursos para la lucha»: buscaban fondos con los que financiar la rebelión. Unos años después era miembro de la Diputación Foral de filiación carlista.

Don Carlos había nombrado comandante general del País Vasco y Navarra a Antonio Dorregaray. Veterano de la primera guerra que aceptó el Convenio de Vergara (1839), después había hecho carrera en el ejército liberal y en 1872 volvía a sublevarse. «Mi grito de guerra es y será siempre ¡adelante!, pero esta palabra no significa dar batallas y empezar la lucha como si tuviésemos los elementos necesarios». Llamaba a la prudencia. De momento, tocaba rehuir enfrentamientos, organizarse y buscar recursos.

A tales criterios se ajustaron los carlistas durante los primeros meses. Proliferaron las partidas, pero hubo pocos enfrentamientos. Sus recursos eran escasos. Su mayor inconveniente era la falta de armas y munición, que lastraba el crecimiento de las filas carlistas. En palabras del diputado Dorronsoro, «sacar gente y no municionarla es llevarla a la carnicería… es hundir el país y perder la causa». Tenían poco armamento y ninguna artillería, carencia que más grave que en la primera guerra, por la evolución de la técnica militar. Aún así, el carlismo se consolidó, movilizando a varios miles de guerrilleros. Al asentamiento militar del carlismo contribuyó la inoperancia gubernamental, condicionada por la inestabilidad política.

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