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Detalle de una de las tablas que se conservan en elen el Art Institute de Chicago.

Entre señores, monjas, anticuarios y magnates: la triste historia del retablo de Quejana

Tiempo de historias ·

Las peripecias que llevaron estas tablas góticas desde Álava a un museo de Chicago merecerían un libro por todo lo que se lee entre las líneas de aquella aventura

igor santos salazar

Miércoles, 23 de noviembre 2022, 00:30

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Igor Santos Salazar es doctor en Historia medieval por las universidades de Salamanca y Bolonia, y profesor de la Universidad de Trento (Italia)

Jacques Le Goff recordaba en las páginas de 'En busca de la Edad Media', una de las muchas obras dedicadas por el autor francés a ese periodo, haber sido la lectura infantil de la novela de Walter Scott, 'Ivanhoe', la mayor influencia cuando decidió entregarse al estudio de la época medieval. En mi caso fue la primera visita que realicé a Quejana, el lugar en el que surge, orgullosa y soberbia, la fábrica del convento y de la casa torre de los Ayala. Entre aquellos muros, en compañía de mis padres y de mis tíos encartados, el cura me regaló el librito-guía de Micaela Portilla sobre el solar y su familia y, a partir de aquel día, piedras y papel quedaron para siempre como cimiento de mi vocación. 

El recuerdo personal no tiene mayor importancia; el lugar que sirve como escenario para el mismo sí. El conjunto palaciego, dotado de iglesia y convento de dominicas y adornado por la capilla funeraria de la Virgen del Cabello, situada bajo la torre, es un testimonio sin par del mundo militar, intelectual y espiritual de la más alta aristocracia de la Castilla de los siglos XIV y XV, que se conserva aletargado entre los verdes montes del norte de Álava, como lo hacen, dormidos en el tiempo, algunos personajes de las fábulas infantiles.

Allí descansan, separados en sendos arcosolios (un tiempo estaban unidos) los monumentos fúnebres del fundador, el toledano Fernán Pérez de Ayala (1305-1385) y de su mujer Elvira Álvarez de Ceballos. En el centro de la única nave de la capilla de la Virgen del Cabello está situado otro sepulcro: el del hijo de ambos, Pedro López de Ayala (1332-1407), canciller del reino y poeta, que comparte el sueño eterno con su mujer, Leonor de Guzmán, a pesar de que ella prefiriese el perdido convento de San Francisco de Vitoria como lugar de sepultura. No debe sorprender, las cosas de la memoria se mueven siempre por el alambre de la manipulación y el trampantojo cuando se las priva de la crítica histórica.

Pedro y Leonor, más bien Leonor, encargaron en 1396 el frontal del altar y el retablo que adornaba el conjunto, tablas góticas policromadas con las historias de la Virgen y de Cristo. En el retablo (una gran estructura rectangular dividida en dos registros) aparecen tres generaciones del linaje, con la intención de subrayar la fuerza de la unión familiar y la protección espiritual que sobre ellos ejerce la Virgen del Cabello: el canciller y su esposa fueron retratados junto a su hijo, Fernán Pérez de Ayala (muerto en 1436) y su nuera, María Sarmiento (1385?-1438), pintados por el anónimo (o anónimos) artista(s) junto a San Blas y Santo Tomás de Aquino, respectivamente. A los lados del Cristo crucificado figuran los nietos del canciller, Pedro y María, herederos futuros de los bienes y honores de la casa de Ayala.

He escrito que el retablo adornaba la capilla situada frente a la iglesia: el uso del verbo al pasado es obligatorio, pues lo que hoy se puede visitar in situ no es más que una copia confeccionada en 1959. El original está custodiado en el Art Institute de Chicago. Las peripecias que llevaron a las tablas góticas desde este lugar rural y apacible a las calles de la tercera ciudad de Estados Unidos merecerían un libro por todo lo que de triste se lee entre las líneas de aquella aventura.

Tiburones de subasta

En 1913, las monjas dominicas vendieron el retablo a un inglés, muy probablemente un anticuario, pues reaparecieron en la londinense Galería Harris. En aquellos años fueron habituales las ventas de un numeroso conjunto de bienes del patrimonio histórico-artístico español, que acabaron en manos –de manera legal pero no por ello menos delictuosa: el político, crítico literario e historiador valenciano Elías Tormo denunció como vergonzoso este mismo caso en un artículo fechado en 1916– de ricos hombres de la industria y la finanza, especialmente de un selecto grupo de magnates americanos que habían acumulado enormes fortunas con sus negocios y que trataban, con millones de dólares, de ocultar el pelo de sus dehesas de origen bajo el manto de los bienes artísticos que, provenientes de la vieja Europa, adornaban sus novísimas mansiones. Era el tiempo de los Frick, de los Morgan, de los Huntington, de los Rockefeller, de los Mellon, de los tiburones de subasta, como el anticuario Joseph Duveen, connoisseur refinado, dispuesto a satisfacer la insaciable hambre de piezas artísticas de los magnates citados...

Y fue también el tiempo de Charles Deering (1852-1927). Su fortuna no puede ser comparable con la de los grandes mecenas estadounidenses, pero su gusto artístico sí. De él y de su familia se conservan algunos retratos soberbios pintados por John Singer Sargent, uno de los mejores retratistas de la alta sociedad del momento. Este hombre, nativo del Maine, fue un industrial de vehículos agrícolas que se estableció en Chicago y que tuvo el sueño de fundar una institución cultural en España. En Sitges mandó construir el palacio Maricel (sede actual del Maricel Museum) y a ese lugar fueron destinados los paneles góticos de Quejana, tras su compra en Londres en 1923. Un año después de la muerte de Deering, sus hijas donaron las pinturas de Quejana al museo de Chicago, que aún las conserva.

La desidia y la necesidad de dinero, la incultura en fin, acabaron con las tablas góticas policromadas a orillas del lago Michigan, en un territorio que toda la cultura del canciller de Ayala nunca pudo imaginar.

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