«Cuánto te he echado de menos. No sabía por qué no venías»
85 días después. Asistimos a las primeras visitas de familiares en las residencias bajo estrictas medidas de seguridad. Es el reencuentro de un hombre con alzhéimer con su hijo y de una mujer con sus padres
Juanjo Sánchez, que se llama igual que su padre, camina sigiloso por el pasillo de la residencia. El hombre, aquejado de alzhéimer a sus 86 ... años, está sentado con gesto tranquilo en una sala diáfana detrás de una pantalla de metacrilato. Hace 85 días que no se ven, desde el lunes de aquella semana que desembocó en el estado de alarma. Juanjo silencia el sonido de sus últimas pisadas hasta colocarse a la vista. Su padre levanta la cabeza y se rompe, se lleva las manos a la cabeza. Cierra los puños, se golpea el pecho con ellos. Tras la mascarilla se escapa un grito desgarrador y cierra los ojos. «Qué ganas tenía...», dice entre lágrimas. Aplaude y hace el gesto de abrazarle en la distancia. Su hijo sigue de pie, volcado ante el cristal, emocionado. Todos a su alrededor lo están. «Cuánto te he echado de menos», reconoce el octogenario. Luego, la enfermedad se cuela en una pregunta. «¿Por qué no has venido? No sabía por qué no venías». «El virus, aita, no se podía. Te hemos contado», le recuerda el hijo con cariño. Los dos cierran el puño de la mano derecha y golpean suavemente el cristal de metacrilato. «Ya estás aquí. Lo has conseguido. Sabía que lo ibas a hacer. Oso ondo. Eres duro, eres fuerte», le felicita su hijo. Y es que Juanjo, el interno de la residencia Bizkotzalde que hoy -el pasado jueves- recibe su primera visita, ha vencido al coronavirus.
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«Le hicieron la prueba pero la primera vez dio negativo. Ahí nos ayudó el buen hacer de esta gente de la residencia. Notaron que algo pasaba y le volvieron a mandar. Ese segundo test fue positivo. El susto fue mayúsculo. Pero la nuestra es una familia que, por las cosas que nos han sucedido, somos muy positivos. Hay que tener fe, esperanza. Pasó dos semanas ingresado en Santa Marina. Hubo una primera semana mala, pero enseguida empezó a remontar», rememora. Agradece «a las trabajadoras de la residencia que se han portado muy bien y nos han llamado mucho para contarnos cómo iba».
Durante casi tres meses el único contacto de los residentes con sus familias ha sido a través de llamadas y videoconferencias. 10.748 mayores vizcaínos han vuelto a poder ver a los suyos en persona en los últimos días. «Aita, para el abrazo tenemos que esperar un poquito más, pero ya falta poco», le avanza Juanjo a su padre. Y es que los contactos se producen todavía bajo estrictas medidas de seguridad. A la puerta de esta residencia del Grupo Babesten, en Basauri, hay un spray desinfectante para los zapatos, una alfombrilla para restregar las suelas, batas para todos los visitantes, gel hidroalcohólico para las manos y mascarillas. A todo el que llega le toman la temperatura. El espacio reservado para las visitas tiene mesas con paneles de metacrilato y dos rutas diferentes. Por la izquierda llegan los familiares y por la derecha los internos. Ni siquiera pisan el mismo suelo para evitar contagios. Bizkotzalde quiere visitas pero sin relajar el blindaje, y más ahora que están libres de coronavirus. No quedan casos entre los residentes. En el pico más alto afectó a 63 de los 120 internos. Su centro de día, cerrado durante todo este tiempo, reabre también esta semana.
Una generación dura
Aunque la Diputación ha fijado un mínimo de una visita cada cinco días, «nosotros vamos a hacer dos a la semana», explica su directora, Olga Ortega. También han tirado al alza en las videollamadas. «Hemos hecho miles, dos por semana, y llamadas cada 48 horas. Abrimos un mail para hacerles llegar fotos, vídeos y mensajes de ánimo». Esta pandemia tiene un punto de irrealidad, especialmente marcado durante las primeras semanas de confinamiento. «Estaban en sus habitaciones y nos dimos cuenta que hacía falta comprar televisores y llevarlos a sus cuartos. Que pudieran ver lo que estaba pasando fuera, que comprendieran que no era algo que pasaba aquí sino en el mundo entero. Fue bueno».
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El confinamiento acarreó sentimientos de «soledad, aislamiento, tristeza y miedo». La psicóloga Amaia Furundarena reconoce que el efecto es «tremendo en la salud psicológica y física, con cuadros de ansiedad, depresión y estrés postraumático». Eso sí, similares a los de la población en general, aunque «se agravan cuando hay demencia».
«Aita, vamos a hacer con el puño como hacíamos en la videollamada. Has sido un valiente. Lo has superado. Sabía que lo harías», le dice Juanjo a su padre. «Él siempre fue un hombre muy positivo y extrovertido. Hacía muchas bromas. Convertía todo lo negativo en positivo. Nació en Talavera la Real en 1934 y vino en los 60. Ha pasado hambre de niño y luego recogía colillas para fumar en la posguerra. He aprendido mucho de la vida con él», se enorgullece. Son una generación dura, exigua en gestos de emoción. Por eso el recibimiento de hoy tiene el valor de los momentos únicos.
