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Sepulcros de Mencía de Mendoza y su esposo, el condestable Pedro Fernández de Velasco, en su capilla en la catedral de Burgos E.C.

La batalla de Mungia, un juego de nobles

Tiempo de historias ·

Una alianza imposible urdida por el conde de Treviño entre dos señores rivales y desterrados frenó por las armas al conde de Haro, que buscaba dominar Bizkaia con el apoyo del rey de Castilla

igor santos salazar

Domingo, 31 de julio 2022, 01:06

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Igor Santos Salazar es doctor en Historia medieval por las universidades de Salamanca y Bolonia, y profesor de la Universidad de Trento (Italia)

Hoy es sólo silencio y mármol en la capilla más bella de la catedral de Burgos. Pedro Fernández de Velasco nunca pudo imaginar el constante trajín de visitas que concentra su sepultura –obra maestra de Vigarny que él nunca vio– y parece, tumbado junto a su mujer Mencía de Mendoza, apretar la empuñadura de la espada con cierto disgusto. El mausoleo que debería cantar su grandeza y su gloria es meta turística: velódromo para móviles y pantalones cortos; teatro para que resuene el eco de viejas historias convertidas en chascarrillo que se ofrece a visitantes exhaustos por lo apretado de sus agendas, abrumados por tanto nombre y tanto arte.

Aún hay quien lee, zigzageando entre los selfis, la inscripción colocada a los pies de la estatua yacente de quien fuera, desde 1473, Condestable de Castilla, pero esas líneas tan retóricas que el tiempo va desleyendo no contienen toda la complejidad de un personaje que protagonizó historias que convendría recordar. Sobre todo, en esta época nuestra que se dice fan de la memoria y que apenas si deja espacio para la Historia, esa reflexión sobre el pasado que nos enseña a confrontar críticamente memorias diferentes para poder desechar recuerdos subjetivos y fuentes de parte, recogidas con intenciones partidistas y por tanto fraudulentas…

Don Pedro puede enseñar mucho a propósito de subjetividades y parcialidades. Él, vástago privilegiado de una de las familias de mayor relumbrón del reino de Castilla, hijo de un padre homónimo –uno de los Claros varones de la obra de Pulgar– , señor de Medina de Pomar y conde de Haro, jefe de un linaje que controlaba hombres y tierras desde el Cantábrico y hasta el río Duero y que veía entrar en sus cofres cientos de monedas provenientes de las rentas sobre los impuestos reales que los reyes habían ido concediendo a su linaje.

El mármol burgalés refleja con su fría textura el torbellino de ambición y de manipulación de voluntades que fue aquel hombre. Alcanzó el liderazgo sobre su familia ya veterano de mil intrigas, en 1470, a la edad de 45 años, tras la muerte de su padre, en un tiempo de inestabilidad, abocado a las guerras civiles por la sucesión de Enrique IV entre los partidarios de la hija de éste, Juana, y la princesa Isabel, hermanastra del rey. El ambiente político en Bizkaia no era mucho mejor: lacerada por las violencias de los linajes nobiliarios locales, el de Velasco consiguió que Enrique le enviase al Señorío con plenos poderes («de virrey» dirá un cronista) para intentar una «pacificación» que parecía imposible.

Sin embargo, las intenciones del conde de Haro eran muy diferentes: aprovechar la coyuntura para manipular las voluntades de las elites vizcaínas y convencer al rey de Castilla, que era también señor de Bizkaia, para que le cediese tan apetitoso título (y las muy ricas rentas que conllevaba…). Muchos temían que Enrique IV, interesado en tener apoyos poderosos contra la princesa Isabel, claudicase, como antes otros tantos habían barruntado, sin razón, que Bilbao había sido cedida al viejo padre de Pedro. La acción del pacificador fue rápida y radical: desterró a los jefes de los dos bandos en conflicto, Juan Alonso de Mújica y Pedro de Avendaño, protagonistas de mil violencias en los territorios del actual País Vasco, y así él quedó como principal poder militar en la tierra. Todo apuntaba a una fácil victoria del de Velasco, Bizkaia volvería a ser patrimonio de una familia nobiliaria…

