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La disputa se produjo en el parque de Prim, en Santutxu.
GREMLInS EN BILBAO

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Nadie nace racista. Es una enfermedad que aflora si no ponemos la vacuna

Jon Uriarte

Sábado, 7 de abril 2018, 00:17

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Las grandes lecciones, y a veces las peores, te las dan los niños. O las niñas. Como la que me dio cierta pequeña que no puedo quitarme de la cabeza. No diré su nombre por aquello de preservar su identidad. Pero cuento la historia. Nació en China y llegó siendo bebé al seno de una familia madrileña. Una tarde al llegar a casa, tendría unos 4 añitos, soltó la mochila y le dijo a su padre: «¡Papi, no sabes de lo que me he enterado! ¡Hay una niña china en clase!».

No hay mejor forma para confirmar que no se nace racista. Te haces. O debería decir, te hacen. Familia y entorno social tienen mucho que ver con ello. Lo que viene siendo «la tribu». Esa en la que estamos todos. Sean nuestros hijos, nietos, sobrinos o vecinos del barrio o de la escalera mamarán de nuestras actitudes, gestos y opiniones. De ahí que su educación definitiva sea una responsabilidad global. Y una mala gestión no solo provocará que el niño o la niña crea que es normal ser racista. También tendrá impacto directo en su forma de gestionar otras facetas de su vida. Como la relación con los demás. Y dicho esto, vayamos al asunto del parque Prim.

¿Hubo o no racismo? Las noticias, como las salsas, necesitan reposo. De hecho adquieren su punto perfecto con el tiempo. Lo sucedido en este parque de Santutxu es un claro ejemplo de ello. Pregunten a cualquiera que sea de Bilbao, y viva o trabaje fuera, cuántas veces ha sido interrogado esta semana por las características de este barrio y el grado de racismo que se palpa en la villa. Menos mal que Cifuentes con su máster y Puigdemont con su adiós a las rejas han apartado este tema, porque apuntaba a cansino. Lo malo es que seguimos sin saber lo que realmente pasó. El parque no es kilométrico. Pequeño y muy popular. De hecho lo frecuentan niños con orígenes tan dispares como los invitados a una cena de la ONU. Latinos, magrebíes, subsaharianos, rumanos, chinos, vascos o de Murcia. Unos nacidos fuera y otros aquí. Pero todos de casa. De Bilbao. Cuidado con hacer diferencias. Porque eso sí que sería racismo. El caso es que en esa torre de Babel llama la atención, aún más si cabe, un acto de racismo infantil. O no. Países donde se supone que hay convivencia entre diferentes de piel también existe. Blancos con negros, negros con mulatos, mulatos con mestizos....por no hablar de pueblos asiáticos o árabes. De ahí que tampoco debería extrañarnos actitudes racistas o xenófobas. Color u origen pueden ser la excusa para señalar al otro. Si fuera este el caso habría que hablar con sus padres y sus madres. Si es que aparecen. Porque en el vídeo no se les ve.

Suponemos que las niñas no estaban solas. A esa edad lo dudo. Salvo que los progenitores se expongan a que les quiten la custodia por dejar en la calle a menores sin vigilancia. Así que vamos a pensar que sí estaban. Entonces la pregunta es por qué no actuaron. La madre del niño negro sí lo hace. Ya saben que mis amigos negros odian la expresión «de color». Así que sigo. Decía que la madre del acosado sí que aparece en las imágenes. De hecho no le deja solo. Normal, viendo el panorama. Aunque no usa formas bruscas. Conozco a muchas madres que en esa situación habrían puesto en su sitio a las niñas acosadoras, a los adultos que las deberían estar vigilando y a todo hijo de vecino, a mil kilómetros a la redonda. Es más, hace unos días fue noticia que un padre había sido condenado a una multa por amenazar con una paliza a los niños que se metían con su hija en el colegio. Pero la madre del pequeño del parque Prim no es de esas. Y tanto ella como él se van del tobogán de la polémica a unos columpios solitarios. Pero da igual.

Las niñas vuelven a la carga. Lo que confirma que es más que una discusión de me toca a mí y quítate tú un rato. Escucho a vecinos que señalan a estas niñas como habituales de la bronca. Quizá por eso, varios colectivos, algunos nada sospechosos como SOS racismo, advierten que no se pueden hacer juicios precipitados. Y llevan razón. Pero imaginemos que es un simple acoso. ¿Mejora algo? Por cierto, las macarras aquí son niñas. Curioso. Imaginemos si llega a ser al revés. Niños pegando a niñas. Está claro que la violencia y la falta de valores no entiende de sexos. Si sales mala gente da igual lo que lleves entre las dos piernas. Por eso me llama la atención leer y escuchar a personas que quitan importancia al vídeo argumentando que puede ser «una cosa de niños». Que no le dejen tirarse por el tobogán o balancearse en un columpio ¿es algo normal? ¿Hay que aceptar que los parques parezcan el patio de una cárcel? Cierto que no es algo nuevo. Siempre hubo abusones. Pero con tanto buenismo expansivo, psicología infantil por doquier y normativa nueva por el bien de nuestra infancia llama la atención que en eso sigamos igual. Tanto remar para esto. Hace años mi madre ve que le estoy impidiendo jugar a un niño de esa forma y me arrea con la mano abierta.

El problema de ese vídeo no es lo que vemos, sino lo que no se ve pero se intuye. La familia de esas niñas. Padre, madre y el resto de la tribu. No pinta bien. Y de la misma forma que uno hereda el color de ojos de su padre o el culo plano de su tía Merche, también adquirimos los principios y valores. Últimamente, sea por quinquis callejeros, violentos en el fútbol o acosos en los parques estamos volviendo al mismo punto. Somos lo que mamamos y la consecuencia de cómo nos tratan. El gremlin que apetece abrazar puede convertirse en un ser diabólico si no lo hacemos bien, le damos de comer odio, no le prestamos el tiempo necesario o le salpicamos con las gotas del desprecio. Nadie nace clasista, xenófobo o racista. Nadie. Por eso, cuando tengo dudas sobre ello, pienso en la niña con la que arrancaba la historia. La que con sus ojos rasgados que abrió hace muchas lunas en su país asiático, le dice sorprendida a su padre: «¡Papi, no sabes de lo que me he enterado! ¡Hay una niña china en clase!». Bendita inocencia.

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