Larraitz pide que le dejen morir
La ELA ha deteriorado por completo la vida de esta guipuzcoana de 42 años que no cesa en su petición de legalizar la eutanasia
estrella vallejo
Sábado, 30 de marzo 2019, 11:49
La historia de Larraitz Chamorro es conocida desde hace años. No quiere vivir. No en el estado en el que se encuentra, y que cada ... vez va a peor. Lleva 15 intensos años obligada a ser testigo diario del deterioro que la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA) sigue provocando en su cuerpo, cada vez más frágil y consumido. Sin la esperanza de que su situación revierta y con la angustia de saber que no hay forma de poner fin a un sufrimiento que considera innecesario y cruel.
Morir sería para ella un «auténtico descanso», ha dicho en reiteradas ocasiones. Resulta lógico en alguien que ha visto con toda la impotencia del mundo cómo sus extremidades perdían movilidad hasta el punto de que ya solo puede mover ligeramente la cara. Únicamente puede ingerir alimentos semisólidos, porque tiene serias dificultades para tragar; cada vez le cuesta más hablar y respirar, y el miedo a atragantarse en cualquier momento amanece con ella a diario. A todo esto se le suma que desde hace un tiempo ha empezado a sentir que son los órganos vitales los que empiezan a fallarle.
El último episodio grave lo padeció la semana pasada con una hemorragia aguda que hizo que el equipo médico que le atiende le haya planteado administrarle un tratamiento «para que esté más tranquila y sea menos consciente» si esa situación vuelve a repetirse. A fin de cuentas así lo tiene recogido esta mujer de 42 años y vecina de la localidad guipuzcoana de Alegia de forma bien clara en sus 'voluntades anticipadas'. No quiere que se le asista con alimentación artificial o que se le reanime, y rechaza cualquier tratamiento que prolongue su vida, por lo que la única alternativa que tiene el personal sanitario llegado ese momento es la sedación. No obstante, en este documento Larraitz también manifiesta que abogaría por recibir la eutanasia si en un futuro no muy lejano llegara a despenalizarse.
Un sistema de detección ocular es su ventana al mundo
Larraitz Chamorro presenta serios problemas para comunicarse. Su voz es cada vez más frágil y charlar con ella por teléfono ya es prácticamente imposible. No obstante, tiene una ventana abierta al mundo que no está dispuesta a cerrar mientras le sea posible, y que le permite conservar la poca independencia que le queda. La habitación en la que reside tiene una zona al fondo junto a la ventana, que está habilitada como 'sala del ordenador'. En la pared cuelga un mural repleto de fotos de su familia –principalmente de sus sobrinas– que ella misma envía a imprimir. Gracias a un sistema que detecta el movimiento ocular y una pegatina que se le pone en la nariz y que funciona como el ratón, esta mujer de Alegia puede tener acceso a internet, a sus cuentas, hacer algunas compras online e incluso comunicarse por skype con sus familiares.
El hilo de voz que le queda es difícilmente inteligible al menor ruido en la habitación de la Fundación Matia en la que reside desde hace nueve años, y solo esos susurros ya le suponen un esfuerzo que no todos los días está en condiciones de realizar. Así que es su hermana pequeña, Esti, la que habla en su nombre. Lo hace de forma clara, directa y sin titubeos. El dolor emocional persiste, pero ya son muchos años de sufrimiento compartido: «Ella ya sabe cuál es su final, que va a morir ahogada o con algún fallo renal. Y antes de que llegue ese momento prefiere acabar con todo», defiende en relación a la eutanasia que lleva años reivindicando.
Todo comenzó hace 15 años, cuando Larraitz tenía 27. Al poco de fallecer su padre por una enfermedad laboral, empezó a sentir molestia en la pierna izquierda por las noches. Tras varias pruebas que no aportaron ningún resultado concluyente, dejó pasar el tiempo, pero los síntomas continuaron afectando a todas sus extremidades.
En aquel momento, Esti estudiaba Logopedia, Neurología y Neuropsicología, y no tardó en ver cierta correspondencia entre lo que le explicaban en clase y los síntomas que presentaba su hermana mayor. «Desde el principio vi que algo iba mal, pero tampoco podía decirle nada», apunta. Las primeras indicaciones de los neurólogos señalaron que podría estar psicosomatizando la pérdida de su padre, por lo que fueron seis años de pruebas y más pruebas, y de una esperanza que se marchitó con la llegada del diagnóstico definitivo: tenía ELA.
