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Mujeres en igualdad, mujeres que competimos en libertad de empresa

Mujeres en igualdad, mujeres que competimos en libertad de empresa

Celebramos el 8 de marzo, hermoso y necesario día de la mujer trabajadora, con renovado ímpetu reivindicativo, pero también este aniversario con cierta precaución

Gema Díaz Real

Jueves, 8 de marzo 2018, 18:21

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Celebramos el 8 de marzo, hermoso y necesario día de la mujer trabajadora, con renovado ímpetu reivindicativo, pero también este aniversario con cierta precaución. Vamos a ver cómo lo digo sin que salga trasquilada en el intento. Aquí va: el principio de igualdad -por el que luchamos- no puede usarse como ariete sibilino para derribar las instituciones de la libertad. Libertad personal, civil, profesional y laboral, pero también libertad de empresa. La libertad, que al igual que los derechos de las mujeres, tanto nos costó conseguir, no puede retroceder por ideologías ocultas bajo la noble lucha por los derechos de la mujer.

Este 8 de marzo en el ámbito empresarial debemos aspirar a más igualdad sin sacrificar la libertad. Si lo permitimos, a largo plazo resultaríamos perjudicadas tanto las mujeres como el tejido empresarial tan necesario para el desarrollo de nuestra sociedad. Somos muchas las mujeres que compartimos valores y propuestas feministas, aunque recelamos de algunos de los excesos y desviaciones que, por oportunismo, han aflorado últimamente bajo el manto luminoso de las grandes palabras.

Por ejemplo, en el actual debate contra la brecha salarial -justo y necesario- se comete el error de culpabilizar en genérico a la empresa, sobre la que recae todo el peso y todo el gasto de cualquiera de las medidas legislativas propuestas por unos u otros partidos en esta materia. Más obligaciones, más costos y requerimientos administrativos, amenazas de duras sanciones y de inspecciones sin fin, limitación de la libertad de empresa y cuestionamiento de los principios de meritocracia, valía y esfuerzo. Esta es la música a la que le quieren poner letra a las leyes que se anuncian. Sus señorías, todas y todos tan comprometidos repentinamente por la causa, sólo parecen ponerse de acuerdo cuando cargan con el peso de sus decisiones a unas empresas que ya soportan demasiado sobrepeso, burocracia, y asunciones sociales más propias del Estado que de la iniciativa privada.

La empresa debe seguir disponiendo de capacidad de libertad de organización del trabajo. Y dentro de esta libertad empresarial está la de decidir quién asume cada responsabilidad en función de méritos, esfuerzos y capacidades. En un modelo competitivo, sobra explicar que la empresa optará por el candidato, hombre o mujer, más adecuado y capaz. La competitividad se mide por rendimiento, y no por género. Dicho así resulta poco poético, pero es la ley primera que rige la gestión interna de la empresa. ¿Por qué debe caer sobre mí, como empresaria que soy, la presunción de culpabilidad si a la persona que asciendo y mejoro el sueldo es un hombre y no una mujer? Las mujeres queremos ganar lo mismo -o más si es posible- porque consigamos idénticos resultados que los otros y no porque limitemos ni su techo ni su desarrollo.

Garanticemos, por supuesto, igualdad de oportunidades e igualdad de salario en igualdad de puesto, pero no limitemos los estímulos individuales de mérito y objetivos.

Y, como el César, al ámbito familiar lo que es del ámbito familiar, y a la empresa, lo que es de la empresa. Es cierto que las mujeres, por cuestiones culturales, tradicionales y familiares, asumimos las responsabilidades familiares y domésticas en mayor grado que el hombre, lo cual nos sitúa en clara situación de desventaja frente a quien no tiene otra prioridad que su carrera profesional. Pero esto es algo que debemos de solucionar desde la educación, desde los modelos sociales y desde nuestros propios acuerdos familiares. Pero lo que no podemos pretender es que lo que no seamos capaces de solucionar en casa, negociando nuestros propios ‘convenios colectivos familiares’, lo termine pagando la empresa por imposición legal. Seamos consecuentes y realicemos el primer plan de igualdad dentro de nuestras relaciones familiares, quizás este sea el más justo y fácil examen que cada uno deberíamos hacer. No caigamos en la burda tentación de pedir a los demás que se responsabilicen de lo que no estamos haciendo en nuestra esfera de responsabilidad.

