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JOSEMI BENÍTEZ

El casero de Mallabia que mató a su amigo por unas vacas

Tiempo de Historias ·

Juan María y José eran vecinos y solían ayudarse en la huerta, pero su relación acabó con una deuda pendiente y dos certeros azadazos en la cabeza

Carlos Benito

Domingo, 30 de enero 2022

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El 7 de marzo de 1912, a los horrorizados vecinos del barrio de Gerea, en Mallabia, les correspondió ejercer primero de bomberos y después de detectives. Ya era de noche cuando varios residentes de esta zona rural, situada en las estribaciones del monte Oiz, regresaban de un servicio religioso celebrado en la colegiata de Zenarruza: en mitad de la oscuridad, no podían pasarles desapercibidas las lenguas de fuego que surgían del caserío Legarza o Lejarza, donde residía José Gogénola, de 51 años. Se trataba de un incendio pavoroso, que amenazaba con devorar el inmueble entero, y los campesinos se acercaron presurosos a prestar ayuda.

De camino, algunos se detuvieron en el caserío más cercano, situado a unos quinientos metros de Legarza. Allí vivía con su mujer y sus seis hijos Juan María Leturiondo, de 56 años y buen amigo de su vecino, con quien solía prestarse ayuda mutua en las labores de labranza. Pero, para pasmo de los apurados aldeanos, Juan María les respondió que no podía salir de casa y echarles una mano en el intento de apagar el fuego, porque su esposa no se lo permitía. Detrás de él, la mujer lloraba amargamente, «como si la apenase alguna gran desgracia», según describió 'El Pueblo Vasco', la cabecera original de EL CORREO.

Los vecinos de Gerea se acercaron al caserío en llamas por el costado menos afectado y llamaron a voces desde allí a José Gogénola: sabían que no había más personas en la casa, ya que el resto de la familia se encontraba ausente (según algunas fuentes, José se había separado de su mujer). No obtuvieron respuesta. Miraron por una ventana y solo distinguieron unas cuantas cabezas de ganado, a punto de morir asfixiadas por la humareda, así que abrieron un boquete por el que rescataron una vaca y varias ovejas. Sin medios para extinguir el fuego y sin nadie a quien recurrir, no les quedó más remedio que esperar a que las llamas concluyesen su trabajo.

Mallabia, 1912

Los forenses hallaron dos «boquetes» en el cráneo, que atribuyeron a los golpes de azada, pero también una lesión en el abdomen producida con otro instrumento cortante.

A la mañana siguiente, los vecinos emprendieron la búsqueda del desventurado José. La víspera había sido un día lluvioso y el suelo estaba embarrado, lo que les permitió distinguir el rastro conjunto de un hombre y una vaca. Siguieron las huellas, que les llevaron desde Legarza hasta el caserío de Juan María Leturiondo. Ahí empezaron a cundir las sospechas, alimentadas por la consideración tan diferente que les merecían los dos amigos: según recogieron las crónicas de la época, Gogénola era visto por sus conocidos como «un pobre hombre muy bueno», mientras que Leturiondo se había labrado una «pésima reputación» y había sido condenado un par de veces por hurtos. Era sabido, además, que el segundo tenía algunas deudas pendientes con el primero, ya que le había comprado dos vacas para hacer yunta y todavía no se las había pagado.

Condenado a muerte

Los habitantes de Gerea rebuscaron entre las ruinas del caserío y lograron dar por fin con el cadáver de José Gogénola. «Horriblemente carbonizado, yacía sobre un montón de helechos reducidos a cenizas. Se advertía claramente que la hoguera que formara aquel montón fue la que originó el incendio», detallaba 'El Pueblo Vasco'. El propio Leturiondo participó, entre lamentos, en la identificación del cuerpo.

El juicio se celebró en diciembre de aquel mismo año. Quedó demostrado que, el día de los hechos, José Gogénola había invitado a cenar a su vecino y amigo Juan María Leturiondo y, en el transcurso de la velada, surgió un desencuentro relacionado con el dinero. Gogénola no andaba precisamente sobrado de recursos (de hecho, debía nueve años de renta de su caserío, propiedad de la Iglesia) y reclamó a Leturiondo que le pagase de una vez las vacas o se las devolviese. Según declaró el acusado, se suscitó entonces una violenta discusión y fue Gogénola el primero en echar mano a un madero del hogar para golpearle; según el fiscal, en cambio, Leturiondo aprovechó el momento en que el otro se agachaba a retirar de la lumbre unas castañas cocidas para asestarle dos brutales golpes de azada en la cabeza. Después colocó su cuerpo sobre un montón de nabos (los forenses apreciaron en el abdomen un corte que no les pareció de azada) y, a continuación, lo trasladó al lugar donde se encontraron sus restos y prendió fuego a la maleza con un candil de petróleo, aunque él negó rotundamente este punto. Finalmente, se marchó llevándose una vaca colorada.

El jurado consideró a Leturiondo culpable de homicidio, con las circunstancias agravantes de alevosía, incendio y despoblado, y el tribunal lo condenó a ser ejecutado en el garrote vil, además de imponerle el pago de una indemnización de 5.200 pesetas a la viuda y otra de 1.200 a los dueños del caserío incendiado. «Fue muy notada por cuantas personas se hallaban en estrados la tranquilidad de que dio muestras Juan María, lo mismo al formular el fiscal la petición de muerte que al ser leída la sentencia. No se alteró ni demostró conmoción alguna», destacó el diario.

En cambio, sí reaccionó de manera notoria cuando, en la Semana Santa de 1914, el Rey le concedió el indulto. Le comunicaron la noticia en su celda, la número 13 de la cárcel de Larrinaga, y él «expresó, derramando abundantes lágrimas, que agradecía infinito tal perdón».

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