Nunca nos presentaron, pero nos conocemos de toda la vida. Apenas ha cambiado, salvo por las canas y algún kilo de esos que llegan con ... la jubilación. Nos saludamos con ese gesto a distancia que lo dice todo. A la bilbaina. El reloj de la Plaza Elíptica advertía de que eran las 12 de la noche. El bochorno se había enquistado, subrayado por unos chaparrones menos intensos de lo pronosticado. Camisa azul remangada lo justo para mantener la elegancia informal y dejar el hueco perfecto para el brazo de una señora rubia que miraba al cielo rogando para que las nubes no le chafaran su inversión en peluquería. No nos dijimos nada. Y me arrepiento. Debería haberle dicho algo que considero un piropo: -Usted fue barman.
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En estos días he podido comprobar que hay esperanza. Al menos para quienes creemos que la barra de un bar o la mesa de un hotel son los últimos reductos capaces de abstraernos del chusco panorama vigente. Un paréntesis temporal donde la bebida es lo de menos. La clave reside en esa persona, a una pajarita pegada, que sabe ser y estar. Gente que te ve una vez al año y le basta para saber lo que quieres, antes de que lo pienses. Alguna vez he contado que me gusta escribir en hoteles, bares y tabernas. Ayuda a darle a la tecla. Incluso lo hacía cuando escribía a mano guiones en servilletas de papel. Por eso muchos de ellos, casi siempre eran hombres, me contaban fragmentos de sus vidas. El nombre de su pareja, los estudios del chaval, la creatividad de la pequeña. Lo justo para dejar claro que tienen universo más allá del mundo laboral. Pero hay excepciones. Como el hombre de esta historia. Compartimos, uno a cada lado de la barra, momentos de los 80, los 90 y el arranque del actual milenio. Pero jamás hablamos más allá del pedir y el cobrar. Hasta que el lugar cerró. Pasó de café con elegancia y solera a hotel, tan de diseño, que no era fácil encontrar la recepción. No lo volví a ver. Hasta esa noche. Y puede que nunca más nos veamos. Esa es la razón de estas líneas. Por si las lee.
Me gustaría decirle que al verlo recordé aquellas fiestas de Bilbao. Cuando Marijaia era menos señora y nosotros más inocentes. Calculo que me llevará unos diez años. Hace cuatro décadas eso era un mundo. Por eso le respetábamos. Ayudaba a ello su nariz de boxeador. Desconozco si subió alguna vez a un cuadrilátero, era de nacimiento o fruto de una pelea de juventud. Pero imponía. No siendo corpulento, le otorgaba un aire de tipo duro capaz de mantener a raya a la parroquia. Lo comprobamos las demasiadas veces que algún tipo o cuadrilla se comportaba de forma violenta con los clientes o el personal. Entonces se convertía en «El Sargento de Hierro», pero sin la cascada de palabrotas del gran Clint. Le bastaba con subir la voz y salir de la barra. Pero ese mismo gesto férreo se tornaba tierno cuando las clientas veteranas con olor a laca de abuela le deslizaban cinco pesetas, como si fueran billetes, a modo de propina. O cuando llegaba el vecino del eterno cinzano de los domingos, acompañado de su hijo que siempre pedía coca-cola con una cucharilla para quitarle el gas. O la pareja de los jueves por la tarde. La que nunca falló hasta que la familia de ella tuvo que irse a otras tierras. Hubo otros clientes con historias más impactantes y secretos que, aún hoy, podrían ser portada. Pero él y sus compañeros se los llevarán a la tumba. Es lo que tiene ser barman.
Observen que no utilizo la palabra camarero. Tampoco mesero, cantinero, mesonero o barista. Me gusta el anglicismo adaptado. Exclusivo del planeta barra. Le otorga un aire europeo. De otro tiempo. Ese en el que quien estaba detrás y quien llegaba a ella iban elegantes. Respetando la liturgia del beber. Pero no me hagan mucho caso. Son cosas de la edad. La que te sacude la memoria una noche de agosto tras ver a un profesional de otros tiempos. De los que eran brillantes en lo suyo. De los que casi ya no quedan. Personas que entendían su trabajo como el más importante de la Historia y a la vez el más modesto. Por eso lo ejercían con orgullo. Nunca nos dijimos los nombres. Pero ya da igual. Al fin y al cabo, recuerdo muchos otros que no me importan una mierda. Así que solo me queda decir una cosa. Que le vaya bonito, señor barman.
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