Celebremos el día de la mujer trabajadora sintiéndonos agradecidas a las mujeres -también a los millones de hombres- que lucharon desde hace décadas por nuestros derechos. Aún nos queda mucha tarea por delante para conseguir la igualdad que nos corresponde. Bendita igualdad amparada, desde luego, en una libertad a la que no podemos, ni queremos, renunciar.

Celebramos el 8 de marzo, hermoso y necesario día de la mujer trabajadora, con renovado ímpetu reivindicativo, pero también este aniversario con cierta precaución. Vamos a ver cómo lo digo sin que salga trasquilada en el intento. Aquí va: el principio de igualdad -por el que luchamos- no puede usarse como ariete sibilino para derribar las instituciones de la libertad. Libertad personal, civil, profesional y laboral, pero también libertad de empresa. La libertad, que al igual que los derechos de las mujeres, tanto nos costó conseguir, no puede retroceder por ideologías ocultas bajo la noble lucha por los derechos de la mujer.

Este 8 de marzo en el ámbito empresarial debemos aspirar a más igualdad sin sacrificar la libertad. Si lo permitimos, a largo plazo resultaríamos perjudicadas tanto las mujeres como el tejido empresarial tan necesario para el desarrollo de nuestra sociedad. Somos muchas las mujeres que compartimos valores y propuestas feministas, aunque recelamos de algunos de los excesos y desviaciones que, por oportunismo, han aflorado últimamente bajo el manto luminoso de las grandes palabras.

Por ejemplo, en el actual debate contra la brecha salarial -justo y necesario- se comete el error de culpabilizar en genérico a la empresa, sobre la que recae todo el peso y todo el gasto de cualquiera de las medidas legislativas propuestas por unos u otros partidos en esta materia. Más obligaciones, más costos y requerimientos administrativos, amenazas de duras sanciones y de inspecciones sin fin, limitación de la libertad de empresa y cuestionamiento de los principios de meritocracia, valía y esfuerzo. Esta es la música a la que le quieren poner letra a las leyes que se anuncian. Sus señorías, todas y todos tan comprometidos repentinamente por la causa, sólo parecen ponerse de acuerdo cuando cargan con el peso de sus decisiones a unas empresas que ya soportan demasiado sobrepeso, burocracia, y asunciones sociales más propias del Estado que de la iniciativa privada.

La empresa debe seguir disponiendo de capacidad de libertad de organización del trabajo. Y dentro de esta libertad empresarial está la de decidir quién asume cada responsabilidad en función de méritos, esfuerzos y capacidades. En un modelo competitivo, sobra explicar que la empresa optará por el candidato, hombre o mujer, más adecuado y capaz. La competitividad se mide por rendimiento, y no por género. Dicho así resulta poco poético, pero es la ley primera que rige la gestión interna de la empresa. ¿Por qué debe caer sobre mí, como empresaria que soy, la presunción de culpabilidad si a la persona que asciendo y mejoro el sueldo es un hombre y no una mujer? Las mujeres queremos ganar lo mismo -o más si es posible- porque consigamos idénticos resultados que los otros y no porque limitemos ni su techo ni su desarrollo.

Garanticemos, por supuesto, igualdad de oportunidades e igualdad de salario en igualdad de puesto, pero no limitemos los estímulos individuales de mérito y objetivos.

Y, como el César, al ámbito familiar lo que es del ámbito familiar, y a la empresa, lo que es de la empresa. Es cierto que las mujeres, por cuestiones culturales, tradicionales y familiares, asumimos las responsabilidades familiares y domésticas en mayor grado que el hombre, lo cual nos sitúa en clara situación de desventaja frente a quien no tiene otra prioridad que su carrera profesional. Pero esto es algo que debemos de solucionar desde la educación, desde los modelos sociales y desde nuestros propios acuerdos familiares. Pero lo que no podemos pretender es que lo que no seamos capaces de solucionar en casa, negociando nuestros propios ‘convenios colectivos familiares’, lo termine pagando la empresa por imposición legal. Seamos consecuentes y realicemos el primer plan de igualdad dentro de nuestras relaciones familiares, quizás este sea el más justo y fácil examen que cada uno deberíamos hacer. No caigamos en la burda tentación de pedir a los demás que se responsabilicen de lo que no estamos haciendo en nuestra esfera de responsabilidad.

Celebremos el día de la mujer trabajadora sintiéndonos agradecidas a las mujeres -también a los millones de hombres- que lucharon desde hace décadas por nuestros derechos. Aún nos queda mucha tarea por delante para conseguir la igualdad que nos corresponde. Bendita igualdad amparada, desde luego, en una libertad a la que no podemos, ni queremos, renunciar.

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