'Keeper': Double Fine hace Double Fine, para bien y para mal
Crítica ·
Disponible en Xbox Series, Game Pass y compatiblesEn 1994, Tim Burton estrenó Ed Wood, una película sobre el peor director de la historia del cine. Ed Wood hacía películas terribles, con presupuestos mínimos, actores borrachos y efectos especiales de cartón. Pero había algo genuino en su incompetencia, algo conmovedor en su incapacidad para ver lo mal que lo hacía todo. Wood creía de verdad que estaba haciendo arte. Y Burton, al retratarlo, no se burla. Al contrario: hay ternura en su mirada. Hay respeto por alguien que nunca dejó de intentarlo, que nunca dejó de hacer las cosas a su manera aunque nadie le pagara por hacerlo.
Años después, Burton seguiría haciendo películas de Tim Burton. Algunas funcionan, otras no tanto, pero todas tienen esa marca inconfundible: rayas, espirales, Johnny Depp con maquillaje blanco, Danny Elfman componiendo melodías circenses. Uno puede predecir una película de Burton antes de verla. Y eso puede ser una virtud o un defecto, dependiendo de si eres un fan devoto o alguien que piensa que ya has visto suficientes rayas para toda una vida.
Publicidad
Keeper es un juego de Double Fine y, al igual que Burton, llevan décadas haciendo lo mismo: juegos raros, encantadores, emocionalmente sinceros, visualmente únicos y mecánicamente... bueno, ahí es donde la cosa se complica. Porque Keeper tiene todo lo que hace grande a Double Fine y todo lo que siempre le ha costado. Es, en el mejor y peor sentido, Double Fine siendo Double Fine. Y después de veinticinco años, uno ya debería saber si eso le gusta o no.
Un faro despierta. No sabemos por qué. No sabemos cómo. Simplemente, abre su luz —que funciona como ojo— y mira al mundo por primera vez. Se descubre con piernas. Piernas metálicas, torpes, que se tambalean como las de un potro recién nacido. Intenta caminar. Tropieza. Cae. Se levanta. Vuelve a intentarlo. Y en esos primeros diez minutos de Keeper, donde tu única tarea es aprender a mover un edificio que nunca debió moverse, Double Fine te está contando todo lo que necesitas saber sobre el juego: esto va a ser raro, va a ser torpe, y vas a tener que aceptarlo o marcharte.
Los primeros pasos del faro son deliberadamente frustrantes. La cámara es fija, como en los primeros Resident Evil o en Grim Fandango, lo que significa que el juego decide qué ángulo ves y tú te adaptas. Esto funciona maravillosamente en momentos cinematográficos —hay planos en Keeper que parecen pinturas de Moebius cobrando vida—, pero es un tormento cuando intentas navegar espacios más abiertos y la cámara cambia justo cuando giras una esquina. Pierdes la orientación. El faro da un paso en la dirección equivocada. Te estrellas contra una pared. O destruyes una casa sin querer, porque resulta que un faro con piernas pesa lo suficiente como para aplastar estructuras de madera.
Hay algo encantador en esa torpeza inicial. Recuerda a los primeros minutos de WALL-E, donde el pequeño robot se mueve con la pesadez de quien ha estado solo durante siglos, oxidándose lentamente, y cada gesto parece costarle un esfuerzo titánico. O a Shadow of the Colossus, donde Wander se mueve con la torpeza de alguien que no es un héroe, solo un muchacho desesperado que ni siquiera sabe muy bien cómo sostener una espada. La torpeza genera empatía. Te hace sentir vulnerable. Te recuerda que no eres poderoso, que el mundo no fue diseñado para ti, que tendrás que adaptarte.
Publicidad
Pero hay una diferencia entre torpeza como decisión estética y torpeza como limitación técnica. Y a veces, jugando a Keeper, no tengo claro cuál es cuál.
Aparece un pájaro. Un pájaro grande, de dibujos animados, con colores imposibles. Se llama Ramita, y desde el momento en que se posa junto al faro, la dinámica cambia. Ya no estás solo. Ahora hay alguien más. Alguien que puede volar, que puede agarrar objetos con el pico, que puede ayudarte a resolver los pequeños puzzles ambientales que el juego va esparciendo por el camino. Pero sobre todo, alguien que te necesita. Y tú lo necesitas a él.
No hay diálogo en Keeper. Ni una sola palabra. Ni siquiera texto en pantalla más allá de los controles básicos. Es narrativa pura a través de la imagen y el sonido, y en ese sentido el juego funciona con la misma lógica que los primeros cuarenta minutos de WALL-E o toda la duración de La tortuga roja: contar sin explicar, mostrar sin subrayar, confiar en que el espectador —o en este caso, el jugador— sea capaz de leer entre líneas.
