«Mi marido era policía y se pegó un tiro. No tuve ayuda»
Jornadas sobre el 'síndrome del norte'. José Santos, esposo de Eva Pato, se suicidió en 1994. Sufrió dos atentados y cambió cuando mataron a la hija de un compañero
Cuenta Eva Pato que cuando se suicidó su marido, el policía nacional José Santos, no tuvo ayuda de nadie. Se duele porque «tras los atentados ... iban siempre los políticos a los funerales pero con nosotros no vinieron». Recuerda que aquella misma noche le llamaron para que acudiera a declarar en comisaría por lo sucedido. Que no había sicólogos, que nunca los hubo, y que sólo le quedó una pensión de viudedad de 50.000 pesetas. «Era un estigma. A mi puerta no llamó nadie».
El testimonio de Eva Pato se escuchó ayer en el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, que acogió una jornada con víctimas y expertos sobre 'el síndrome del norte'. Florencio Domínguez, director del Memorial, destacó que «los daños psicológicos del 'síndrome del norte' no se han conocido ni reconocido». Desde un punto de vista legal, es un asunto peliagudo porque no es fácil probar la relación directa entre la causa -el hostigamiento terrorista, las amenazas y el aislamiento social que sufrieron los cuerpos policiales- y sus efectos, que pueden aparecer en los agentes mucho tiempo después en forma de «ansiedad, depresiones, consumo de alcohol y drogas e incluso suicidios años después».
La viuda de José Santos no tiene duda de cuándo comenzó a cambiar su marido. Habló de un tiempo en que «había muertos a diario. Tomabas un café con uno y al día siguiente había muerto en un atentado». Contó que ella «sólo respiraba medio tranquila cuando veía a mi marido doblar la esquina para llegar a casa». Luego detalló dos atentados que sufrieron en las viviendas donde residían los policías con sus familias, en Pasajes.
«Fue en marzo del 90. Era la primera vez que escuchaba una explosión así. Eran las dos de la mañana y se rompieron los cristales de la casa. La cuna de mi hija, que tenía dos años, salió lanzada al otro lado de la habitación». Ella bajó a la calle y vio escombros por todos lados y una madre gritando porque no encontraba a su hija. «Entre los cascotes, sobresalía un brazo y los policías se tiraron a desenterrarla rápidamente. Era sólo una muñeca grande». A la pequeña la había encontrado en la escalera otra madre y la había llevado al otro bloque para alejarla del peligro. «Nunca se me olvidará esa escena». Tras el segundo atentado, otra fuerte explosión, «el gobernador civil cerró los bajos de aquellos bloques» para protegerles. Se llamaba Juan Mari Jaúregui y murió años después a manos de ETA. Alguien tomó la decisión de que los mismos agentes que vivían allí empezaran a encargarse de la seguridad de los pisos, por turnos. «Su responsabilidad era enorme y nunca desconectaban», recuerda.
Hubo un tercer golpe que fue definitivo para José Santos. Una de aquellas familias de policías, conocidos suyos, decidieron mudarse a otro barrio de San Sebastián. No les sirvió de nada. «El hombre iba a llevar a sus hijos al colegio y le pusieron una bomba en los bajos. El coche explotó. La hija, Koro, murió y los otros quedaron heridos. Su mujer estaba en la ventana y vio todo».
Aquello cambió a José Santos. «Los más afectados, claro, fueron aquella familia pero afectó a todas los policías de allí. José empezó a darle vueltas, muchas vueltas. Dejó de ser extrovertido y alegre. No quería llevar a los niños al colegio para protegerles, ni visitar a mis padres, con los que se llevaba muy bien. Era una depresión tremenda», relató. Su mujer logró que fuera al médico y le derivaron al sicólogo.
José Santos se quitó la vida en 1994 con su arma reglamentaria. Había pedido la baja poco antes. Aquellos días varios compañeros le vieron mal, alguno le comentó algo. Eran otros tiempos y nadie supo qué hacer. Cuando aquel día llegó a su casa, no pasó por la garita para saludar, como hacía siempre. Sus hijos estaban durmiendo y dijo a su mujer que estaba todo bien. Cogió el arma, se metió en la cocina y disparó.
«Un estigma»
Eva Pato salió adelante «sin ayuda y con un estigma». La salud mental era un gran tabú entre los policías. «Llevé a mis hijos a un sicólogo infantil pagándolo con mi sacrificio». Uno de ellos no quería volver porque «me hace hablar de mi padre y no podemos». Le habían enseñado a decir que trabajaba en Correos. Hubo casos en que se rechazaron solicitudes de escolarización hasta que cambiaron la profesión de 'policía' a 'funcionario'.
Fue el testimonio más impactante de unas jornadas en que tomaron parte el delegado del Gobierno, Denis Itxaso, el presidente de Mila Esker, Julio Rivero, y el catedrático de Derecho Penal en Granada, Miguel Ángel Caño, que está haciendo un estudio sobre el síndrome. Itxaso recordó «la pesadilla que sufrieron los guardias civiles y policías nacionales que trabajaron en Euskadi y Navarra y posteriormente la Ertzaintza» y retrató los múltiples «casos de estrés postraumático». «Nunca podremos saldar la deuda con ellos». Cerró la jornada Francisco Zaragoza, presidente de ACFSEVT, que recibió un mensaje al terminar su intervención. Una trágica coincidencia. Un policía que estuvo destinado en el País Vasco y que ahora vivía en Andalucía, se acababa de quitar la vida.
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