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El piscolabis

Los ojos que seguían esperando

Sábado, 13 de septiembre 2025, 00:00

Cuando el ascensor se abrió, parecía el instante del cambio en el concurso «Lluvia de estrellas». Se escucharon hasta aplausos. Eran las 12:31. Acababan ... de salir los primeros. Desconocía cuándo le tocaba a ella. Llevábamos un retraso de 11 minutos. A lo que debíamos sumarle más tiempo. La mayoría aguardaba desde las 12:10. Yo había llegado antes. A las 12:05. La tardanza provocó que hiciera dos llamadas para confirmar el lugar. «Es el ascensor que está nada más entrar a la derecha», me repitieron, con un relajo que yo no tenía. Y entonces vi a los dos.

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Uno era más blanco que Iniesta y el otro tan negro como los Williams. Recordaban a aquel anuncio de Benetton de los 90. United Colors. Pero sus caras mostraban inquietud. Todo había empezado tras salir del ascensor. Caminaron en fila y fueron colocados contra la pared. El ruido obligaba a afinar el oído para lograr intuir sus nombres. Una mujer los decía en voz alta, mientras retenía entre sus manos los hombros del elegido. Alguno no aguantó la tensión y, antes de ser llamado, rompió filas. Otros se adelantaron. Todo valía para salir de allí. Cuando un familiar levantaba la mano, la mujer quitaba las manos y los liberados salían corriendo hacia la persona. O las personas. A veces había hasta cuatro familiares. Vi alguna lágrima contenida y otras brotando sin disimulo. Tensión acumulada. En el Iniesta y el Williams no las vi. Pero amenazan desbordamiento. Nadie había ido a esperarlos. Como si, tras ser liberados, no se acordaran de ellos. El tiempo es relativo. Pero para quien espera siempre resulta eterno.

Los minutos caían a plomo cuando otra mujer se sumó al control de la fila. Ya eran dos las encargadas de tranquilizar a la pareja que esperaba. No podía evitar mirarlos, pese a que mi ojo derecho estaba clavado en el ascensor. Ella seguía sin salir. Ya eran las 12:35. Un cuarto de hora con cara de día largo. Debo confesar que soy muy puntual. Es algo adquirido con la edad. Y puede que la radio tenga mucha culpa. En ella el segundo es ley. Sobre todo cuando se acercan las señales horarias, que vienen a ser las campanadas que despiden 30 minutos y dan la bienvenida a los siguientes. Pero allí no había señales acústicas. Solo la luz de los botones del ascensor. Verdes. Intensas. Subiendo. Bajando. Hasta que las puertas se abrieron de nuevo. Quienes salieron iban en sillas de ruedas. Como es lógico, tenían preferencia. No los pusieron junto a la pared, porque la recepción fue inmediata. Las miradas del resto se tornaron tiernas. Aunque la escena se vio interrumpida por uno de los componentes de otra fila. Corría de un lado a otro desde hacía tiempo, haciendo caso omiso a las órdenes. Ya le habían llamado para abandonar el lugar, pero no parecía querer irse. Como esos condenados que no saben vivir fuera de la prisión. Pensé en ello intentando distraer mi creciente incomodidad. Ella seguía sin salir. No tenía clara su posible reacción. Sabía que la esperaría. Lo aceptó. Pero tenía claro que prefería ver a otra persona. Y eso también me inquietaba. Entonces el Iniesta lanzó un grito.

Acababa de descubrir un rostro familiar entre la marabunta. Un hombre de unos 70 años, pelo canoso y piel curtida. Nada que ver con él. Aunque eran familia. Una palabra que, imagino, rondaría la cabeza del otro al pensar en la suya. El del color de los Williams. Me contaron que tenía varios hermanos y que todos salían a horas parecidas por diferentes puertas. Por eso no había aún nadie. Iba a pedir más datos cuando apareció ella. Sería. Pausada. Como si la tensión general le fuera ajena. Quería acercarme, pero debía cumplir las normas. Lo hice cuando una de las mujeres pronunció su nombre. Nos abrazamos. Bueno, abracé yo. Ella miraba como los toros al salir al ruedo. «Comemos con amama y luego vienen ama y aita», susurré, tras cobijarnos ante la incipiente lluvia.

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Mientras caían las gotas, pensé en la conciliación familiar y en la madre que parió a quienes creen que un padre y una madre pueden trabajar y estar a las 12:20 en la puerta de un colegio. Y en la cantidad de aitites, amamas y demás familia que se turnan para este periodo de adaptación o como coño le llamen a eso de ir un rato al cole en las primeras semanas de septiembre. También pensé otra cosa. Que por la boca muere el pez. Siempre he mantenido que las generaciones actuales viven entre algodones. Que aprender a sufrir es la mejor lección. Que no pasa nada por esperar un poco a que lleguen tus progenitores. O que los veas de pascuas a ramos por culpa de sus trabajos. Como nos pasó a nosotros en su día. Pero todos esos pensamientos cayeron al suelo, mezclados entre la lluvia y la primera lágrima de ella. Esa que, al descender por esa carita de tres añitos, preguntaba, sin hacerlo, dónde estaba su ama. La naturaleza es sabia y no me ha dado hijos. No quiero ni imaginar lo que me sucedería de ser el padre, si he pasado tan mal rato siendo el tío. Y aun así tengo ganas de volver para recoger a mi sobrina. Ya les decía que por la boca muere el pez. Y un servidor lleva cara de besugo. Eso sí, no puedo quitarme de la cabeza los ojos del niño que seguía esperando. La próxima vez me quedo con él. Porque lo de la conciliación es como lo del ratoncito Pérez. Un bonito cuento.

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