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El albañil que mató a un compañero en Bilbao por unos ratones en una tartera

El albañil que mató a un compañero en Bilbao por unos ratones en una tartera

Tiempo de historias ·

En 1892, una broma en una obra de la calle Buenos Aires dio lugar a una escalada de violencia que concluyó en homicidio

CARLOS BENITO

Jueves, 26 de marzo 2020, 02:07

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Los homicidios por motivos absurdos se encuentran muy lejos de constituir un episodio poco común. Parece formar parte de nuestra naturaleza humana que, en ocasiones, un malentendido o una ofensa nimia se agiganten en el ánimo hasta exigir una respuesta violenta, desproporcionada, fatal. En la Bizkaia de finales del siglo XIX y principios del XX, estos desenlaces sangrientos resultaban todavía más habituales que hoy, por la sencilla razón de que las armas (blancas o de fuego) se habían convertido en un recurso habitual a la hora de resolver desencuentros y pendencias. La historia de Domingo Fernández y Antonio Miranda, que comenzó con una broma pesada y acabó con un acto irreparable, sirve como buen ejemplo de aquella violencia cotidiana, con la particularidad de que, en aquel caso, fue la víctima quien ejerció casi todo el tiempo como agresor.

En septiembre de 1892, los albañiles Domingo y Antonio trabajaban juntos en un edificio en construcción de la calle de la Sierra, la actual Buenos Aires, enfrente de la compañía de maderas de Lund y Clausen, cuya labor había dado nombre a la vía. Domingo era gallego, de un pueblo de Lugo, y solo hacía un mes que se había trasladado a Bilbao desde Madrid. Tenía 27 años, era padre de un niño de corta edad y llevaba unos días como peón en la obra donde habría de morir. Antonio, por su parte, tenía 25 años, estaba casado y era natural de Bilbao. Durante las jornadas que llevaban trabajando juntos, no había surgido ningún conflicto entre ellos: «Habían estado unidos como buenos compañeros», resumió una crónica en 'El Siglo Futuro'. El 16 de septiembre, a la hora de almorzar, esa relación amigable se cortó de manera abrupta y definitiva.

Cuando Antonio abrió su tartera, se encontró dentro seis ratones muertos. «No probó el almuerzo, efecto de la repugnancia que la vista de los animales le había causado», relató el diario 'El País'. Según algunas fuentes, Antonio sospechó de inmediato que Domingo había sido el autor de la desagradable trastada, pero este lo negó. Según otras, se produjo el siguiente diálogo, con el contenido de los puntos suspensivos sujeto a la imaginación del lector.

—¿Quién de vosotros es el que ha metido en mi cazuela aquello?

—Yo —respondió Domingo.

—Pues eres un...

—No me dirás eso cuando salgamos de trabajar.

—Ahora y cuando quieras.

—Pues bueno, ya lo veremos.

Antonio pasó la tarde rumiando su indignación y, a las seis, cuando terminó su jornada, buscó inmediatamente a Domingo. Se encontró con que este se había provisto de un palo.

—Oye, tú, para darnos dos bofetadas no es preciso arma ninguna —le dijo.

—¿Estás dispuesto a sostener lo que has dicho esta mañana?

—Sí, hombre, ¡pues no he de estarlo!

Se abalanzaron el uno contra el otro y el peor parado fue Antonio, que se llevó unos cuantos garrotazos y acabó con contusiones en un brazo. La pelea se quedó ahí gracias a la mediación del resto de la cuadrilla de albañiles. Humillado y ciego de ira, Antonio preparó su venganza para el día siguiente. Compró una navaja albaceteña de lengua de vaca, de unos 30 centímetros, y el sábado no acudió a la obra hasta las once. El capataz le obligó a marcharse, pero volvió en pleno descanso de la comida y se encontró a su adversario charlando con unos compañeros. «Vamos a tomar un cuartillo», propuso Antonio. «No tengo ganas de beber y ya es hora de volver al trabajo», rehusó Domingo. La cosa podría haber terminado ahí, ya que Antonio se marchó a la calle, pero Domingo siguió a su rival, le golpeó con un listón hasta romper la madera y sacó de la faja un cuchillo con el que le tiró varios lances. No contaba con que Antonio había venido bien pertrechado: abrió su navaja nueva y se la clavó a Domingo en el pecho, justo en la tetilla izquierda. «El herido lanzó un grito horrible, de agonía (...), quiso arrojarse contra su agresor, mas le faltaron las fuerzas, y sin poder hablar una palabra cayó muerto empuñando aún el cuchillo», contaba la noticia de 'El País'. El albañil gallego se desplomó sobre un montón de piedras, alcanzado en el corazón por la puñalada, y un sacerdote que acertó a pasar por allí le administró la extremaunción.

«He hecho bien»

«¡Ese ya está bien!», exclamó el homicida. Y echó a andar calle arriba, seguido a poca distancia por un grupo de compañeros, que no se atrevían a detenerlo. Al llegar a la Plaza Circular, los obreros vieron allí a los guardias Montiano y García y les pidieron a gritos que apresaran a Antonio, que no opuso ninguna resistencia: «Sí, he sido yo el que lo ha matado. He hecho bien, matarle antes de que él me matara a mí. Llevadme a la cárcel», dijo a los agentes, extendiendo las manos para que lo esposaran. Según detalló 'El Noticiero Bilbaíno', pasó la tarde cantando en el calabozo donde le habían encerrado, hasta que a las diez de la noche lo trasladaron a prisión. La mujer de Salvador, «cuando tuvo conocimiento del hecho, echó a correr por diferentes calles, loca de desesperación», recogen también las crónicas.

El juicio se celebró en la Audiencia en mayo de 1893. El fiscal pidió una pena de 14 años de cárcel y una indemnización de dos mil pesetas para la viuda, pero el relato del suceso que hicieron los testigos le llevó a rebajar su solicitud y plantear una pena mínima, dado que la agresión había partido de su violento oponente. Finalmente, el jurado declaró a Antonio Miranda no culpable y el juez lo dejó en libertad.

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