Publicidad
Y funciona. Joder, funciona mejor de lo que debería. Porque el faro, a pesar de ser un edificio de ladrillo y metal, es increíblemente expresivo. Su luz se mueve como un ojo, entrecerrándose cuando está concentrado, abriéndose de par en par cuando se sorprende, apagándose levemente cuando está triste. Y Ramita, con sus pequeños graznidos y sus movimientos de cabeza, aporta esa capa de calidez que convierte lo que podría ser un walking simulator solitario en algo mucho más cercano a una historia de amistad.
He visto críticas que comparan Keeper con Journey, y entiendo por qué: ambos son juegos cortos, sin palabras, que apuestan por la experiencia emocional sobre la complejidad mecánica. Pero hay una diferencia fundamental. Journey es minimalista hasta la médula: tienes una mecánica (deslizarte por la arena) y el juego la explora hasta agotarla. Keeper, en cambio, es maximalista, disfrazado de minimalista. Cada veinte minutos, el juego cambia. No solo de escenario, sino de género.
Publicidad
Empiezas como un walking simulator torpe. Luego hay plataformeo. Luego puzzles ambientales que «recuerdan» a The Witness (con muchas comillas). Luego hay una sección donde puedes flotar. Luego otra donde nadas. Luego —y juro que no estoy exagerando— hay una sección que parece Tony Hawk's Pro Skater pero con un faro haciendo trucos. No voy a dar más detalles porque los giros constantes son una de las mayores virtudes del juego, pero también uno de sus mayores problemas.
Porque cada vez que empiezas a dominar una mecánica, el juego te la quita y te da otra. Y eso es emocionante al principio —«¿qué será lo siguiente?»— pero al final te das cuenta de que ninguna mecánica tiene profundidad. Los puzzles son sencillos, casi triviales. Nunca te vas a quedar atascado más de dos minutos. No hay ningún puzzle que recuerde días después. No hay ningún momento de «ah, qué inteligente fue eso» como los hay en Portal o The Witness o incluso en Psychonauts 2. Son puzzles funcionales, obstáculos narrativos que existen solo para que sigas avanzando, para que sigas viendo cosas nuevas.
Publicidad
Y aquí es donde aparece el fantasma que ha perseguido a Double Fine durante décadas: la sensación de que son mejores contando historias que diseñando juegos.
No es que Keeper sea un mal juego. No lo es. Pero es un juego que claramente no está interesado en la profundidad mecánica. No hay curva de aprendizaje. No hay skill ceiling. No puedes «mejorar» en Keeper porque no hay nada que mejorar. Es un juego que te pide que lo atravieses, no que lo domines. Que lo vivas, no que lo juegues.
Y a veces eso está bien. What Remains of Edith Finch funciona bajo esa misma premisa y es una obra maestra. Gris también. Journey también. Pero todos esos juegos tienen algo que Keeper no tiene: perfección en su ejecución técnica. Son juegos pulidos hasta el último píxel. Sus cámaras nunca te traicionan. Sus controles responden exactamente como esperas. No hay tirones de framerate, no hay bugs, no hay momentos donde piensas «esto podría estar mejor».
Noticia Patrocinada
Keeper, en cambio, tiene todos esos momentos. Son problemas pequeños. Ninguno rompe el juego. Pero se acumulan. Y te recuerdan que estás jugando a un juego de Double Fine, un estudio que siempre ha priorizado la ambición artística sobre el pulido técnico. Lo cual, dependiendo de tu tolerancia a la imperfección, es encantador o frustrante.
Yo oscilé entre ambos estados durante las cuatro horas que duró mi partida.
Porque sí, Keeper dura cuatro horas. Quizá cuatro horas y media si eres meticuloso y buscas todos los secretos (hay estatuas escondidas que, cuando las iluminas, se reconstruyen y desbloquean logros que son, en realidad, fragmentos de lore sobre el mundo). Pero para la mayoría de los jugadores, esto es una experiencia de una tarde. Empiezas, juegas, terminas, lloras un poco en el final (porque sí, el final funciona, maldita sea), y luego te quedas mirando los créditos preguntándote si lo que acabas de experimentar ha valido la pena.
Publicidad
Y aquí es donde tengo que ser honesto: no sé qué responder a esa pregunta.
