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Arantza Furundarena
Jueves, 5 de junio 2025, 00:15
Decía José Tojeiro, el inefable gallego de la 'droja' en el ColaCao, que las prostitutas que supuestamente le robaron «se ponían voluntarias» a la hora ... de darle cariño… La aquí firmante también quiso ponerse voluntaria, aunque en un sentido muy distinto (el de la ayuda al prójimo), a la hora de buscarle un propósito a su nueva vida de jubilada. Pero como vivir entre dos continentes no propicia precisamente el compromiso y la constancia, para foguearme decidí empezar por algo sencillo y puntual: participar en la Gran Recogida del Banco de Alimentos.
Ya he estado tres veces, la última hace apenas dos semanas. Y en todas ellas no he podido evitar (la cabra tira al monte) convertir el súper que me han asignado en una especie de plató de televisión o estudio de radio, en plan 'Ustedes son formidables'. O, como diría Toñi Moreno, «Ma-ra-vi-llo-sosss». Dicen que uno baila como es, que uno conduce como es y que uno… en fin, lo hace todo acorde a su personalidad. O sea, que hasta a la hora de pedirle al prójimo, una pide como es. Por eso mi temperamento dicharachero y pelín folclórico acaba aflorando. Desde el momento en que me colocaron el chaleco azul de los voluntarios, me entró una alegría en el cuerpo (quizás por sentirme útil por una vez en mi vida) que ni que me hubieran plantado una bata de cola y me hubieran dicho suéltate por sevillanas.
'Es triste de pedir', suele decirse. Y no dudo que lo sea cuando el que pide se encuentra realmente necesitado. Sin embargo, yo he podido comprobar que no hay nada más alegre y satisfactorio que ejercer de pedigüeña cuando lo que solicitas no es para ti sino para un tercero. Muchos voluntarios definen su actividad como un acto egoísta donde siempre acaban recibiendo más de lo que dan. Sé de lo que hablan. En mi diminuta escala, he experimentado ese subidón. Las tres horas largas que me toca permanecer de pie en la entrada de un súper se me pasan volando. Y eso que siempre me asignan el turno de la hora de comer y yo soy de las que si no comen a su hora crían un carácter peor que el de Belén Esteban cuando le tocan a su Andreíta. Pero, mira por donde, se ve que intentar acabar con el hambre ajena disminuye la gusa propia.
A ese espíritu así como de tómbola que me invade se suma mi curiosidad infinita por la psicología humana, las mil y una formas en las que reacciona el personal en cuanto le intentas rascar el bolsillo. Desde la que aporta 50 euros y todavía se siente culpable, al trajeado que te trae un paquete de arroz con la superioridad moral del que está salvando al mundo... Este año también me tocó cruzarme con la pija que me miró de reojo cual si fuera yo un piojo mientras no dejaba de hablar por el móvil sobre la conveniencia de reservar en tal o cual restaurante con estrella.
En esta ocasión además ejercí en solitario, sin otro voluntario de refuerzo. Se ve que ha habido escasez de reclutas. Pero ahí estaba yo, con mi mejor sonrisa y la pertinaz misión de sacarle los cuartos a todo el que cruzara la puerta automática de vidrio, convertida en una mezcla de encantadora de serpientes y vendedora de motos, con un buenismo superior al de Zapatero cuando la Alianza de Civilizaciones y dispuesta a sacar lo mejor de cada ser humano para hacerle arrimar el hombro contra el hambre.
Y así desfilaron ante mis ojos el que lleva más prisa que el conejo blanco de Alicia en el País de las Maravillas y me obliga a seguirle amablemente soltándole mi letanía, el alternativo con piercing que no cree en la solidaridad porque luego la gente tira la comida que le dan (eso dijo), el veinteañero con camiseta de Nico Williams al que recibo con un ¡Aupa Athletic!, justo antes de explicarle de qué va el partido, y al final se rasca el bolsillo y me trae un paquete de lentejas que entra limpiamente en la caja… «El mejor gol de tu vida», le aplaudo. O la señora mayor que empieza hablando de caridad y termina insultando a los tironeros de ancianas… «¡Habría que matarlos a todos!», proclama. Y por supuesto están los que ya han donado otras veces, que son la gran mayoría, y se conocen el mecanismo. «Se os ve la cara de generosos nada más cruzar la puerta», les digo. Nunca pensé que pedir por una buena causa inspirara tanto.
También ha habido alguna anécdota, como cuando, en la Gran Recogida de noviembre, vi entrar en el súper a una cara muy conocida. «¿No será usted Maruja Torres?», bromeé. «Soy lo que queda de Maruja Torres», me respondió la famosa periodista con su habitual retranca. Maruja estaba en Bilbao para promocionar su último libro. «Se está vendiendo como rosquillas», me aseguró. Y con el mismo desparpajo hizo una generosa aportación para que otros coman galletas.
Luego está el que te da las gracias por dedicar tu tiempo al voluntariado. «Al contrario -le replico-, yo debería pagar por hacer esto». Y es que ayudar a los demás da vidilla, mejora la salud cardiovascular y yo creo que hasta tiene efecto lifting… Leo que en esta última campaña el Banco de Alimentos ha recaudado un 10% más que el año pasado. Me alegro. Pero les confieso que salí ganando. Durante las tres horas que participé en esa Gran Recogida mi autoestima y mi satisfacción personal aumentaron mucho más que un diez por ciento.
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