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Antes de que los periodistas les dejen un rato a solas, el hijo le habla de caza y pesca, de cuando iban juntos. Él sonríe. «Se acuerda tan bien de aquellos años. De lo de ahora, no. En las videoconferencias desde Santa Marina estaba muy desorientado». Así que vuelven al monte Ganguren, con su macuto con los cartuchos, su bocadillo de chorizo o mortadela, su trago de vino y agua para el chaval. «A veces, me dejaba hacer trampas y bebía un poco», recuerda el hijo entre risas. Y aquella paciencia eterna. «Aita, que no cae nada, vámonos. Y él, que no, espera un poco más. Siempre volvíamos con algo. Cuando me casé, y llegaron los niños, dejé de cazar. Pero todavía limpio sus escopetas. Les doy grasa para que estén intactas. Cuando viene la Guardia Civil para la inspección, me dicen que parecen de museo de lo limpias que las tengo. Él lo hacía y yo lo hago». Juanjo va a empezar a pescar con su hijo en el mismo sitio, en aquel puente bajo la autopista. La vida sigue.
Volver de Santa Marina
Para Mari Ángeles Uterga es el segundo día de visita. «Vine el mismo lunes, que empezaban». Sus padres -Antonio Uterga, de 93 años, y Josefina Ugarrizaga, de 90- han superado también el coronavirus. «A ella tuvieron que llevarla a Santa Marina con una infección de bronquios e insuficiencia respiratoria. Pude hablar con ella por teléfono y me dijo: 'Hija, me estoy muriendo'. Pero aquí está», se felicita. «Hemos despachado el virus», resume la nonagenaria con gracia. No es el primero. «Hace unos años superó también la 'gripe A'».
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Tanto en los 14 días que pasó en Santa Marina como en los demás en Bizkotzalde le han llamado «a diario para contarme cómo está. Yo no tengo queja. A mis padres les han tratado muy bien. Nos han dado mucha información. Estamos muy contentos». Su padre también se contagió del Covid y desarrolló una neumonía, pero, sin patologías previas, prefirió quedarse en la residencia. «Todos los días preguntaba por ella. Estaba muy preocupado», reconoce él mismo. Su hija añade que aquellos días «perdió incluso las ganas de comer». Hoy lo primero que ha hecho es pedirle un capricho para el paladar «si te dejan traer». Sin su mujer, con la que comparte habitación, no tenía ni ganas de cantar esas jotas navarras de Raimundo Lanas que bordaba de joven.
Todo salió bien. «Cuando me llamaron y me dijeron que le daban el alta a mi madre, ¡qué alegría! Nadie esperaba que pudiera volver de Santa Marina. El primer día que la vi, yo estaba muy nerviosa. No quería que me viera llorar. Me tapaba con la mascarilla», recuerda la hija. En la visita de hoy -el jueves pasado- los mayores preguntan por su hijo, que está en Vitoria, con ganas de que el cambio de fase le permita cruzar la muga para verles. La hija les habla de Koskor, el perro de la familia, de los nietos y la biznieta, de que su marido no ha venido «porque solo dejan una persona por familia». Ellos asienten, dan respuestas breves y van superando el susto. «Todavía puede volver», advierte Antonio.
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Aunque evitan recordarlo, han sentido cerca a la parca, así que los mayores sacan el tema de dónde quieren descansar eternamente. Entre «aquí cerca» o en Baranbio, donde vivieron muchos años y «está muy bonito». La hija cambia el tercio hablando de que se acerca el cumpleaños de Antonio y de los dibujos que sigue pintando a su madre. Josefina está contenta porque ya le han dado las gafas de leer. Va quedando atrás el miedo. Por fin han vuelto a estar con los suyos.
«Explicamos el cambio de cuarto, de planta y de compañero»
Dividir los centros fue vital pero es un ejercicio incómodo para el residente. «No sólo porque es su casa, donde tienen sus cosas a su manera, sino porque algunos comparten habitación y son como hermanos», explica la psicóloga Amaia Furundarena. «Si un compañero era hospitalizado preguntaban todo el rato por él. Unos volvían pero seguían aislados en otra planta y en otros casos hubo que explicarles, con mucho tacto, que habían fallecido. «El centro tiene dos plantas comunes y en las tres más altas están las habitaciones. Cuanto más autónomos, más arriba. Para ellos bajar de piso es una mala noticia y les hemos explicado que en estos meses no tenía que ver con su estado, que necesitábamos hacerlo para agruparles y protegerles del virus». Según la directora, Olga Ortega, la máxima en este tiempo de pandemia ha sido «luchar eficazmente contra el virus pero seguir cuidando, atenderles como una gran familia, algo que ha sido posible gracias a la enorme implicación de los trabajadores, el apoyo de la Diputación y la colaboración de las familias». Desde Acción Social «nos enviaron un epidemiólogo para ayudarnos a sectorizar. Nos hemos sentido muy apoyados.
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