«A punto de abandonar el país azteca, una sabia india maya me revela la 'escalofriante' leyenda del tecolote»
Arantza Furundarena escribe una serie en EL CORREO sobre su nueva vida una vez alcanzada la jubilación
Arantza Furundarena
Jueves, 22 de mayo 2025, 00:10
Guadalajara, Jalisco. Una invitada a la fiesta se había dejado olvidado el bolso. Nata y yo ya habíamos apagado las luces de la piscina y ... las del porche, donde todavía quedaban las mesas con sus manteles, sus centros de flores y un triste ejército de vasos vacíos como señal de que allí se había celebrado una reunión familiar de más de treinta personas... Recuerdo que cuando busqué a tientas los viejos interruptores de la casita de la piscina se me vino a la cabeza la viuda negra, esa pequeña araña culona que en México suele habitar en los jardines y cuya picadura puede resultar mortal.
Fue solo un flash que se cruzó por mi mente catastrofista durante el poco rato que permanecí a oscuras. Pero la risa cantarina de Nata me sacó de mi breve y absurdo escalofrío. Absurdo porque en los casi 18 años que llevo viniendo a México nunca he visto una viuda negra. Si acaso alguna tarántula peluda en Cozumel, pero de lejos y carente de peligro.

Nata es una india maya que merece capítulo aparte. Qué digo capítulo, merece una serie de varias temporadas... Esta yucateca, que lleva sirviendo a la familia de mi cuñado desde hace más de sesenta años y que me llama 'Sarancha', es realmente inimitable; y toda una autoridad en esa casa de estilo californiano, con su fachada color albero, su pozo de piedra lleno de flores y su particular «hall of fame» repleto de trofeos de golf.
Los ratos que he pasado yo, 'Sarancha', junto a Nata, en su cocina perfumada de guayaba, son para mí pequeños tesoros emocionales, preciosos regalos de la vida. Allí me ha relatado con su peculiar dicción y con todo lujo de detalles la mañana en la que su señora dejó de existir de repente. La muerte colándose de golpe en un momento tan cotidiano como el de ir a darse una ducha. Dice Nata que todavía la llora a diario, que habla con ella y le cuenta los pormenores del día. No me cuesta imaginarla en esas pláticas que en el fondo son diálogos consigo misma. «Pase mi doña y siéntese aquí», le dice cuando el viento abre una puerta… O «Perdóneme mi doña que la esté sacudiendo», le susurra a su retrato cuando le pasa el plumero.
Nata también perdió a su hija hace muchos años, en un accidente de tráfico. Le quedan dos hijos varones. Uno es todo un abogado. Sin embargo, por ese curioso macramé intersocial a la mexicana, el abogado acude tres veces por semana a la casa donde trabaja y vive su madre (y en la que él se crió), para ayudarla en sus guisos y para servir la mesa cual si fuera un mayordomo, solo que en vaqueros y con la naturalidad de quien ya es parte de la familia.

Pero nos habíamos quedado en que esa noche, una vez terminada la fiesta y apagadas todas las luces, nos llegó la noticia de que una invitada se había dejado olvidado el bolso. Nata tuvo que volver al jardín y yo quise acompañarla. Encontré por fin el objeto, colgado del respaldo de una silla. Ya solo quedaba salir afuera y esperar a que la interesada viniera a recogerlo en su vehículo.
Y allí estaba yo, en mitad de la suave noche tapatía de luna creciente, en una calle particular y desierta, a 1.500 metros de altitud, bajo una buganvilla y un florido flamboyán, charlando animadamente con una anciana maya con la familiaridad de quien se conoce de toda la vida. Como si no hubiéramos crecido separadas por veinte años y más de 8.000 kilómetros de distancia, como si su precaria niñez, alimentada únicamente por tortillas y frijoles, hubiese tenido algo que ver con la mía... No recuerdo en qué andábamos cuando cantó el tecolote. Aunque esto lo supe después. En ese momento solo escuché una especie de grito agudo que rasgó el mullido silencio nocturno de aquella exclusiva colonia llena de chalés con piscina.
Teatrera y exagerada como es, Nata se echó las manos a la cabeza y empezó a gesticular alarmada. «¡Ay, ya cantó ese pájaro!», decía como si hubiera escuchado la sirena previa a un bombardeo. «¿Qué ha sido, un búho?», le pregunté. «No, el otro, el otro», repetía ella... «¿Una lechuza?» inquirí. «Sí, eso». Y tras una breve letanía en la que nombró a varios santos del cielo, Nata se me sentó en la acera y vaticinó: «Alguien va a morir esta noche». Intenté tomármelo a risa y la animé a que se levantara del suelo y se dejara de supersticiones (aunque mi mente catastrofista por un momento sintió un relámpago en el que unos narcos nos ametrallaban desde un coche). Entonces ella para quitarle hierro al asunto empezó a especular con que la muerta fuera la vecina de la casa de enfrente, una señora ya muy mayor y deteriorada a la que había visto recientemente en silla de ruedas...
Llegó por fin la dueña del bolso y Nata y yo volvimos a meternos en casa sin mayores incidentes. Relaté entonces a los presentes lo de la lechuza y me explicaron que en México hay un viejo proverbio que dice: «Cuando el tecolote canta el indio muere», de ahí la superstición de Nata.
A la mañana siguiente, en el desayuno, bromeamos un poco con Nata sobre el negro vaticinio de aquel pájaro de mal agüero. «Parece que estamos todos vivos», le insinuamos con sorna. Pero ella insistió en que seguramente la que había muerto era la vecina. Y como viera que seguíamos de chanza, añadió: «En todo caso, cuando canta el tecolote vale para quince días».
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