Mi madre en una cama de la clínica Abando, yo en sus brazos, y nuestro padre sentado a su vera. La primera foto de mi ... vida. La prueba de que nací. Con frecuencia olvidamos que jamás nos vemos desde fuera. Por eso ideó el ser humano la captura de imágenes. Para verse a sí mismo en ese espejo que congela el tiempo. Y por eso tenían las fotos tanto valor. Lo ha ido perdiendo y, a cambio, suma peligros. Muchas se suben a Internet. Un inocente gesto que aprovechan los monstruos. Si ya era repugnante lo que hacían con ellas, ahora con la Inteligencia Artificial es mejor no imaginar a dónde pueden llegar. Y lo tienen fácil. El 81% de los bebés tiene presencia en las redes antes de los 6 meses. Algunos vía ecografía. Otros desde la primera bocanada. Lo que nos lleva a otro tema más amable. El mundo digital y el móvil han cambiado la fotografía y la forma que tenemos de utilizarla. Empezando por el álbum de fotos.
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Salvo que haya nacido en último decenio, lo sumo quindenio, conocerá el valor de una foto en los tiempos inciertos. Me refiero a los años en que cada una debía ser meditada. Se sacaban unas cuantas y punto. No como ahora, que para hacer una con más de tres personas te tiras una tarde. Que si salgo mal, el fondo está feo o queda mejor en vertical para subirlo luego a Instagram. Para acordar cuál es la buena necesitamos más consenso y tiempo que para formar gobierno. Antes no pasaba. Sobre todo en el pasado siglo. Cuando hasta una foto digital exigía su liturgia. Se pasaban a papel y, por tanto, necesitaban una pensada. Son esas que todos guardamos de fiestas o eventos especiales. Ahora tomando el café hay quien saca veinte y solo de la taza. Pero no para acabar en un álbum, sino en las redes o en Whatsapp. O para vivir y morir en el móvil. Lo que me lleva a los tiempos en que una imagen sí valía más de mil palabras. Era una acción pensada. No tanto como en la era de nuestros abuelos, obviamente. Si salían serios es porque tenían dos fotos. De la boda y de la esquela. Y a veces era la misma. Quienes nacimos en los 60, 70 y 80 no llegamos a eso, pero también tenemos lo nuestro.
Para empezar se las debemos a esa persona, familiar o amigo, que llevaba consigo una cámara. Nunca fuimos justos con esa gente. A dónde vas con esa mierda de trasto, era lo más fino que escuchaban. Pero si no es por su buen hacer no tendríamos inmortalizados el 90% de los momentos de nuestra vida. La despedida de soltero, el recibimiento del Athletic en el 84, las vacaciones en cuadrilla de los 90 o el cumpleaños de una amiga que ya no está. Porque se acordaba de incluir la cámara en el equipaje. Servidor tiene un amigo que viene a ser la fototeca de la cuadrilla. Guarda imágenes que, de vez en cuando y si es menester, publica en nuestro grupo de Whatsapp para sorpresa, deleite o sonrojo del personal.
Y qué decir del niño o niña con familiar aspirante a fotógrafo. Esa gente que tiene álbumes más grandes que los de la familia Iglesias Preysler. Aunque había accidentes. Las nuevas generaciones desconocen el miedo a cómo saldrá la foto o si habré colocado bien el carrete. Conozco casos en los que la niña de los 60 carece de imágenes de su comunión porque el padre se empeñó en que las sacaba mejor que el fotógrafo y se le olvidó meter el carrete. Días después tuvo que volver a vestirse con el traje para que le sacaran dos fotos y poder recordar en imágenes su comunión. O esa persona que nació en un momento en que nadie era dado a disparar con una cámara y, a diferencia de sus hermanos mayores que tuvieron suerte, apenas tiene fotos de su infancia. Les podría hablar de una persona cercana a quien le pasó. Y algo de trauma tendrá porque no hay un día en que su su hija no sea fotografiada. No podrá quejarse la niña. O sí. Esta semana necesitábamos una de toda la familia con ella y, curiosamente, siempre faltaba alguien. Quizá porque, como digo, no les damos el valor de antaño. Cuando eran un momento meditado.
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Empezabas un rollo eligiendo el instante y la excusa para la primera foto. Revelarlas costaba un ojo de la cara y no era cosa de sacar tonterías. Por eso era lo primero que se hacía al quedar o llegar. Hacerse una foto. Y luego te relajabas. Ahora puedes disparar y borrar casi al mismo tiempo y por eso carece del valor de antaño. Ya no las respetamos. Si sale mal podemos arreglarla con filtros o borrar a quien no nos apetece recordar. Lo cual está bien, pero también mal. Al fin y al cabo, no tienen la culpa de ser testigos de nuestra vida. Si siguiéramos llevando las fotos a revelar no habría tanta foto nuestra por el mundo. Y las guardaríamos mejor. Como servidor con la del día en que vino a este mundo. La primera de mi vida. De eso no tengo duda. Lo que no sé es cuál será la última. Pero espero que no sea en grupo porque para cuando nos pongamos de acuerdo en cuál es la buena ya llevaré ya diez años criando malvas.
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