'Death Stranding 2: On the Beach', el peso hermoso de la segunda vez
Crítica ·
Por qué la secuela de Hideo Kojima aspira a convertirse en Juego del AñoCormac McCarthy escribió sobre la frontera americana durante décadas: desiertos, violencia, hombres perdidos en paisajes que los devoran. Meridiano de sangre, No es país para viejos, La carretera... variaciones de una misma sinfonía sobre la brutalidad y la belleza del final. McCarthy entendía que algunos territorios —geográficos, emocionales— no se agotan con una sola visita. Requieren el regreso, la insistencia, esa forma de obstinación que distingue la exploración genuina del mero turismo. También entendía algo más incómodo: que volver nunca es inocente, que cada regreso lleva consigo la sombra de lo que se perdió la primera vez.
Death Stranding 2: On the Beach es la obra de un hombre que, como McCarthy, ha encontrado su territorio y se niega a abandonarlo, pero también es el retrato más honesto de lo que cuesta habitar un lugar después de haberlo amado. Hideo Kojima no ha terminado de decir lo que tiene que decir sobre la soledad, la conexión y el peso literal y metafórico de cargar con las cosas de otros. Pero es también, y quizá sobre todo, la confesión involuntaria de una contradicción irreconciliable: cómo se siente saber que no puedes repetir tu propio milagro y, aun así, negarte a rendirte al cinismo. Kojima ha creado sin quererlo la secuela perfecta para nuestro tiempo: aquella que es a la vez traición y fidelidad, mejora técnica y pérdida espiritual, evolución necesaria y corrupción inevitable. Como esos matrimonios que duran cuarenta años, no porque hayan mantenido la pasión, sino porque han aprendido a quererse incluso cuando se aburren.
Durante las primeras horas de mi andadura por el continente australiano de Kojima, me descubrí haciendo exactamente lo que el juego parecía esperar de mí: subiendo a vehículos, usando gadgets, tomando atajos que convertían los trayectos contemplativos en carreras eficientes. Era más fácil, más cómodo, indudablemente más espectacular. Y, sin embargo, en algún momento —quizá cuando me di cuenta de que había perdido completamente la memoria del camino, que mi Australia digital se había convertido en una sucesión de puntos conectados por líneas rectas— decidí aparcar la moto y volver a caminar. No fue una decisión programática ni una pose nostálgica: fue una especie de corrección instintiva, como quien reconoce en mitad de una conversación, que lleva demasiado tiempo hablando de sí mismo sin preguntarle al otro cómo está.
Escribo esto y me doy cuenta de que quizá esté siendo injusto. Quizá la traición no sea de Kojima hacia su obra, sino mía hacia mi propia capacidad de adaptarme. Quizá el problema no sea que el juego haya cambiado, sino que yo me he vuelto nostálgico de una pureza que, como la mayoría de las purezas, quizá nunca existió del todo. Es una sensación parecida a la de volver al barrio donde creciste y descubrir que las calles son más estrechas de lo que recordabas, las casas más pequeñas, y que el parque donde jugabas de niño siempre estuvo al lado de una carretera que entonces no oías.
Es ahí, en esa necesidad de reconducir la propia forma de jugar, donde reside la clave de lo que Death Stranding 2 nos está contando sin pretenderlo: que vivimos en una época en la que tenemos que resistir constantemente nuestras propias herramientas para no perdernos a nosotros mismos. Cada gadget que nos ofrece Death Stranding 2 es una pequeña corrupción seductora, cada vehículo una tentación que nos aleja del centro de la experiencia. No es que estos elementos estén mal diseñados —de hecho, funcionan perfectamente—, es que su perfección misma es el problema. Nos facilitan tanto la vida que nos hacen olvidar por qué estábamos viviendo. Como cuando le explicabas a tu padre cómo funcionaba el GPS del coche y te dabas cuenta de que, en el fondo, ninguno de los dos sabía ya llegar a ningún sitio sin que una voz nos fuera diciendo por dónde ir.
