La claustofobia de amama
Ucrania no está tan lejana de nuestro eterno ayer
A punto estuvo de cumplir 102 años. Y eso que su vida nunca fue fácil. Rara vez lo es. Pero una guerra ayuda poco. Tardé ... en entenderlo. Tenía mucho que ver con su negativa a entrar en el ascensor. Parecía una cabezonería de abuela. Sobre todo cuando nos visitaba y subía al quinto piso andando. «Acompaña a amama», decía mi madre y, con esa pereza infantil que llevamos de serie, ascendía a su lado. Primero a la par. Luego del brazo. Si no era yo eran mi hermano o mi hermana. Hasta que un día pudo más la fatiga de sus piernas y accedió a entrar en la caja que sube. Utilizo el verbo subir, porque para bajar la única opción siempre fue tirar de pies. No es casual que recuerde hoy la historia. Tiene que ver con una foto. La de un niño en Ucrania.
Está junto a su familia en el metro y llora apoyado en un torno. Fuera los misiles, las bombas y como se llame lo que tiran ahora, les advierten de que Rusia ha empezado la guerra. El padre se inclina hacia él. Hay fotos que se escuchan. Esta es una. Le susurra que esté tranquilo, que tienen que bajar al metro un rato y que todo pasará. Sabe que no es así. Pero necesita ganar tiempo. Toda guerra, o conflicto que dicen los amigos del eufemismo, tiene principio y final. Aunque nunca es a una hora concreta. Ni siquiera un día señalado, por mucho que nos empeñemos en fecharlo todo. Llega y se va de la misma forma. Poco a poco. Eso es lo más peligroso. Te niegas a creer que esté aquí. Que te haya tocado a ti.
En eso se empeña el padre. En intentar convencer a su hijo de que será un momento. Nunca lo es. Y menos en una guerra compleja. Les supongo al tanto, aunque sea grosso modo, sobre el pasado común, la formación de Ucrania, los años de colonización rusa, la era soviética y la independencia. Es un asunto complejo. En algunos refugios coincidirán familias de uno y otro bando, convencidos de que cada cual lleva la razón. Nosotros estamos con Ucrania.
Ni la más mínima empatía
Aunque eso a Putin le da igual. Será loco y sádico. Pero no tonto. Juega con los sentimientos, los rencores pasados y los miedos heredados. Por eso está el padre hablando con el niño. Porque la panda de psicópatas que dirigen los países poderosos, y los no tan poderosos, carecen de la mínima empatía. Así que me temo que ese niño, cuando sea abuelo, sentirá lo mismo que mi abuela. Ojalá no me equivoque. Al menos significará que sigue vivo.
«¿Por qué no quieres subir en ascensor, amama?», preguntábamos en el descansillo los nietos. «Prefiero ir andando», respondía ella. Tardamos en saber la razón. Claustrofobia. Así la llamaban los adultos. En realidad era otra cosa. Trauma. El que nació durante el bombardeo de Gernika. En realidad sufrió, como tantos, otras lluvias de bombas y morteros de la infame Guerra Civil. Como no quería hablar de ello, tampoco señaló el lugar. Solo sabemos que le pilló aquél lunes infame. Gritos desesperados, estruendo de bombas, ametralladoras de aviones, humo y fuego. Cualquier agujero era refugio.
Incluido aquél túnel que sirvió de refugio. Estaba oscuro. Y lleno. Cada vez llegaba más gente llorando y pidiendo su hueco. No cabían. Pero seguían entrando. Al fondo, mi abuela aferrada a las cantinas de leche. Ahogándose, literalmente, por la presión de los cuerpos temblorosos. No podía respirar. Gritaba que necesitaba salir fuera. Que prefería morir por las bombas que por falta de aire.
No sabemos cuánto tiempo estuvo allí. Debió ser la eternidad. Al menos para ella. Superó el siglo de vida, pero no fue suficiente para borrar el trauma. Cada vez que veía un ascensor recordaba aquél túnel. Y elegía las escaleras. Por eso no me quito de la cabeza la fotografía del niño con su padre en un metro de Ucrania. Las guerras empiezan, pero nunca terminan. Siempre quedan los traumas. Sea en el cuerpo o en el alma.
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