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Sergio García
Sábado, 25 de noviembre 2017, 01:02
Que levante la mano el que no haya sentido una punzada de orgullo cuando le han dicho, acompañado de un codazo y en tono de compadreo, «menudo zorro estás hecho...» A nadie le amarga un dulce y que se refieran a uno como astuto, avispado, espabilado, sagaz, hábil o vivo infla el ego de cualquiera. Ahora supongamos que la misma palabra se destina a una mujer, no digamos ya si es la esposa, la propia madre, una hermana. Zorra. Es evidente que el sentido no tiene nada que ver. Prostituta, ramera, fulana, puta, perra, pelandusca, meretriz... Camilo José Cela recopiló en su ‘Diccionario secreto’ más de un centenar de términos con los que se alude al oficio más viejo del mundo. Es sólo un caso de sexismo lingüístico, cuando el género otorga presuntas connotaciones negativas a las palabras, aunque los expertos coincidan en señalar que la discriminación no está en la lengua sino en el uso que hacemos de ella.
El catálogo de ‘perlas’ es enorme. Golfo (artero, ladino) frente a golfa (promiscua), perro (el mejor amigo del ¿hombre?) y perra (fulana), atrevido (valiente) y atrevida (ligera de cascos), el suegro (patriarca revestido de autoridad) y la suegra (bruja)... hombre público (personaje prominente) frente a mujer pública (pues eso). Una dicotomía de la que los genitales masculinos salen siempre mejor parados. Cuando algo es magnífico, excelente, es «cojonudo», la «polla»; todo lo contrario que cuando resulta un «coñazo», algo insoportable. Por no hablar de todo lo que es, más que malo, pésimo, y que automáticamente se convierte en una «puta pena» o una «puta mierda».
25n - día internacional contra la violencia de género
¿Decimos lo que pensamos o hablamos sin pensar? Expresiones de las que a menudo no somos conscientes -y utilizadas indistintamente por ellas y ellos-, «pero que transmiten valores, esquemas mentales, unos prejuicios heredados», explica José María Romera, catedrático de Lengua y docente en un instituto. Un fenómeno que es el reflejo de atavismos, una manera de perpetuar la jerarquía en función del sexo.
El androcentrismo que subyace detrás es una forma de invisibilizar a las mujeres, de anularlas, de elevar todo lo masculino a la categoría de modelo social. «Los nombres de oficios, títulos o empleos son muy dados a cargarse de connotaciones desfavorables». Así, «generala» es la mujer del general y «presidenta», la consorte. Hasta el cargo de secretario está revestido de funciones que van más allá de las de una secretaria. Y eso cuando el interlocutor no demuestra paternalismo, otra forma de misoginia, y usa términos como «nena», «muñeca», «querida»... «Cenicienta» es una chica guapa dedicada a la servidumbre, y «bella durmiente», una preciosidad que no se entera de nada.
No importa que la enseñanza mixta esté generalizada en España desde 1985. Hay usos y costumbres que parecen inmunes a esa realidad. Anna María Fernández Poncela, de la Universidad Autónoma Metropolitana de México D.F., llama la atención sobre insultos en femenino que no tienen equivalente en masculino, caso de «histérica»; o de nombres de animales asociados a las mujeres de forma negativa, como pollita (adolescente), coneja (que tiene muchos hijos), vaca (gorda), pájara (astuta), gallina (cobarde), rata (miserable), pava (tonta), víbora (mala)...
La publicidad tiene buena parte de responsabilidad en la deriva que ha tomado este asunto, aunque los códigos que maneja -no sólo verbales- evolucionen con el paso del tiempo. Quién no recuerda que ‘Soberano es cosa de hombres’. Y no digamos el refranero, al que se atribuye una venerable sabiduría pero que abunda sin sonrojo alguno en ejemplos discriminatorios: ‘La mula y la mujer, a palos se han de vencer’, ‘la mujer tiene derecho si se mantiene en su techo’, ‘cojera de perros y lágrimas de mujer no son de creer’. Y así nos va.
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