La generosidad melancólica del espectáculo
Hay algo profundamente melancólico en la forma en que Death Stranding 2 ha mejorado, y no me refiero a una melancolía fácil o impostada, sino a esa tristeza real que se siente cuando algo funciona demasiado bien. Su apartado técnico es sencillamente deslumbrante. Australia se extiende ante nosotros con una belleza hiperrealista que duele, cada superficie renderizada con el mimo de un arqueólogo que no se resigna a enterrar la belleza. El combate, esa concesión que en el primer juego se sentía como una interrupción necesaria, pero incómoda, aquí funciona con una fluidez que habría hecho llorar de envidia a los desarrolladores de Metal Gear Solid V. La música de Ludvig Forssell y los compases familiares de Low Roar envuelven nuestros pasos con una sofisticación emocional que roza lo perfecto.
Y, sin embargo, toda esta perfección técnica se siente como una compensación, como si Kojima supiera que nos está robando algo y quisiera darnos otra cosa a cambio. Es la misma sensación que uno experimenta viendo las últimas películas de Scorsese: la maestría está ahí, intacta, incluso mejorada, pero hay una tristeza de fondo que no estaba antes. La melancolía del artista que sabe que está trabajando en una industria que ya no entiende del todo el tipo de arte que él quiere hacer, y que quizá tampoco está muy seguro de si el público sigue necesitando ese tipo de arte.
La anécdota que se cuenta estas semanas sobre Kojima haciendo el juego deliberadamente más difícil porque los testers lo encontraban «demasiado mainstream» es reveladora, no solo del proceso creativo, sino de la esquizofrenia de nuestro tiempo cultural. Vivimos en una época en la que la accesibilidad se ve como sospechosa de banalidad, pero al mismo tiempo exigimos que las obras nos lleguen sin esfuerzo. Hideo Kojima, atrapado entre la visión personal y las expectativas industriales, ha optado por una solución que es a la vez generosa y desesperada: darnos todas las herramientas para traicionar su propia visión, pero conservando intactos los elementos que permiten redescubrirla si tenemos la paciencia de buscar.
El arte del regreso consciente
Ya he contado que pienso en Claude Monet pintando la catedral de Ruan una y otra vez, a distintas horas y bajo distintas luces. Cualquiera diría que es locura, o tedio: el mismo motivo, repetido hasta el vértigo. Pero en cada cuadro, la piedra vibra de forma diferente; la diferencia está en el matiz, en el temblor sutil de la atmósfera. Death Stranding 2 participa de esa misma obstinación: no es que Kojima no sepa hacer otra cosa, es que aún no ha terminado de explorar todas las posibilidades de esto. Y quizá también porque, como Monet, ha descubierto que la luz cambia constantemente, y que lo que veíamos ayer en la catedral ya no es exactamente lo mismo que vemos hoy.
La cooperación asíncrona, esa forma fantasmal de estar juntos que ya definía el primer juego, aquí alcanza una sofisticación que roza lo poético. Las escaleras abandonadas por otros jugadores, las cuerdas que cuelgan de acantilados como recuerdos de travesías ajenas, los refugios improvisados que encontramos justo cuando más los necesitamos. Death Stranding 2 ha conseguido crear la metáfora más precisa de cómo funciona realmente la solidaridad en nuestra época. No nos ayudamos cara a cara, nos ayudamos en diferido, dejando rastros de utilidad para quien venga después, construyendo una red de cuidados que nunca vemos completa, pero que sentimos cada vez que tropezamos con la generosidad anónima de un desconocido.
Es la visión más puramente optimista de una obra que nace de un pesimismo exacerbado, como si Kojima estuviese enmendándose la plana a su yo de 2019. Su mirada es más triste, pero también más sabia, como la de alguien que ha visto lo que puede pasar cuando las máquinas aprenden a pensar mejor que nosotros y, aun así, se niega a rendirse a la distopía fácil. Se nota que ha pensado mucho sobre lo que escribió en su primera ópera después de dejar Konami, sobre cómo ha cambiado el mundo en menos de un lustro, y sobre si las respuestas que daba entonces siguen sirviendo para las preguntas que nos hacemos ahora. Death Stranding 2 es, en el fondo, Kojima revisitando sus propias profecías y descubriendo que algunas se han cumplido de maneras que ni él mismo había imaginado.
