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Javier Guillenea
Martes, 16 de mayo 2023
El parque infantil de Arrantzale kalea, en Orio, estaba lleno de niños. Cerca, en un banco, una mujer leía plácidamente un libro. Un hombre se ... le acercó con una bolsa en la mano y se colocó delante de ella. Lo que parecía una estampa cordial cambió de repente. «Oímos un estruendo y echamos a correr», explicaba unos minutos después una vecina que en ese momento estaba con su hijo en el parque. Corrieron para ponerse a salvo de no se sabía muy bien qué y en su huida pasaron junto a dos cadáveres, los de Lourdes y Alberto, el hombre que presuntamente la mató.
La investigación apunta a que Alberto se acercó a su víctima y, sin mediar palabra alguna, la mató. Lo hizo con una escopeta recortada con la que disparó a Lourdes a bocajarro en la cabeza. Algunos testigos sostienen que guardaba el arma en una caja. Otros dicen que la llevaba oculta en una bolsa de plástico. Inmediatamente después, dirigió el cañón contra su propia cabeza y volvió a apretar el gatillo.
La mujer no tuvo tiempo de reaccionar. Su cuerpo quedó inerte sobre el banco, aún sentada. El de Alberto yacía sobre el suelo. Ambos tenían las cabezas destrozadas por los disparos. Junto a ellos quedaron un teléfono móvil, una escopeta y el libro que Lourdes estaba leyendo.
Estaba separada y tenía dos hijos, un varón de 20 años y una chica de 16. «Era encantadora», dice una mujer que la conocía. Salió durante algún tiempo con Alberto. Formaban una buena pareja. Ella, de 47 años, era natural de San Sebastián y había ido a vivir a Orio, localidad donde él residía. A Alberto, de 50 años, le gustaba el deporte. Había jugado a fútbol, andaba en bicicleta y de vez en cuando salía a pescar. No tenía ningún tipo de antecedente por violencia de género. Lo único que constaba de él en los archivos policiales era una parada en un control. Lourdes rompió hace unos dos meses la relación que ambos mantenían, lo que sumió a su ya expareja en un estado depresivo. «Desde que le había dejado se le veía deambular por la calle solo y triste», afirma una mujer que le conocía.
«Primero escuché un tiro y luego otro», dice una vecina. «Salí corriendo al balcón para saber lo que había pasado pero tengo un árbol delante y no vi nada», añade. Pronto descubrió que algo grave había ocurrido. La vida en la calle Arrantzale no tardó en verse perturbada. «Empezamos a oír sirenas y aparecieron coches policiales que venían en dirección contraria», explica una vecina.
Según otros testigos, se escucharon «como un par de petardazos, pero no les hemos dado importancia porque venía de la zona del parque infantil. Pronto hemos visto un coche de Policía Municipal en dirección contraria dirigiéndose al lugar y enseguida han empezado a acordonar». Poco después les dijeron «que se trataba de un hombre y una mujer, estaban muertos». Otro testigo señalaba que había escuchado «un ruido como de una explosión». «Pensaba que era cosa de críos y cuando me he acercado he visto a una persona con la cabeza abierta y me he dado la vuelta. Enseguida han empezado a llegar coches de los municipales».
Comenzó a reinar el desconcierto. Las primeras versiones apuntaban a la explosión de un artefacto que Alberto llevaba escondido en una caja y que había fabricado en un garaje. La propia Ertzaintza habló en un principio de una detonación, relato que el lehendakari, Iñigo Urkullu, utilizó en un mitin para mostrar su repulsa por este episodio de violencia machista. Pero esa tesis fue perdiendo fuerza con el paso de las horas.
La Ertzaintza acordonó la zona donde había tenido lugar el suceso y fue ampliando paulatinamente el cordón policial. Alberto residía con su madre no muy lejos del banco donde todo ocurrió. La vivienda, cuyo portal permaneció custodiado durante toda la tarde, fue registrada por la Ertzaintza mientras en un local municipal cercano varios agentes atendían a familiares de uno de los fallecidos.
A medida que pasaban las horas la noticia fue extendiéndose por toda la localidad. Lourdes también residía cerca del lugar en el que murió, donde los vecinos no dejaban de comentar lo ocurrido. «Era una mujer muy agradable. Todavía no me puedo creer lo que ha pasado», dice un hombre mientras contempla el cordón policial. Tras él, un biombo ocultaba a los dos cuerpos a la espera de que llegara el juez para levantar los cadáveres.
Los alrededores del lugar de los hechos quedaron intransitables por las barreras levantadas por la Ertzainta. Poco después, un coche sin distintivos de la Policía autonómica estacionó en las inmediaciones. De él descendió una mujer que había estado con su hija en el parque y que vio a muy corta distancia lo ocurrido. La testigo había estado declarando en la comisaría de Oiartzun.
El suceso causó una profunda conmoción en Orio. «Este es un pueblo tranquilo, aquí nunca pasa nada», decía un vecino. Pero algo había cambiado. La placidez de una soleada tarde de primavera, la primera después de varias jornadas de lluvia, había quedado rota por las dos muertes. En las calles, grupos de adolescentes miraban absortos imágenes en sus teléfonos móviles. Alguien había fotografiado los cuerpos de los dos fallecidos instantes después de su muerte y las instantáneas, de una crueldad descarnada, no tardaron en difundirse por las redes sociales.
Eran las ocho y media de la tarde cuando en Eusko Gudarien kalea, la calle paralela a Arrantzale, se escuchó un llanto desgarrador. Una adolescente que acababa de conocer la noticia comenzó a llorar mientras sus amigas la abrazaban y lloraban con ella. Un agente de la Ertzaintza se acercó enseguida para tratar de consolarlas. Poco después aparecieron varios miembros de la Cruz Roja que abrazaron a las jóvenes y se las llevaron a una esquina para tratar de calmarlas. Lo lograron a duras penas con palabras de aliento y ejercicios de respiraciones para evitar la ansiedad. La chica se alejó del lugar acompañada por sus amigas.
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