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Lucía Ramos
Gijón
Sábado, 23 de febrero 2019, 00:50
Pedro Nieva contrató a los sicarios que mataron a Ardines cuando hace menos de un año tuvo constancia de que mantenía una relación íntima con su mujer. Creía que la infidelidad con Katia era reciente. Lo que no sabía era que la relación extramatrimonial se prolongaba 30 años en el tiempo. Se enteró el jueves por la noche, de boca de la jueza de Llanes, por una de las preguntas que le formuló cuando la Guardia Civil se lo puso delante como presunto inductor del crimen.
«¿Es cierto que usted pagó a dos sicarios para que acabasen con la vida de Javier Ardines al tener conocimiento de que mantenía una relación con su mujer desde que ella era menor de edad?», le interpeló. Él la miró primero estupefacto tratando de saber si la había entendido bien y acto seguido, al percatarse de que en su propio caso también la realidad había superado la ficción, se derrumbó. «No quiero hablar más, no quiero hablar más», dijo, y empezó a llorar desconsolado.
Cuando Katia y Pedro se casaron ella ya mantenía una relación con Javier Ardines. Tenía 17 años. Para entonces, su prima e íntima amiga ya llevaba varios años con Javier Ardines y tenían una niña de apenas dos años. Luego vendría la boda del concejal con Nuria y su segundo hijo.
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Katia se casó con Pedro en el año 2000, unos ocho años después de mantener una relación secreta con el esposo de su prima. De padres llaniscos, nació en Suiza y cuando era pequeña la familia se trasladó al País Vasco. Más cerca de la tierra de sus progenitores, y en plena adolescencia, comenzó a frecuentarla con mayor asiduidad, hizo pandilla y pasaba largas temporadas en Asturias. Ahí comenzó la aventura con Javier. Así se lo explicó a los investigadores cuando descubrieron que detrás de la relación de aparente normalidad de los dos matrimonios se escondían secretos insondables. Por lo menos para su entorno, no así para la Guardia Civil, que encontró ahí la principal vía de investigación.
Pedro vivía ajeno a su propia realidad hasta que hace aproximadamente un año comenzó a sospechar. Fue poco después de que comprasen y restaurasen una casa en Belmonte de Pría, a escasos cien metros de la vivienda de Ardines y su mujer. Preso de la inquietud, urdió un pequeño plan -nada comparable a lo que estaba por venir- para comprobar si sus suposiciones eran fundadas. En una comida, una de las muchas en las que se reunían las primas, los maridos y varios amigos, Pedro dejó discretamente debajo de una servilleta su teléfono móvil grabando. Quería captar la conversación entre Katia y Ardines, sentados uno al lado del otro en la mesa.
Pedro se ausentó un momento y dejó su móvil activado. Cuando volvió, cogió el dispositivo con total normalidad y aparentó que allí no había pasado nada. Fue más tarde, cuando pudo escuchar el audio, cuando descubrió que parecía estar en lo cierto. Una conversación «fuera de lugar entre dos primos políticos» ponía de manifiesto que la relación de Katia y el marido de su prima parecía ir más allá de lo meramente familiar o de amistad. Su primera reacción fue pedirle explicaciones a su esposa. Katia lo negó una y otra vez, pero para Pedro el asunto parecía estar claro.
Le devoraban los celos. No estaba dispuesto a renunciar a su esposa. «Está cegado con ella, obcecado, llevan toda la vida juntos y en su cabeza no entraba la posibilidad de no estar con ella», concluyeron los investigadores. Fue a partir de ese momento cuando se dedicó en cuerpo y alma a buscar venganza y para ello se sirvió de los ambientes en los que se movía en Bilbao: personas con antecedentes y que estarían dispuestos a ejecutar su plan a cambio de una contraprestación.
Según las pesquisas de la Guardia Civil, fue a través de su amigo Jesús M. como contactó con los dos ciudadanos argelinos. En los primeros encuentros les habría comunicado el trabajo que tenían que ejecutar. Llegaron a un acuerdo con el pago: 25.000 euros si mataban a su objetivo y 11.000 si quedaba herido. La cuantía que les abonó fue finalmente la más elevada debido a que el resultado de la emboscada fue mortal.
Los meses previos al crimen Pedro y Katia continuaron con su vida aparentemente normal en Amorebieta, con sus hijos, su perro y los trapicheos de él, lo que le permitía llevar un alto tren de vida: chalet pareado en Amorebieta, la vivienda rehabilitada en Llanes, dos coches de alta gama, motos, viajes, ropa cara y salidas todos los fines de semana. Para entonces su empresa de suministros eléctricos no tenía prácticamente actividad.
Lo que sí cambió fue la relación de Pedro con Javier Ardines y su mujer. Si antes eran inseparables, a partir de conocer la infidelidad se distanciaron. No fue el caso de Katia, que siguió como llevaba 30 años: disimulando. Tanto con su prima, como con su marido. Pero ya era tarde. El inductor del asesinato de su amante fue hilándolo todo y pasándoles la información práctica a los presuntos sicarios hasta que en agosto se decidió pasar a la acción. Era el momento perfecto por la gran afluencia de visitantes en la zona del Oriente asturiano, lo que contribuiría a pasar inadvertidos. Pedro se quedó en Bilbao y faltó a su habitual cita del verano llanisco, un extremo que causó extrañeza en su entorno.
La primera semana de agosto los dos argelinos hicieron un primer intento de atacar al concejal de Izquierda Unida. Sin embargo, la valla que colocaron en mitad del camino no fue suficiente para que Ardines detuviese su vehículo. Esquivó la barrera y continuó su marcha. Comentó con su familia que cuando salía en dirección al puerto para ir a faenar se encontró el cierre. No le dio mayor importancia. Los dos sicarios aguardaban a la presa ocultos en la oscuridad, pero no llegaron a salir. Decidieron perfeccionar su plan. Si no actuaban, no cobraban.
Optaron entonces por colocar no una sino dos vallas en mitad del camino por el que sabían que tenía que pasar el vehículo. A las 6 de la mañana del 16 de agosto ejecutaron su cometido. En esa ocasión Javier Ardines se tuvo que apear de la furgoneta, por lo que los dos ciudadanos argelinos habrían salido de imprevisto desde la oscuridad, con un bate de béisbol, un palo y un bote de pimienta. Le acometieron por detrás, le rociaron con el gas para aturdirlo y le golpearon brutalmente en la cabeza.
Ardines echó a correr camino adelante. Corrió más que sus agresores, pero a los 60 metros, junto a la casa de unos vecinos que escucharon voces pero no creyeron que se estaba cometiendo un crimen, le alcanzaron y le asfixiaron hasta darlo por muerto. Los atacantes salieron huyendo. Para cuando se descubrió el cadáver, los dos ciudadanos argelinos ya estaban en Bilbao.
Las arduas investigaciones consiguieron situar el teléfono móvil de uno de ellos en Llanes por una antena telefónica. Se rastrearon miles de números y finalmente, tras intensos trabajos, se pudo extraer uno que resultaba sospechoso. Además del teléfono, la Unidad Central Operativa y la Policía Judicial de la Comandancia consiguieron situar el vehículo también en la zona el día del crimen.
El hecho de que no se alojasen en ningún hotel, que fuesen y volviesen a Bizkaia, ralentizó las investigaciones. Finalmente, tras 188 días de dedicación de los agentes y la juez de Llanes, se produjeron las detenciones de los cuatro sospechosos: el marido despechado que quiso acabar con el amante de su mujer, el amigo que le hizo de mediador y los dos sicarios que ejecutaron el plan.
Pedro Nieva ha contratado a un abogado penalista bilbaíno de renombre, Javier Beramendi, para que lleve su defensa, según ha podido saber este periódico. Beramendi, que lleva varias décadas ejerciendo la abogacía, ha defendido a acusados tan mediáticos como el falso shaolín, que fue condenado por el asesinato de dos mujeres, a una de las cuales descuartizó; o el exjefe de Hacienda, Juan Ramón Ibarra. También ha ejercido la acusación particular en varios casos, como el del asesinato de un abogado de Mungia a manos de dos hermanos ganaderos del Valle de Mena, o el de una educadora social que fue violada y torturada por un interno al que habían expulsado por mal comportamiento.
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