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El año que malvivimos peligrosamente

Viernes, 12 de marzo 2021

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En nuestro país se han infectado por el Covid 19 más de tres millones de personas y muerto cerca de 72.000 compatriotas, solo en Euskadi 3.900. Nadie antes de marzo de 2020 hubiera pensado verse en una situación de miedo real a la muerte, de confinamiento domiciliario, de privación de libertad, de perdida de relaciones sociales, de prohibición de la movilidad interterritorial, de paro galopante y de pobreza como las vividas. Ha sido una vida limitada, amputada en muchos de los aspectos que nos producen felicidad. No hemos vivido, hemos malvivido.

Ante una guerra, una catástrofe natural o una epidemia de grandes dimensiones todo grupo humano se descubre vulnerable y aterrado; quizás por ello, más que nunca, necesita superar el duelo generado. Los mecanismos de defensa no son sólo individuales sino también colectivos, y para ello nuestras sociedades deben activar determinados resortes para la reconstrucción y la sanación. Pero, precisamente, y aquí radica uno de los graves problemas al que hemos de enfrentarnos, la pandemia que estamos viviendo nos ha impedido activar y participar de esos necesarios rituales cicatrizantes de la herida social. Así las fiestas patronales, las reuniones de amigos, los excesos vacacionales veraniegos, las procesiones de Semana Santa, las fiestas de graduación, los sanfermines, las despedidas de soltero, las jubilaciones, los viajes del Imserso, la navidad o los funerales no han podido celebrarse de forma compartida. Todos ejemplos de imprescindibles válvulas de escape que no han podido ponerse en marcha.

No pretendo simplificar lo ocurrido con los episodios de violencia vividos en las calles de Barcelona y de otras ciudades, sin duda hay otros muchos factores que influyen en ellos, sin descartar simplemente posturas antisociales; pero tampoco es prudente descartar que el cansancio acumulado, especialmente por nuestra población más joven, haya influido en cierta medida. Y es ese un indicador preocupante. En una situación de excepcionalidad, como la vivida, es imprescindible contar con unas autoridades que ejerzan liderazgo y que transmitan a la ciudadanía, con claridad meridiana, la gravedad del peligro, la crueldad del enemigo (en este caso microscópico) y la urgencia de acatar lo establecido en aras de un bien superior: el bien común. Y debo decir que, aun reconociendo numerosos aciertos, no siempre nuestras distintas administraciones han estado a la altura. Quienes rigen nuestros destinos no han sabido, o no han podido, trasmitir una imagen de esfuerzo y generosidad similar a la mostrada por el personal sanitario, los transportistas o las cajeras de nuestros comercios; y eso debiera ser fundamental para exigir a la ciudadanía un correcto comportamiento.

Sí, ha sido «el año que malvivimos peligrosamente», todavía hoy, un país al borde de la ruina económica, que llora a sus muertos, que impide a los amantes fundirse en un abrazo, que en unos días espera los fondos europeos y que no sabe cuándo será vacunado, debe asistir estupefacto a juegos políticos que priorizan una moción de censura o la convocatoria de elecciones por delante de ganar la batalla al Covid 19. Créanme, así es muy difícil armarse de autoridad para pedir sacrificios a la ciudadanía y, me temo, los que han de demandarse no serán pequeños.

Si Durhkeim resucitará, sin duda hablaría de la anomía que se ha instalado en la política española. Luego volvería a morirse, de pena.

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