No suelo ser precisamente la primera en llegar a los estrenos de las nuevas series televisivas, así que acabo de empezar a ver 'Anne with ... an E', que data (agárrate) de 2017 y que ya va hacia su cuarta temporada... Pero, bueno, cada uno lleva su ritmo, ¿no? Y yo, igual que la pizpireta Ana de las Tejas Verdes, para lo único que suelo ser realmente meteórica es para cotorrear. Nací parlanchina. Contaba mi madre que de muy niña, mientras ella hacía la casa, yo la iba persiguiendo de cuarto en cuarto para relatarle mis historias. No puedo imaginar qué historias puede tener una criatura de cinco años, pero la cosa era no callar.
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Ahora la indefinible Anne me ha reconciliado con mi infancia y con mi facundia. Sencillamente, la adoro. Admito que puede resultar más repelente que el legendario niño Vicente, pero esa necesidad de soltar por la boca todo lo que se le pasa por la cabeza y por el corazón, esa espontaneidad tan salvaje y tan genuina (muy mal vista en su época, y yo diría que en la mía) me hace sentir hacia ella una solidaridad y una ternura muy superiores al rechazo que pudiera provocarme su vertiente marisabidilla y repipi. Esa cría está deseando (lo que todos) que la acepten, que la quieran. Y lo bueno es que lo formula y lo reclama. No se lo guarda dentro hasta que se le haga bola y se le convierta en un trauma. Es una extrovertida irredenta que ha sufrido lo indecible y sin embargo sigue creyendo en la magia de la vida. Me quedan muchos capítulos por delante y solo espero que Anne permanezca fiel a su catarata verborreica, que no se coma la 'e' ni se muerda nunca la lengua. Porque calladita está más fea. Y porque tras años de soportar a heroínas reservadas y misteriosas con las que no me identifico, me reconforta encontrarme con esta adorable e irrefrenable cotorra.
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