Lo que me lleva de vuelta a Tim Burton. Porque después de veinticinco años viendo películas de Burton, ya sabes lo que te vas a encontrar. Sabes que será visualmente único. Sabes que habrá corazón. Sabes que probablemente tenga problemas de ritmo en el tercer acto. Y decides si eso es suficiente para ti. Keeper funciona igual. Si te gustó Psychonauts 2, si disfrutaste Grim Fandango a pesar de sus controles imposibles, si Broken Age te pareció hermoso aunque fuera mecánicamente poco interesante, entonces Keeper te va a gustar. Porque es exactamente eso: hermoso, emocionalmente sincero, ambicioso en su narrativa, y un poco torpe en todo lo demás.
Hay un detalle en Keeper que me parece brillante y que nadie está mencionando en las críticas que he leído. Los logros. Normalmente son basura: «Mataste 100 enemigos», «Completaste el tutorial», ese tipo de cosas. Pero en Keeper, cada logro oculto que desbloqueas —cuando encuentras y reconstruyes una estatua— tiene una descripción que es, en realidad, un fragmento de lore sobre el mundo. No dice «Estatua 3/10». Dice algo como: «Antes de que el mar olvidara su nombre, las criaturas de las profundidades construían monumentos de coral para guiar a los navegantes perdidos.»
Publicidad
Es worldbuilding. Es narrativa. Es la única «escritura» del juego. Y está escondida en los logros, ese espacio que normalmente es puro ruido. Double Fine usó la infraestructura de la plataforma —algo que existe por razones completamente ajenas al arte— como herramienta narrativa. Y eso es el tipo de cosa que solo Double Fine haría. El tipo de cosa que me recuerda por qué, a pesar de todos sus problemas técnicos, sigo queriendo que este estudio exista.
Porque la industria está llena de juegos pulidos, perfectos, optimizados hasta la médula. Juegos que funcionan como relojes suizos. Juegos que nunca te decepcionan técnicamente, pero que tampoco te sorprenden. Juegos diseñados por comités, testados por focus groups, limados hasta que todos los bordes ásperos desaparecen. Y esos juegos tienen su lugar. Pero también necesitamos juegos como Keeper. Juegos raros. Juegos imperfectos. Juegos hechos por gente que todavía cree que un faro puede ser protagonista de una historia emotiva.
Publicidad
No sé si Keeper es un buen juego. Depende de cómo definas «buen juego». Si lo defines por pulido técnico, complejidad mecánica, rejugabilidad, horas de contenido, entonces no, Keeper no es un buen juego. Es un juego irregular, a veces frustrante, a veces confuso.
Pero si defines «buen juego» como «experiencia que me hizo sentir algo que otros juegos no me hacen sentir», entonces sí, Keeper es un buen juego. Es un juego sobre la torpeza, sobre aprender a caminar en un mundo que no fue diseñado para ti, sobre la amistad con un pájaro que no habla tu idioma, pero que entiende que estás solo. Es un juego que hace que te importe un edificio. Que te hace llorar por un faro.
Y eso es muy difícil de conseguir. Incluso con todos sus defectos, incluso con su cámara caprichosa y sus puzzles olvidables y sus cuatro horas de duración, Keeper consigue algo que la mayoría de juegos triple A con presupuestos de cientos de millones de dólares no consiguen: hacerte sentir.
Después de tantos años jugando, después de tantas horas invertidas en mundos abiertos inflados de contenido vacío, después de tanto tutorial condescendiente y tanto diálogo que no calla, hay algo profundamente refrescante en un juego que simplemente te muestra un faro con piernas y confía en que entenderás. En que sentirás. En que no necesitas que te expliquen por qué es triste que algo hermoso termine.
Publicidad
Double Fine lleva veinticinco años haciendo esto. Y probablemente seguirán haciéndolo mientras Xbox les deje, aunque sinceramente no sé cuánto tiempo más será eso. Porque Keeper es exactamente el tipo de juego que Xbox prometió cuando compró Double Fine en 2019 —diversidad creativa, riesgos narrativos, experiencias únicas— y exactamente el tipo de juego que Xbox ya no parece querer hacer en 2025. Pero esa es otra conversación, más triste, para otro día.
Por ahora, tenemos Keeper. Un faro que camina. Un pájaro que acompaña. Tres horas de belleza imperfecta. Y un estudio que sigue haciendo lo que mejor sabe hacer, aunque el mundo ya no esté seguro de si quiere este tipo de cosas.
Yo sí las quiero. Aunque vengan con cámaras caprichosas y framerates irregulares. Aunque duren solo cuatro horas. Aunque me hagan dudar si valieron la pena.
Porque al final, como ese faro aprendiendo a caminar, a veces lo importante no es hacerlo bien. Es seguir intentándolo.
Accede todo un mes por solo 0,99€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión