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Arantza Furundarena
Jueves, 24 de abril 2025, 00:14
Contaba mi madre que una de las habilidades de mi hermano cuando apenas tenía tres años era la de señalar un letrero y decir «co- ... ca-co-la, pe-si-cola». Y como por lo visto acertaba, mi madre tenía que aclarar con cierto apuro ante el asombro de algún viandante que por supuesto el crío no sabía leer, que tan solo era capaz de distinguir ese tipo de anuncios. Uno de mis pasatiempos favoritos cuando estoy en México consiste en fijarme en las vallas y los carteles anunciadores, muchos de ellos pintados a mano, que invaden comercios, tapias y edificios. Y a veces me quedo pensando si será que yo tampoco sé leer, porque a menudo me cuesta abarcar toda la dimensión del mensaje.
«Esta propiedad no se vende ni se renta». Y justo debajo, un número de teléfono… ¿Qué pretende el dueño de ese terreno, que le llamen para insultarle, para convencerle, para sobornarle? Un absoluto misterio. Hace unos días, paseando por Tlaquepaque, un pueblito de Jalisco especializado en artesanía, leí lo siguiente en una placa de cerámica colocada junto a la entrada de una dulcería de prestigio: «Nuestro horario: abrimos cuando llegamos, cerramos cuando nos vamos y si vienes y no estamos, es que no coincidimos». Estarán conmigo en que mayor precisión no cabe… Pero es que nos encontramos en el país donde el «ahora voy» significa que llegas en unas horas, 'ahoritita', que tardarás más de un día y 'ahorititita', que te demorarás fácil una semana.
Sí, han leído bien, aquí el diminutivo es inversamente proporcional al tiempo de espera. ¿Acaso no tienen los mexicanos una expresión para indicar que llegan ya mismo? La tienen, claro que sí, pero por extraño que resulte esa expresión es: «luego, luego». Para un mexicano «luego, luego» significa de inmediato.
En otra calle de Tlaquepaque me encuentro con un curioso invidente. Mientras camina despacio, marcando el ritmo con su bastón blanco, lleva a la espalda una cartulina que proclama: 'Vendo chicles y cigarros. Gracias por su apoyo'. No sé si la mercancía que ofrece es la más políticamente correcta, pero entiendo que hay que buscarse la vida. Más llamativa aún me pareció la insistencia con que una tienda de figuras religiosas del pueblo de Tonalá anunciaba, hasta en siete carteles distintos, a rotulador, con flechas y dibujitos, que disponía de baño. Eso sí, de pago. Ahí de apoquinar no te salvaba ni Cristo.
En un famoso restaurante de la mexicana Guadalajara tienen pintado un letrero en el recibidor que advierte: «Prohibida la entrada a toda persona amuinada, encorajinada o bronquera. Aquí reina el buen humor». Supongo que bastaría con decir que se reservan el derecho de admisión. Pero quedaría muy aburrido. Y aquí la retranca es el emblema nacional. Por eso si intentas aparcar en un vado permanente es muy probable que leas algo así como: «Se 'ponchan' llantas gratis». Vamos, que el dueño del garaje tiene la deferencia de pincharte las ruedas de balde. O ya más directos: «Respétame y respetaré tu coche».
El otro día, recorriendo la pintoresca catedral de Guadalajara, Jalisco, me topé con un cartel que, nunca mejor dicho, rezaba: «Por favor, evite el comercio ambulante en el interior del templo». Y eso, junto a una estatua de Santo Tomás de Aquino. Vamos, que 'Aquí-no'. ¿Comercio ambulante, dentro de una catedral? ¿Acaso en México todo es posible? Pues yo diría que sí. Alguien de mi extensa familia política mexicana me cuenta que en el colegio más caro y exclusivo de Guadalajara también existe una especie de comercio ambulante. Y es que, como está ocurriendo en España, en su cruzada contra lo que aquí denominan «comida chatarra», la dirección del centro ha decidido eliminar de las máquinas de vending los productos de bollería, las bolsas de patatas fritas, los 'doritos' y hasta la mexicanísima salsa picante Valentina, por exceso de sodio, de conservantes, de azúcares, de grasas saturadas o de las mil porquerías asociadas a todo lo que un adolescente (o ser humano en general) considera rico.
¿Y qué ocurre? Pues que los chavales con más iniciativa transportan en sus mochilas un arsenal de galletas caseras de chocolate, chips de jícama, dulces enchilados… Y se los venden de estrangis a otros alumnos e incluso a algunos profesores dispuestos a hacer la vista gorda. Si pretendían ponerlos a dieta lo que han conseguido es darles un cursillo acelerado en 'Tráfico de calorías'.
Pero quizás el cartel que más me ha impactado estos días ha sido un inmenso rótulo luminoso que decía: 'Sala de despecho'. Y debajo, junto a la entrada al local, una cola interminable repleta de despechados dispuestos a desahogarse… Me cuenta una de mis cuñadas que dentro hay un karaoke colectivo, imaginativos cócteles y muchas canciones para resarcirse a gritos de un desamor, una traición o un desplante. Sé que la moda ha llegado también a Madrid, pero la iniciativa nació en Jalisco. Y es que aunque el despecho sea universal, el país de la ranchera, de Chavela Vargas y Paquita la del Barrio tenía por fuerza que poseer la patente.
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