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El asesinato del cura de San Nicolás

El asesinato del cura de San Nicolás

Tiempo de historias ·

Al sacerdote Julián Palacios lo mataron de un tiro un día de junio de 1889, cuando se dirigía al pueblo alavés de donde procedía. Llevaba encima mucho dinero, pero el móvil no fue el robo, sino una combinación de infidelidad notoria y desavenencias familiares

CARLOS BENITO

Jueves, 19 de septiembre 2019, 00:54

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De Julián Palacios no sabemos gran cosa, más allá de las circunstancias de su muerte en 1889 y de su condición de sacerdote, encargado de oficiar la misa de once y media en la parroquia bilbaína de San Nicolás. Los periódicos de la época hicieron constar que era originario de Quintanilla, un pequeño concejo del municipio alavés de Valdegovía, pero no dedicaron mucha más tinta a trazar con mayor precisión su perfil: solo el 'Diario de Bilbao' publicó que el cura era «un hombre alto y vigoroso», de «unos 44 años», y que disfrutaba de una economía desahogada, con «algunos fondos depositados en el Banco de Bilbao». Su asesinato, que en un principio habría podido parecer obra de algún salteador de caminos, dio lugar a una investigación y dos juicios que tuvieron en vilo a la sociedad de la época. «Merece figurar entre las causas célebres», dictaminó un cronista de tribunales, dejándose llevar por el entusiasmo del momento.

El domingo 2 de junio de 1889, el padre Julián emprendió el trabajoso viaje desde Bilbao hasta su pueblo, con el propósito de pagar el jornal a los albañiles que le estaban construyendo una casa y entregarles cierta cantidad de dinero extra para materiales. Llevaba encima 1.500 reales en metálico, un atractivo botín para posibles ladrones, al que se sumaba un reloj de oro que sus contemporáneos describieron como «magnífico». Salió de Bilbao en el tren de las dos y media y, al llegar a Orduña, se topó con un conocido al que confesó la preocupación que le atormentaba: el itinerario a pie hasta su pueblo le obligaba a atravesar montes y parajes solitarios. Su amigo, Domingo Alonso, estaba a punto de emprender la ruta hacia Bóveda, otro pueblo de Valdegovía, así que se avino a hacer el camino en su compañía y no dejarlo solo hasta que llegase a su destino. Domingo, que iba a caballo, cargó con algunos bártulos del cura, mientras este cubría el recorrido caminando.

Ya había anochecido cuando llegaron al monte de Quintanilla. Justo cuando el cura levantaba la barrera que cerraba el camino, un tiro rompió aquel silencio de hace ciento treinta años. Julián Palacios se desplomó y, según las crónicas de prensa, exclamó: «¡Jesús, si yo no le he hecho daño a nadie!». Domingo descabalgó precipitadamente y se acercó a socorrer a su amigo. «¡Infames! ¡Asesinos!», gritaba. Al otro lado de la barrera se incorporó un hombre, apenas una sombra en la impenetrable oscuridad, y le arrojó una piedra de gran tamaño que no le acertó por poco. Domingo echó a correr, asustado con razón: no se había alejado más de veinte metros cuando el atacante abrió fuego de nuevo y le alcanzó en una pierna. Pese al dolor, logró internarse en la espesura del monte y se quedó toda la noche escondido entre unas matas. Hasta el amanecer no se atrevió a acudir a Villanueva de Valdegovía para dar cuenta de lo ocurrido.

Un lago de sangre

«Quedaron el señor juez y los individuos que le acompañaban aterrados del aspecto que presentaba el teatro del crimen. El cadáver del interfecto obstruía por completo el paso que conduce al monte, encontrándose en el centro de un inmenso lago de sangre», relató el 'Diario de Bilbao'. Los agentes que revisaron la zona hallaron dos cápsulas de una escopeta de sistema Lefaucheux. De la jugosa cantidad de dinero que portaba el sacerdote, solo quedaban en sus ropas cinco céntimos, y también habían desaparecido el reloj e incluso un lapicero que llevaba. Todo apuntaba hacia un asalto de ladrones, pero los vecinos de la comarca no estaban de acuerdo con esa tesis: a su juicio, el dramático final del padre Julián tenía que estar relacionado con las tensiones que habían llevado al límite la relación del cura con su hermano y su cuñada.

