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El rebaño más dócil
Javier es el único productor de caracoles que queda en Álava. La helicicultura «es más un hobbie, no da para vivir»
Esto es una granja. No se escucha ni un mugido, ni un balido, ni un mal cacareo. Pero es una granja. Tampoco hiede aquí, como ... ocurre en cualquier lugar que se precie con animales estabulados -las de gorrinos, con sus purines penetrantes se llevan la palma-. Pero habíamos quedado en que, sí, que esto es una granja. En un espacio chiquitito, parecido a un invernadero que a un redil, donde, cuesta creerlo, pero el ganadero asegura que se crían más de 3.000 cabezas, con sus 6.000 cuernos y todo.
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La explotación de Javier Lauzurika y sus hijos se levanta en Lubiano, entre fincas de verde cereal tiernos próxima a los pliegues del pantano. Él es el único productor de caracoles que queda en Álava, una actividad que llegó a despegar en la provincia hace unos años pero que, en los últimos tiempos, se ha desplomado. Hasta quedar él sólo. «La gente empezó a meterse en esto con mucha ilusión, luego se dan cuenta de la realidad: que no es rentable», comenta Javier, veterinario foral retirado, que lleva la pequeña empresa Caracoles Gorbea junto a sus hijos. Estos días son de venta cercana, de tú a tú, bote en bote.
Piensas en un ganadero de caracoles -helicicultor es el término apropiado-, e, inmediatamente, te haces la idea de un tipo que trabaja tirando a poco, uno de esos curros en los que no se da palo al agua. Y el caso es que, y esto hasta te lo reconoce el propio Javier, la idea no está en absoluto desencaminada. Nada que ver desde luego con la dedicación absoluta que requieren los pastores y los criadores de vacas. Estos bichos son de muy buen conformar. La suya es una austridad ascética. Les basta con vivir en un sitio relativamente húmedo. Comer abundante y reproducirse. Todo a cámara lenta.
Habría que preguntarles a ellos, pero el caso es que los caracoles de Javier parecen razonablemente felices. Rollizos como ellos solos, llama la atención lo blanquísimo que tienen el pie, nada que ver con esos asilvestrados cuyos cuerpos algo rugosos, siempre baboso, tienen un tono que transita entre lo parduzco y lo verdoso. No tiene nada que ver con la raza -los de Más bien con la alimentación. Mientras esparce una especie de harina fino, comuesta a partir de cereales, Javier explica que a los caracoles silvestres les pirra comer hiedra y otras plantas silvestres y que tienen una especialísima predilección por los desperdicios. Para ellos, la coprofagia no sólo es una parafilia. Los suyos sólo se alimentan, de forma abundante con piens. «Se nota mucho en el desarrollo y también en la limpieza», destaca. En unas mallas guarda los caracoles ya recolectados -a riñón-, los tiene purgando durante días, «hasta que no les queda nada en los intestinos». Ese es el momento en que los envía a una fábrica conservera riojana, donde los embotan, listos para su consumo.
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«Copulan durante horas»
Pasar una tarde en la finca de los Lauzurika supone recibir una clase en directo de aquellas de Conocimiento del Medio. El veterinario jubilado explica con todo detalle el ciclo de vida del caracol, que se tira de a hibernando, para después despertar con una voracidad reproductiva desmedida. Uno recordaba aquello de que estos bichos son hermafroditas y tal. Que «Copulan durante más de diez horas.... todo lo hacen lento», apostilla Javier. Desde luego, él sabe cómo atrapar la atención del interlocutor.
A priori, el negocio de Javier puede parecer la mar de atractivo: llevar la explotación no requiere de un gran esfuerzo. Tampoco parece que se necesite una ran inversión. Sin embargo, pocos, muy pocos, aguantan unos años en la helicicultura. «A la gente hay que decírselo alto y claro: esto no da para vivir, es imposible tener esto como actividad principal, ni siquiera con una explotación más grande que la mía».
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