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India se sumerge ya en la peregrinación del Kumbh Mela, la mayor concentración planetaria de la historia, con una asistencia estimada de 450 millones de personas, según calculos del estado de Uttar Pradesh. Y lo es por motivos religiosos, esa amalgama de deidades y demonios que son el eje troncal de la cultura del país más habitado del planeta; también el que más contrastes ofrece, capaz de registrar los índices de pobreza más altos y, al mismo tiempo, de orbitar satélites y condicionar la economía mundial.
Como ya ocurrió hace doce años, cuando se batieron todos los records, los ojos del mundo se giran hacia Prayagraj, antes conocido como Allahabad, una ciudad de 1,5 millones de habitantes, población que por estas fechas se dispara hasta el paroxismo. Aquí confluyen tres de los grandes ríos de India –Ganges, Yamuna y Sarasvati– en un punto de connotaciones místicas, el Sangam, circunstancia de la que los locales extraen múltiples consecuencias, la principal de todas ellas la de romper el ciclo de la reencarnaciones, aunque también liberar el espíritu y alcanzar el conocimiento de uno mismo.
Bañarse en sus aguas durante los próximos 50 días supone despejar el camino para la inmortalidad, una suerte de indulgencia católica cuyos efectos alcanzan a las siguientes 88 generaciones. Prayagraj se convierte así en un auténtico polo magnético de la espiritualidad y en su calidad de tal atrae a cientos de sectas, de cofradías y de personajes cuya manera de conducirse puede hacernos dudar sobre su salud mental, pero que por estas latitudes son auténticos referentes depositarios de la verdad suprema.
Aquí es posible ver desde gurús corruptos e ijras (transexuales) dedicadas al cultivo de las artes; hasta naga sadhus, que pasean su desnudez cubiertos de cenizas, permanentemente inmersos entre los efluvios del cannabis, los cuerpos expuestos a pruebas de dureza extrema como las mutilaciones genitales.
El catálogo de personajes, agrupados en cofradías, la más prestigiosa de las cuales se conoce como Juna Akhara, es inabarcable: en apenas diez minutos el viajero –o el peregrino, todo depende– puede cruzarse lo mismo con alguien que ha decidido vivir de pie toda su vida como con Amar Bharati, que lleva 51 años con el brazo derecho levantado, hasta el punto de ser incapaz ya de articularlo. A su manera, su reino tampoco parece de este mundo.
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