Desde luego, el vínculo con su hermano Faustino no era precisamente modélico. Eso quedó claro el mismo día del crimen, cuando Faustino tomó el tren de Orduña a Bilbao. Algún conocido, informado de lo que acababa de ocurrir en Quintanilla, le preguntó si no se quedaba acaso a levantar el cadáver de su hermano, a lo que respondió: «¡No ha de faltar quien lo levante!». La relación entre ambos se había enrarecido por la conducta de la mujer de Faustino, María Mardones, que mantenía un notorio romance con un joven del pueblo, Román Ochoa, licenciado del Ejército. El cura había advertido en repetidas ocasiones a su hermano y su cuñada sobre lo inapropiado de estos devaneos, ajenos a todo disimulo, ya que María solía aceptar todos los regalos que le hacía Román. «Ella tenía por costumbre, cuando iba el Ochoa, enviar al pajar al marido, que es idiota», resumió con cierta brusquedad un periodista de 'El Globo'. Al parecer, la reacción del sacerdote no iba a quedarse en la indignación y el reproche moral, ya que tenía la intención de desheredar a su hermano.

Los primeros detenidos fueron Faustino y María, pero los investigadores llegaron muy pronto a la conclusión de que el autor del asesinato había de ser Román, acostumbrado a las armas y buen cazador. Al registrar su casa, se encontró munición de escopeta idéntica a la empleada en el asesinato. La Policía tardó una semana en dar con Román, que había escapado a la zona minera de Muskiz, pero finalmente lo atraparon cuando regresaba a Orduña en tren. Aunque se mostró impasible durante los interrogatorios, esa firmeza no le libró de convertirse en el único acusado del crimen. El juicio se celebró en Amurrio en marzo de 1890, en medio de una gran expectación, y Román acabó condenado a muerte. El tribunal especificó que debía ser ejecutado en Amurrio en un día no festivo.

Entre las ropas del niño

Pero el caso todavía estaba lejos de concluir, ya que la sentencia a la pena capital produjo un cambio radical en la actitud del reo, que abandonó su anterior reserva y brindó detalles de cómo su amante le había impulsado a cometer el crimen. «En cuanto oyó leer la fatal sentencia por la que se le condenaba a desaparecer de entre los vivos, cantó de plano, dijo la verdad toda entera», informó 'El Día'. Según su nueva versión, María le urgía a menudo a acabar con el cura: «¡Cobarde, miedoso! Si yo fuera hombre, ya lo habría hecho», le pinchaba. Aseguró que, después del asesinato, había entregado a la mujer el reloj y la práctica totalidad del dinero y solo se había quedado con veinticinco pesetas. El juez abrió nuevas diligencias y los investigadores comprobaron que María no solo había tenido desde el principio el reloj y los billetes -todo ello oculto entre las ropas de un hijo suyo de corta edad-, sino que en determinado momento, ya encerrada en la cárcel de Amurrio, había dejado el botín en manos de una allegada, nuera del alcaide de la prisión. El propio responsable de la penitenciaría estaba informado de lo ocurrido, pero ni él ni su nuera habían denunciado nada «por lástima». También se descubrieron otras irregularidades, como que, a pesar de que María y Román estaban incomunicados, los funcionarios permitían sus encuentros dentro de la cárcel e incluso desembarazaban al hombre de los grilletes durante esas entrevistas.

El nuevo juicio, celebrado en agosto, congregó a «un gentío inmenso» atraído por la combinación morbosa de adulterio y asesinato: algún periódico llegó a publicar que el plan de los amantes era matar también al marido, incluso sostuvieron que María ya había asestado un fuerte golpe en la cabeza a Faustino días antes del crimen. El diario madrileño 'El Globo' mandó a un enviado especial que, a falta de telégrafo en Amurrio, tenía que enviar sus crónicas con un recadero para que las transmitiesen desde Orduña. En la vista, María admitió que existía un agrio resentimiento entre ella y su cuñado, ya que el religioso siempre la reprendía con dureza por su relación con Román, pero aseguró que la idea de matar al cura había partido de su amante. En cualquier caso, el jurado la declaró culpable y el tribunal la condenó también a morir en el garrote. También hubo castigo para la nuera del alcaide, a la que se impuso una multa de 125 pesestas, y para el propio responsable de la cárcel de Amurrio, que resultó absuelto pero quedó pendiente de un expediente por la falta cometida. Cuando se leyó la sentencia, María Mardones rompió a llorar y Román Ochoa dijo, con un suspiro, que ya había quedado «a bien con Dios».

La reina indultó tres meses después a Román Ochoa y le conmutó la pena de muerte por cadena perpetua. En febrero de 1891, hizo lo propio con María Mardones, al considerar «de estricta equidad» conceder a la instigadora la misma gracia que al autor material.

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