Engañados en un convento

En el borrascoso mar de la aristocracia castellana había alguien tan preocupado con esa posibilidad como parte de los linajes vizcaínos: Pedro Manrique, conde de Treviño, no estaba dispuesto a permitir que su primo se enriqueciese aún más, añadiendo Bizkaia a sus estados señoriales (que en muchos lugares lindaban con los suyos) y empezó a maniobrar para impedirlo. Su acción fue tan fulgurante como espectacular. Hizo llamar a los desterrados Mújica y Avendaño a Carrión de los Condes, en donde se entrevistó por separado con ellos, obligándoles después a recogerse en las celdas del convento de San Francisco de la localidad castellana.

Los dos parientes mayores no sabían que compartían el edificio. No cuesta imaginar su sorpresa cuando el conde de Treviño orquestó una entrevista entre ellos. El tiempo pareció detenerse cuando ambos se encontraron: los viejos enemigos se escupieron sus rencillas, echándose en cara los desastres que desde hacía décadas la familia del uno había provocado en la del otro; volaron los nombres de los muertos como un rosario de mal augurio hasta que Pedro Manrique intervino recordando a ambos el peligro que representaba el de Velasco para sus intereses, mucho mayor que el que hasta entonces había provocado sobre las tierra la enemistad tan encendida entre sus linajes. Los cronistas recuerdan ese diálogo como en uno de los mejores guiones de una película de aventuras, en el que los protagonistas se llenaron la boca con preciosas palabras: bien común, libertad, defensa de antiguos privilegios pisoteados por la soberbia de uno… El momento merecía ese tono, sin duda, pero no deberíamos caer en la trampa de la retórica. Aquel día en Carrión se ventilaban los intereses de unas pocas familias de la nobleza castellana, con intereses en Burgos, Bizkaia, Gipuzkoa y Araba. No se bregaba por obtener una sociedad mejor y más justa. Libertad sí, pero para ejercer cada uno el dominio en pro de sí mismo.

Un milagro político

A pesar de ello reconozcamos que el conde de Treviño consiguió en aquella memorable jornada un milagro político. Fue capaz de unir a su voluntad la voluntad de aquellos dos hombres y forzarles a un pacto signado con una alianza matrimonial entre los hijos de ambos. Sus añejos pleitos podían esperar, la derrota del de Velasco era más urgente, como dictan las reglas del juego aristocrático. Los ejércitos de los aliados empezaron entonces a castigar al conde de Haro en tierras alavesas, atosigando sus fuerzas sin que tales violencias hicieran que el rey mediara, pues era partidario del de Velasco.

Tras estas escaramuzas, el conde de Haro había vuelto a Burgos para conseguir refuerzos con los que entrar de nuevo en el Señorío, llevando sus tropas hacia Bermeo, que era aún entonces, por su fuerza simbólica más que por su capacidad económica y demográfica, la «capital» de Bizkaia. Pero antes de llegar a la villa marinera encontró los caminos ocupados por sus enemigos, que le dieron batalla en las cercanías de Mungia. Muchos de los suyos encontraron en aquel día de 1471 la muerte y el mismo conde de Haro fatigó su salvación. Sus ambiciones murieron junto a tantos de sus hombres. Bizkaia evitaba así caer dentro del dominio de un magnate, pero continuaba gobernada por el rey y por otros nobles, de menor rango, que compartían sus mismos ideales, hechos de explotación de rentas y de privilegios, no de libertades individuales…

El silencio envuelve ahora los sepulcros burgaleses y la menguante luz de la tarde va llenando el espacio de sombras. Como en una leyenda de Bécquer, me parece poder escuchar el susurro del conde de Haro, el rico-hombre de Castilla, derrotado en aquella jornada pero vencedor sobre el tiempo, detenido en las agujas y cresterías de su inmortal capilla.

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