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Abre latas antiguo
EL CEMENTERIO DE LAS COSAS OLVIDADAS

EL CEMENTERIO DE LAS COSAS OLVIDADAS

El piscolabis ·

«Hay objetos condenados a desaparecer. Y con ellos, una forma de afrontar las cosas de la vida»

Jon Uriarte

Sábado, 11 de agosto 2018, 00:22

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El adolescente miraba a su padre como un perro a una mosca. Con la extrañeza que provoca ver a alguien sin rumbo definido. En mala hora había hecho la maldita pregunta. Cuando un adulto se empeña en que el tiempo no ha pasado y que 20 años no es nada, suceden estas cosas. Esa tarde los cajones se abrían cada vez con menos cuidado y más desesperación. Y todo por preguntar «¿Qué es un abrelatas?». Si se hubiese callado... Total que ahí estaba el adolescente. Un ojo en el móvil y otro en su padre que, a esas alturas, recorría el vocabulario más grueso del diccionario. «El puñetero tiene que estar por aquí, joder!» insistía el adulto. Pero no aparecía. Así que decidió buscar una imagen en internet. Y la encontró. «Hijo, esto era un abrelatas».

No era uno cualquiera. Se trataba de aquél mecanismo tan simple que moría tras cumplir su cometido. Abrazado a la lata, como el pretendiente de una mantis religiosa. Y luego acababa en la basura, incapaz de separarse de ella. Si hay abrazos que matan, ese era el ejemplo. La insinuante abertura de su esbelto cuerpo, nacida para que el saliente de la lata lo atravesara, girara sobre sí mismo hasta que eran uno. Todo esto le contó el padre al hijo, confirmando que hubo un tiempo en que las latas carecían de argolla abrefácil. Pero, como tantas cosas, hay objetos que desaparecen una tarde y ya solo los encuentras en olvidados cajones de casas poco frecuentadas. Caserío familiar, casa de pueblo, apartamento de veraneo…Cementerios de las cosas olvidadas. Puede ser un abrelatas o un juguete infantil. Como el hula-hoop que cierto agosto agostado subió a un desván para nunca volver. O aquella yogurtera que solo se usó una vez en navidad. Allí está. Dentro de su caja, acumulando polvo. Como el perro que nos acompañaba en los viajes por carretera, moviendo su cabeza desde la bandeja trasera del coche. Lo elegante que parecía entonces y lo ridículo que se ve ahora. Bueno, eso en el caso en que se vea. Porque, y esto debería ser estudiado, hay cosas que desaparecieron para siempre. ¿Recuerdan «el busca»? Otorgaba caché de imprescindible. Venía a decir que el propietario era alguien importante y debía estar localizado en todo momento. Al principio lo usaban médicos y profesionales obligados a personarse en el trabajo si aquello pitaba. Pero, como siempre pasa, lo acabaron llevando hasta los sexadores de pollos. Así que, de modernista pasó a hortera. Y de ahí al ostracismo. Como la mariconera.

Su hermana la riñonera sobrevive tanto en versión tienda de chinos como en diseño caro y hortera. Basta con que lo lleve una reina del pop y dos youtubers para que sea tendencia y alternativa. Pero la auténtica mariconera, la que parecía la eterna compañera de un practicante cargado de inyecciones, ya es pasado. De hecho su nombre ahora generaría debate hasta en el Congreso. Pero no existe ese problema porque ya es pasado. La bandolera y el llamado bolso masculino han provocado su defunción. Como le pasó al cable del teléfono fijo. Ahora son inalámbricos. Salvo alguno que queda en tiendas vintage, que no es otra cosa que vender algo viejo a precio de nuevo. Pero ya no se enredan como antes, cuando su cable en espiral tenía vida propia y se liaba sobre sí mismo en el momento más inoportuno. Y entonces veías a tu madre intentando hablar por teléfono mientras peleaba para desenredarlo. Y qué decir de las cámaras de foto desechables a las que confiábamos momentos irrepetibles. Ahora que lo pienso, quizá el abrelatas de nuestra historia esté, en un cajón, junto a una de esas cámaras. Y dado que estamos dispuestos a buscar más objetos olvidados, qué decir de la enciclopedia que llegó a casa hace tantos años cuando aún no se habían separado los continentes. Quizá esté en el mismo armario que el último listín telefónico y el contestador automático que vivía entre el teléfono y la tele. Esa que cargaba con tantas décadas como objetos y recuerdos poníamos sobre ella. Sorprende hoy en día que pudiéramos concentrarnos en la pantalla con tantas cosas rodeando la imagen. Como para explicárselo al adolescente de esta historia, que sigue mirando a su padre. Y es que, al abrelatas, ha añadido otros objetos. No porque precise usarlos. Quiere que su hijo conozca aquél universo cuyas estrellas se van apagando demasiado rápido. Parece que fue ayer cuando todo eso estaba entre nosotros y ya solo viven en foros nostálgicos de internet. Sabe el padre que el progreso es un tren que solo viaja hacia adelante. Y que el discman, el walkman y por supuesto el radio cassette son cosas que solo veremos en «Cuéntame». Pero lo del abrelatas le ha llegado al alma.

No se trata del objeto en sí. Tiene que ver con su uso y relación con nosotros. Utilizar aquél abrelatas exigía pericia. Primero para, una vez separada la lengüeta de la lata, introducirla en su ranura. El primer movimiento era clave. De aquél giro inicial dependía todo. Una inclinación excesiva hacia un lado o hacia otro podía fastidiar toda la operación. Y, como sabemos, los objetos inanimados son muy animados. Por eso, a veces, la lengüeta se ponía juguetona y no había forma de engancharla. Tras varios intentos, procurando no doblarla en exceso, por fin la lengüeta entraba y comenzaba a girar. Llegar hasta el final tampoco era fácil. Cierto que resultaba menos peligroso que los abrelatas que surcaban como arados los laterales de otras latas. Pero no podías, ni debías confiarte. Y así, poco a poco, se abría y mostraba su tesoro. «Mucho trabajo para tan poco premio» piensa y proclama el adolescente. Ahí está su error. Vamos desechando las cosas, buscando usos y formas más sencillas. Tanto, que ya todo debe ser abrefácil. Sea una lata o la vida en general. Ahora hasta el vino busca caminos que un día provocarán el adiós al corcho tradicional. Y qué quieren que les diga, algunos creemos que el mundo era más hermoso y sincero cuando ciertos objetos nos recordaban que nunca ha sido fácil abrir esa lata, de contenido incierto, que llaman vida.

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