«Adiós, querida mía»: los dramáticos mensajes de despedida que metieron en una botella los náufragos vizcaínos del Rafael
Cuando el vapor bilbaíno embarrancó cerca de Burdeos, sus tripulantes supieron que iban a morir y confiaron al mar sus últimas palabras
Las navidades de 1911 fueron terribles en el Golfo de Bizkaia, con un temporal salvaje que provocó numerosos naufragios. «Los marinos que estos días llegan ... a nuestro puerto afirman que no tienen memoria de otro igual», recogía 'El Noticiero Bilbaíno', que pasaba revista a varias entradas de buques con destrozos importantes causados por el violentísimo oleaje. En aguas francesas se fueron a pique decenas de barcos de pesca y un par de goletas, y muchos mercantes se vieron en serios apuros para refugiarse en puerto. De todos aquellos desastres, el que más impresión causó fue el de un vapor bilbaíno, el Rafael, de los armadores Echevarrieta y Larrínaga. Al embarrancar, cuando les faltaba muy poco para alcanzar Burdeos, los tripulantes supieron que iban a morir allí mismo y tuvieron el temple de escribir mensajes de despedida, que metieron en una botella y confiaron a ese mar que los estaba matando. Ciento catorce años después, sigue resultando difícil leerlos sin emocionarse.
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El Rafael navegaba bajo pabellón uruguayo, como tantos otros en aquella época, para eludir los onerosos derechos de abanderamiento que se pagaban en España. Construido en 1890, se dedicaba a transportar carbón de Inglaterra a Francia, y en aquel viaje traía dos mil toneladas que había cargado en Sunderland. La noche del 21 al 22 de diciembre, ya estaba a punto de embocar el estuario de la Gironda cuando el furioso viento del suroeste rompió la cadena del timón y las olas estamparon el casco contra un banco de arena. Así lo narró el diario 'La France de Bordeaux et du Sud-Ouest': «Venía, acaso por quincuagésima vez, a nuestro puerto (...). Arrollado por el agua, se despedazó en seguida, partiéndose y arrastrando en su pérdida a los veinticinco hombres de la tripulación, todos súbditos españoles». No se publicaron los lugares de origen de todos ellos, pero 'El Noticiero' puntualizó que la inmensa mayoría eran vizcaínos. Y, aunque se habló de 25, en la esquela aparecían 23.
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Todos esos detalles sobre el naufragio se conocieron después, porque no había noticia de lo ocurrido cuando empezaron los hallazgos funestos en la costa. Se localizaron cuatro cadáveres. Uno de ellos era el del capitán, Juan Gallastegui. La prensa hizo constar que en los bolsillos conservaba un reloj de oro, un cortaplumas con mango de nácar, dinero de diversos países (pesetas, florines, francos, libras esterlinas) y dos billetes de lotería de Navidad, de los números 26.530 y 27.577. Otro de los cuerpos correspondía al segundo oficial, Alfredo Igartua. Al tercero se le identificó por las iniciales bordadas en su ropa interior, V.M.: era el primer maquinista, Vicente Martínez. Del cuarto, muy joven, solo se supo que debía de tratarse de un fogonero, ya que sus brazos, tatuados y con cicatrices, seguían manchados de carbón. Arribó también un bote salvavidas con el nombre del barco, Rafael. Y, además, el mar depositó en la costa una botella.
«No lloréis por mí»
Dentro estaban los mensajes que habían escrito los marineros cuando ya sabían que su suerte estaba echada. «Pedimos a la persona que encuentre este papel que lo haga conocer a la autoridad de Marina de Bilbao y lo comunique a nuestras familias. Morimos en pleno conocimiento», rogaban, además de explicar la causa del siniestro. «Envíen mi último adiós a mi familia», pedía el capitán. «A mi querida madre Esperanza, a mi hermano Vicente, a mi hermano Ricardo, a mi hermana Matilde y a mis demás parientes envío un adiós para todos en un naufragio a la altura de Burdeos», decía el mayordomo Pedro López. «Adiós, mis queridos padres. Vuestro hijo os lo roba una tempestad que se traga el barco (...). Mis recuerdos hasta la otra vida. Vuestro hijo que os ama de todo corazón», se despedía el tercer oficial, Juan Sainz. «A mi Juana. Adiós, querida mía. Perdón. Lleva a mi madre este papel. Ruégote, madre, que cuides bien de mis hijos», suplicaba Alfredo Igartua. Y en algunos no quedaba clara la firma. «Mis últimos y cariñosos recuerdos para mi madre», escribió uno. «No lloréis por mí», se despedía otro. «Te pido que me perdones», le rogaba a su madre un tercero.
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La casa armadora envió a Burdeos a José Larrauri, capitán del vapor Satur, que conocía a los tripulantes. «El buque ha desaparecido por completo. No ha quedado de él ni rastro», informó desde allí. Aclaraba también que la avería que sufrieron, la rotura del guarne del timón, era muy común: «En alta mar esto no supone ningún riesgo. En cinco o seis minutos la avería está reparada y se restablece el gobierno del buque. Los del Rafael tuvieron la desdicha de que se les rompiera el guarne en el crítico instante en que remontaban la barra para entrar en la ría de Burdeos», detallaba. Los conmovedores mensajes de los tripulantes fueron reproducidos por incontables periódicos. «Para conocer los efectos destructores de un temporal y todo el alcance de un siniestro a bordo, se necesita ser marino, o por lo menos haberlo presenciado, y esos momentos, generalmente, no tienen más testigos que los auxiliares de las maniobras, ni más miradas que las de Dios; por eso en tierra se miran las cosas del mar con cierta indiferencia», comentó el 'Diario de la Marina'.
'El Noticiero Bilbaíno' se detuvo en el drama de los hermanos Juan y José Sainz, hijos de «unos pobres y honrados obreros de Sestao que viven sujetos a un jornal mezquino». El matrimonio, «a costa de mil privaciones», pudo pagarle a la hija los estudios de maestra, pero la joven murió poco después de obtener el título. «Ellos entonces pusieron sus afanes en dos hijos que les quedaban, Juan y José, y sin reparar en sacrificios los matricularon en la Escuela de Náutica de Santurce», relataba el diario. Acabaron la carrera con brillantez y, a falta de puestos de piloto, se enrolaron juntos en el Rafael como agregados y fallecieron junto a todos sus compañeros. A 'El Noticiero' llegó también la carta de «seis obreros vascos» que, «consternados ante la inmensa desgracia», abrieron una suscripción popular de ayuda a las familias de las víctimas con seis pesetas que habían logrado reunir.
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El estafador que «contaba sus angustias»
En 1912 se encarceló en Vigo a un estafador que practicaba el 'timo del náufrago' haciéndose pasar por único superviviente del Rafael. En 'El Liberal', el escritor y periodista aragonés Joaquín Dicenta, presente en aquel momento en la ciudad gallega, profundizó en el caso: «Por tal pasó en varias poblaciones, engañando a las autoridades, obteniendo pasajes y alimento gratuito en buques, cuyas tripulaciones tomaban por compañero al impostor. Describía el naufragio con detalles que ponían llanto en los párpados, contaba sus angustias, su recio pelear con las olas, de magistral manera. Autor y actor, todo en una pieza, subyugaba a su público».
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