La honestidad de las obras contaminadas
Si tuviera que elegir entre un Death Stranding 2 «puro» —solo mecánicas contemplativas, fiel hasta la muerte a los principios del original— y este Death Stranding 2 «contaminado» pero más generoso, elegiría sin dudar el segundo. No porque sea mejor, sino porque es más honesto. Las obras puras tienen la belleza de los objetos de museo: perfectas, intocables, muertas. Las obras contaminadas conservan la marca del tiempo, la huella de las concesiones y las traiciones, y por eso mismo nos dicen algo verdadero sobre cómo es vivir en el mundo real, donde la pureza es un lujo que casi nadie puede permitirse y que, cuando se puede, suele resultar un poco insoportable.
Kojima siempre ha sido un autor contradictorio, alguien capaz de crear las experiencias más íntimas e introspectivas del videojuego y al mismo tiempo sucumbir a tentaciones espectaculares que cualquier becario de Marvel habría rechazado por excesivas. En Death Stranding 2, esa contradicción se vuelve método: el juego nos da todas las herramientas para traicionarnos a nosotros mismos, pero conserva intacta la posibilidad de la redención. Es una propuesta extrañamente adulta: la invitación a asumir la responsabilidad de nuestra propia experiencia, a decidir conscientemente qué tipo de jugadores queremos ser. Como esos padres que no te prohíben nada, pero te miran de una manera que te hace saber exactamente qué esperan de ti.
Mi único gran reproche al juego es que Kojima ha perdido parte de esa capacidad para el silencio elocuente que hacía del primer Death Stranding una experiencia casi telepática (si obviamos los discursos explicativos de del Toro). Aquí explica demasiado, subraya demasiado, como si no confiara del todo en que vayamos a entender lo que nos está contando. Es el único momento en que la inseguridad se cuela en una obra que, por lo demás, destila la confianza tranquila de quien sabe que tiene algo importante que decir y todo el tiempo del mundo para decirlo. Como esos amigos que te cuentan un chiste y luego sienten la necesidad de explicarte por qué es gracioso.
Hay una escena en La carretera de McCarthy en la que el padre y el hijo llegan a la costa y descubren que el océano no es azul, como esperaba el niño, sino gris y sucio. «¿Está bien?», pregunta el niño. «Sí», le responde el padre. «Está bien». Es una mentira piadosa, pero también una verdad más profunda: a veces lo que buscamos no está donde creíamos que estaría, pero el viaje sigue valiendo la pena.
Death Stranding 2: On the Beach funciona como el retrato más preciso de nuestro momento histórico: el de quienes sabemos que hemos perdido algo esencial, pero nos negamos a rendirnos a la nostalgia paralizante. Kojima no ha creado la secuela perfecta del Death Stranding original; ha creado la secuela que el Death Stranding original necesitaba en 2025, con todas las contradicciones y compromisos que eso implica. Es una obra de transición, ni pureza original ni corrupción total, y quizá precisamente por eso es la más representativa de una época que vive instalada en el después, habitando la nostalgia del presente.
Hay una belleza melancólica en volver a ponerse las botas de Sam y descubrir que, a pesar de todos los cambios, a pesar de todas las traiciones y mejoras, el peso sigue ahí. El peso de la carga, el peso de la responsabilidad, el peso hermoso y terrible de saber que otros dependen de que lleguemos a nuestro destino. Death Stranding 2 nos recuerda que no hay regreso sin pérdida, pero también que no hay pérdida sin la posibilidad del hallazgo. A veces, para encontrar lo que buscamos, primero tenemos que aceptar perdernos un poco en el camino.
No sé si Death Stranding 2 es la secuela que necesitábamos o simplemente la que nos merecemos en un tiempo en el que hasta nuestras nostalgias han aprendido a monetizarse. Lo que sí sé es que me ha enseñado algo incómodo sobre mí mismo: que también yo, como Sam, cargo con pesos que a veces no entiendo del todo, y que caminar —hacia adelante, hacia atrás, en círculos— sigue siendo la única forma honesta de llegar a alguna parte, aunque esa parte no sea exactamente donde pensábamos ir. Al final, quizá eso sea suficiente. Quizá eso sea todo lo que se puede pedir: un juego que nos acompañe en el camino sin prometernos que nos llevará a casa, pero asegurándonos que, al menos, no tendremos que andar solos. Porque al final, de eso van los mejores regalos: no de darnos lo que pedimos, sino de enseñarnos a pedir cosas mejores.