Quemó el último cartucho en 2011 en Galicia, con un tratamiento alternativo basado en hormonas de crecimiento que tampoco consiguieron revertir su situación. Ya se lo imaginaba, pero debía intentarlo. No tardó en interiorizar que dado el estado en el que ya se encontraba no le merecía la pena tratar de frenar la enfermedad, porque eso solo supondría prolongar el sufrimiento. «Fue entonces cuando empezó a decir que cuanto antes acabara todo, mejor. Yo le oía que repetía que para vivir así prefería morir, pero el comentario se quedaba en el aire, porque no me veía con la valentía suficiente como para abordar el tema».
Pero llegó un día que Larraitz se lo pidió directamente: «Esti, ayúdame. No quiero seguir así». Esas palabras calaron hondo tanto en Esti como en su hermano Iker, y ambos empezaron a informarse sobre las posibilidades con las que contaban y las consecuencias penales a las que tendrían que hacer frente en caso de practicarle una eutanasia. «Si no fuera madre le hubiera ayudado a morir, pero teniendo hijos la cosa cambia. Además de que ella siempre se ha negado a hacer nada que no fuera legal y que pudiera perjudicarnos», explica.
El problema, indica Esti, es que en casos como los de su hermana, que no puede moverse por sí misma, no existe ninguna alternativa más allá de esperar a que llegue el momento y recoger en su testamento vital que rechaza cualquier tratamiento que prolongue su vida. «En el momento que no pueda tragar por ella misma tendrán que empezar con la sedación paliativa», matiza su hermana.
Emprender esta lucha por ella, por la legalización de la eutanasia y la muerte digna no fue tarea sencilla y desde luego que no lo sigue siendo. «Al final estás peleando por cumplir su voluntad, pero eso significa que ella deje de estar». Esti reconoce que es inevitable que de vez en cuando aflore el egoísmo, con ese pensamiento de «al menos la tengo aquí, porque desde pequeñas hemos estado muy unidas». Sin embargo, y aunque la realidad sea que «no podemos hacer nada», prevalece su deseo de que «todo termine cuanto antes, porque no es fácil verla sufrir».
«Si no pudiera moverme, pero al menos no me doliera...», suele comentar Larraitz a sus familiares. La dependencia para ejecutar cualquier movimiento es total. Además tiene una «hipersensibilidad» en la piel que agudiza cualquier sensación. «Tiene todos los dolores posturales, siente cualquier pliegue, dolor o picor de forma muy intensa. Es un horror», resume su hermana.
Discurso claro y sincero
La entereza de Larraitz y su amplia sonrisa sobrecogen. Sentada en la silla en la que pasa los días, transmite una fortaleza que su hermana pequeña corrobora. «Psicológicamente está destrozada, es normal llevando 15 años así, sin ninguna esperanza, yo no sé si hubiera sido capaz, pero ella siempre ha sido una persona muy fuerte», cuenta al tiempo que confiesa que «la habré visto llorar cuatro veces contadas». Quizás por ese motivo, cuando aborda estos temas de forma directa y sincera «te das cuenta de lo consciente que es y de lo claro que lo tiene».
Esta mujer siempre ha sido de ideas claras. Al poco tiempo de saber que tenía ELA, hace unos nueve años, se informó y tomó la decisión de ingresar en la Fundación Matia, en el centro Iza para personas con discapacidad. Su estado requería de una atención especializada que su madre –con quien residía en aquel momento– no iba a ser capaz de procurarle y no quería ser una carga para su familia.
«Al principio salíamos a la calle con ella a dar una vuelta o a comer a un restaurante cercano, pero hace siete años que ya no quiere salir ni de la habitación», explica Esti. El simple movimiento de la silla hace que su cuerpo cada vez más delgado se escurra sin poder recuperar la postura sin ayuda. «No se puede sujetar, está con la sensación constante de que se cae y ya no quiere pasar por eso, prefiere estar tranquila en la habitación», remarca.
Así, pasa cada día en la habitación de la residencia, con la visita de su madre todas y cada una de las tardes desde hace nueve años. «Mi madre es la que más está sufriendo todo esto. Perdió a su marido y a la vez enfermó su hija, y desde entonces pasa con ella todas las tardes sin descanso. No tiene vida», lamenta la pequeña de los tres hermanos, a quien le alegra «al menos» que las circunstancias les han hecho ser una familia «muy unida y siempre preparada para ayudar a Larraitz».
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